Deseo de Dios

Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Ciudad Real

El relato de Emaús (Lc 24, 13-35) describe la situación de la primera comunidad cristiana ante el hecho de la muerte de Jesús. Estos dos discípulos “están de vuelta” y discuten. Durante muchos meses habían seguido a Jesús por pueblos y caminos diversos, durmiendo al descampado, comiendo de lo que les daban la gente, siempre a la intemperie… Pero todo terminó en la cruz, en la muerte, en la decepción. Y se volvían a su casa, a la casa que un día dejaron. La aventura no había merecido la pena.

De pronto un caminante se acerca. Parece tranquilo; les ha pedido que se calmen y quiere saber el motivo de la conversación. En otras circunstancias le habrían reconocido pero ahora no pueden; están exaltados por la discusión, heridos por la decepción. Las lágrimas de sus ojos, la tristeza del fracaso impiden que reconozcan a Jesús.

El desconocido no pasa de largo, se hace cercano, camina con ellos. Y se van calmando gracias a aquel caminante sereno y pacífico. Y toman conciencia de lo que les pasa: están decepcionados. Ellos esperaban… pero… Ahora cada uno sigue su camino y saborean la tristeza de la soledad.

El caminante tomó la palabra. Les hablaba claro pero no hería. Y poco a poco les fue caldeando el corazón. La amargura iba cediendo terreno a la esperanza. Y aparece espontáneo el ruego: ¡quédate con nosotros!

Y empezó la cena. Tomó el pan. Lo bendijo y lo repartió. Todo era normal pero algo no cuadraba. Notaron que no repartía algo… que se estaba repartiendo Él mismo. Y tanto se repartió que no quedó nada. Desapareció. Mejor dicho quedó hecho un trozo de pan. Le miraron, se miraron y todo el misterio se desveló. ¡Era Él! El Señor seguía vivo en ellos, en su corazón, en su futuro…

En el mismo momento en que reconocen con alegría al Señor resucitado, aquellos hombres se sienten impulsados a volver inmediatamente a Jerusalén para compartir la Buena Noticia con los otros discípulos.

Su fe se convirtió en fuego. Su alegría se hizo contagiosa. Corrieron más que caminaron. La alegría hace que las cosas sucedan más rápidas. Y al llegar descubrieron con gozo que todos sentían y celebraban lo mismo.

El episodio que comenzó en el camino con dos hombres tristes, termina con una comunidad que goza a pleno pulmón. Es Jesús resucitado quien ha hecho posible la diferencia. Ha expulsado el desánimo y la amargura, transformándolos en alegría y fecundidad.

¡Quédate con nosotros!”. La exclamación de los discípulos deja entrever un deseo que va más allá de la tarde o de la noche y que nos remite a un “plus”, a “algo más”: deseo de Dios.

Y aquí estamos nosotras, hoy, en Vita et Pax, discípulas de Emaús, con la misma petición: “¡Quédate con nosotras!”.

¡Quédate con nosotras!”. Este deseo nos ayuda a atravesar esos momentos en los que se cierra el horizonte y se estrechan los caminos; momentos en los que se marchitan las esperanzas y nos volvemos cristianas mediocres…

¡Quédate con nosotras!”. Esta es una nostalgia buena, es un deseo que fortalece, es un pensamiento que da alas… por eso, volvemos a repetirle en esta tarde de la vida:

¡Quédate con nosotras!”.

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