Nuestra resurrección a la Vida

Nuestra resurrección a la Vida

Por: D. Cornelio Urtasun.

El primer día de la semana acompañamos, a primera hora de la mañana, a las buenas mujeres que corrían a completar su obra piadosa de ungir el cuerpo de Aquel a quien amaban. Con ellas oímos el alegre mensaje de aquel joven de deslumbrante belleza que nos decía: “No temáis; Aquel Jesús de Nazaret, crucificado, a quien buscáis, no está ya aquí ha resucitado” ¡Que encuentro el de aquella madrugada con el Dios de la Vida!

Al día siguiente nos sentamos a la mesa, con los corazones hechos ascuas de fuego, en compañía de aquellos dos buenos discípulos de Emaús. Aquel peregrino que nos acompañaba, que tenía un no sé qué… resultó ser Él. El mismo: el Amor de nuestros amores.

Qué impresión la de aquel Cenáculo iluminado con el resplandor de Aquel Sol de Justicia que había vuelto a salir después de la tormenta y daba de lleno en los ojos asustadizos de los discípulos allí reunidos, mientras se oía el alegre e inconfundible mensaje: “¡La paz, paz, la paz sea con vosotros. Hijos míos no temáis; soy Yo, soy Yo!

¡Qué horas, a la orilla del lago, comiendo el apetitoso yantar cariñosamente preparado por las manos de aquel divino y más que nunca humano cocinero, un día muerto, ahora resucitado!

Nada digamos del diálogo conmovedor entre flor (Magdalena) y Jardinero, en el jardín del sepulcro. Aquellas dos palabras que se dijeron: ¡María! ¡Maestro!, constituyeron un idilio tan maravilloso como sublime que ninguna lengua humana sabrá dignamente cantar.

Pero ya es hora de que volvamos a la normalidad de nuestra vida, ¿Qué habremos de hacer ahora para ser dignos de ese Dios de la Vida, para llevar una vida conveniente a gentes que viven ya zambullidos con Cristo, nuestra cabeza, en el seno del Padre?

Se impone una vida nueva, una vida de resucitados con Cristo: una Vida de una proyección cada vez más sincera de ese Jesucristo, nuestra Vida, que vive en nosotros.

¿En que nos habremos de fijar? ¿En la multiplicación de los panes, en la curación de las enfermedades, en la prodigiosa resurrección de los muertos?…

Si para vivir de la Vida de Jesucristo fuera necesario hacer cosas de ese calibre… ¡qué difícil, por no decir imposible, habría hecho el Maestro la imitación de su ejemplo, el vivir de su Vida, el andar por su camino!

No hermanos, no. No necesitamos hacer grandes cosas para seguir de cerca a nuestro Maestro. Nada de multiplicar panes, nada de resucitar muertos, nada de anunciar mensajes escalofriantes… Sed ingenuamente sencillos, como saben serlo los niños pequeños, que no saben más que de confiar, de descansar, de vivir santamente despreocupados.

Es conmovedor en extremo, y meditamos poco por desgracia en ello, que de la vida portentosa que el Señor nos quiso legar en su Evangelio, solo quiso ponerse como ejemplo, en el imitar su sencillez y su humildad: “Aprended a ser sencillos y humildes como Yo”.

Y por si esas sus palabras pudieran ofrecer alguna duda, bien se encargó de aclararlas de manera que nunca jamás pudieran ofrecer el menor género de duda: “Si no os hacéis como niños pequeños no entraréis en el Reino de los Cielos”.

Qué obsesión, sobre todo en estos días de nuestra Resurrección con Cristo, qué obsesión, digo, por vivir, y más vivir, de la Vida de Jesucristo. Vivimos sanamente obsesionados con estos ideales divinos. Y a trueque de hacerlos realidad en nosotros estamos dispuestos a rompernos la cabeza. Qué se yo qué no diéramos por conseguir todo eso…

Y nos olvidamos de lo único que nos exigen y está, en todo momento, al alcance de nuestras pecadoras manos: ser sencillos como los niños pequeños y como ellos confiar, confiar, confiar…

¿Qué preocupación siente un pequeño, por más seguro que se cierna el horizonte sobre él? ¿Qué falta a ese pequeño, a pesar de su despreocupación?

Tiene unos padres que cuidan de él… ¡Ya puede!

Y nosotros tenemos un Jesucristo que cuida de nosotros… ¡Qué no podremos!

Jesús, Vida mía; enséñame a vivir esos caminos de sencillez, de confianza total, de abandono completo en Ti, que tan en derechura llevan a esas cristalinas fuentes de la Vida de la que tan sedientes vivimos, después de nuestra resurrección a la Vida.

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