¿También al enemigo?

Domingo VII del TO. Ciclo A

Por: Maricarmen Martín. Vita et Pax. Madrid.

Pero qué cosas nos dice Jesús. ¿Se habrá vuelto loco? Nos dice que amemos al enemigo, a esa persona que nos ha hecho mal, que ha conspirado contra nosotros, que aún nos duele solo con recordarlo… ¿Es posible? Este mandato va contra corriente, lo más natural es que al enemigo “cruz y raya”. Pues bien, hasta aquí llega el amor cristiano.

Jesús sabe que estamos en un mundo dominado por la enemistad, el odio, la maldición y la mentira, un mundo de violencia donde cada uno intenta imponerse a los demás mediante la opresión física, económica, psicológica, moral… ¡Es así, y aquí vivimos! Pero sobre la ley del mundo que acude a la violencia, incluso a la violencia legal, elevó Jesús su principio de pacificación por amor a los enemigos. Él no se limitó a querer, sino que también nos enseñó cómo hacerlo y nos lo mandó.

Cuando Jesús habla del amor al enemigo, no está pensando en un sentimiento de afecto o de cariño hacia él o ella, menos aún en una entrega apasionada, sino en una relación profundamente humana, de interés positivo sobre esa persona, de desear el bien para ella. El amor cristiano descubre y respeta la dignidad del propio enemigo, por muy desfigurada que pueda aparecer ante nuestros ojos. No adopta ante él una postura excluyente de maldición, sino una actitud positiva de interés real por su bien.

Amar a los enemigos no significa tolerar las injusticias y retirarse de la lucha contra el mal. No. Lo que Jesús nos enseña es que no se lucha contra el mal cuando se destruye a las personas. Hay que combatir el mal, pero sin buscar la destrucción del adversario o adversaria.

Y ante “el ojo por ojo”, Jesús ha propuesto una renuncia creadora que se expresa en tres gestos: no responder a una violencia con otra, poner la otra mejilla, es decir, quedar en manos de los que te hieren; no impedir el robo con otras violencias, ni siquiera acudir a los tribunales; ser generosas con aquellos que nos piden algo, no exigiéndolo de nuevo. Estos gestos implican mucha honestidad y desprendimiento.

No es fácil todo esto, al contrario, es muy difícil humanamente hablando, pero Jesús no quiso lograr unas paces pasajeras, sino hacer la paz creando comunidades reconciliadas en medio de una tierra dominada en su conjunto por la violencia. Su proyecto implicaba una ruptura, no para destruir a algunos, sino para construir entre todos una comunión de paz.

Esta es la alternativa cristiana, esta es la aportación que el cristianismo puede introducir en nuestra sociedad convulsionada y vengativa. Esto lo podemos hacer tú y yo, hoy, aquí y ahora. Porque la convicción profunda de Jesús es cierta. Al mal no se le puede vencer a base de odio y violencia. Al mal se le vence solo con el bien, si no, se establece una espiral de violencia que en vez de disminuir aumenta.

La vida entera de Jesús es una llamada a resolver los problemas de la humanidad por caminos no violentos. La violencia tiende siempre a destruir; pretende solucionar los problemas de la convivencia arrasando al que considera enemigo, pero no hace sino poner en marcha una reacción en cadena que no tiene fin. Jesús inició un camino de paz desde los más pobres, superando el enfrentamiento que regulaba la vida de las familias y grupos de su tiempo en Galilea. De esa forma comenzó su marcha desde abajo, invitando a formar parte de su nueva familia, de personas unidas por el Reino de Dios.

Seguir a Jesús, por tanto, significa cambiar radicalmente de sentido, entrar en un nuevo dinamismo, afrontar las situaciones de forma distinta. O somos o no somos de su familia. Amar al enemigo no es una opción entre otras. Es una obligación sagrada para todos y todas. La paz, por su parte, es el último y gran regalo que Jesús nos hace (Jn 14,27). Nos la da en el siglo XXI del mismo modo que la dio a los hombres y mujeres que se encontraban con Él en el momento de su ascensión. A nosotras nos toca decidir qué hacemos.

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