Una casa para Dios

32º  Domingo del  T.O. Ciclo A

Por: M.Carmen Martín Gavillero. Vita et Pax. Ciudad Real

La liturgia de este domingo celebra la Dedicación de la Basílica de Letrán y, sin quitarle importancia a esta fiesta, no queremos olvidar la basílica que somos cada persona, ese espacio sagrado en el que habita Dios. Con buena intención la mayoría de las veces los seres humanos hemos tenido la pretensión de construirle a Dios una casa y encerrarlo allí.

También los cristianos, a quienes se nos ha dejado bien claro que no hay otro templo para el Dios de Abraham y de Jesús que el ámbito más sagrado de un corazón sincero, hemos querido encerrar a Dios en un templo, tenerlo allí a buen recaudo e ir a visitarlo en algunos momentos puntuales de nuestra vida. Es una pretensión bastante inútil, porque el Señor tiene el gran templo de la creación entera para habitar a sus anchas, y el no menos grande del corazón humano, donde se mudó hace rato.

Y es que el Dios bíblico, el Dios de Jesús se hace cercano y familiar. Es el Dios “de casa”, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob. Ese es el apelativo con el que se le nombra desde el Horeb. Es el amigo de Abraham y de Sara, nómadas que buscan en él su verdadera casa, y por eso viven en tiendas. Es el Dios apegado a una familia que va re-creando sus tradiciones y orientando sus inquietudes, es un Dios que los visita, los atiende y les procura bendiciones.

También es el Dios de la zarza, que baja de las alturas inaccesibles del Sinaí porque ha escuchado el clamor de los esclavos y ha visto sus sufrimientos; el que se hace cargo de su liberación y quiere mover el corazón de un hombre para que los saque de la tierra de la opresión.

Es el Dios que se deja atraer por lo más débil. Se crea un pequeño pueblo de pobres y se vincula con ellos en un pacto recíproco de protección. El Dios que les hace nacer a una mutua pertenencia: vosotros seréis mi pueblo, yo seré vuestro Dios. Es el Dios que se acerca a proteger al huérfano desvalido, que se ocupa de la viuda y del extranjero…

Y después de muchos años, Dios se hace infinitamente más cercano, se hace uno de nosotros en la persona de Jesús y nos enseña que el corazón humano es la tienda donde quiere habitar y sentirse como en su casa. El Dios del Reino se vino a vivir a nuestra casa. No es un extraño, es uno de los nuestros, con quien se puede establecer una relación de amistad, que nos invita a entrar en su intimidad y nos ofrece un estilo de vida y una tarea apasionante.

Desde el principio hasta el final de su vida, la presencia de Jesús en nuestro mundo cambia radicalmente la manera de ver dónde y cómo habita la divinidad. Sus padres tienen que refugiarse en un establo, porque no había para ellos lugar en la posada cuando vino a este mundo. Los primeros meses de su existencia los pasó en una casa ajena, la de Isabel, adonde su madre María le llevó en un viaje apresurado. Fue acogido en la casa de José, no sin vacilaciones.

Cuando crece, es un hombre de paso que recorre los caminos de Palestina sin bastón ni sandalias, pero que sabe hacer de la hospitalidad y la mesa compartida y abundante un lugar de encuentro con pecadores, de acogida y de perdón incondicional. Hombre desinstalado y sin lugar donde reclinar la cabeza, hace de sus discípulos y amigos su propia familia, y lo confesó abiertamente. La exigencia de dejar casas, familias y posesiones está presente en todos los momentos en los que  decide buscar compañeros y compañeras para su misión. Y demuestra, con creces, que el Reinado de Dios quiere una actitud de itinerancia y disponibilidad.

Y, además, este hombre tan libre y sin hogar sabe crear los lazos de una familia más fuerte que la de la sangre. Se empeña en hacernos ver que la red de amistad y comunión es el secreto del arraigo. Que volver a casa no significa volver a lo de antes, sino más bien empezar de nuevo a construir las relaciones. Unas relaciones de fraternidad y sororidad para toda la humanidad. Esa es su casa.

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