Carne soy y de carne te quiero

de carne te quiero

Por: Maricarmen Martin

A Jesús de Nazareth, el hombre que pasó haciendo el bien (Hch 10,8), la fiesta que celebramos hoy lo confiesa como “Rey del Universo”. Un rey que, según el Evangelio de Mateo, se “encarna”, es decir, se hace carne plenamente en las víctimas y las personas más sufrientes de la tierra. Un rey que habla un lenguaje muy humano y de cosas tan concretas y corrientes como “dar de comer”, “vestir”, “hospedar”, “visitar”, “acudir”…

“De carne te quiero”, el único Dios que merece ser creído y querido es aquel que sale a nuestro encuentro, nos abraza y nos llena de besos. Nuestro Dios no apabulla, no es estridente, no invade, sino que nos espera siempre en cada esquina de la vida porque cuenta con nosotras. Un Dios que se hace carne frágil como yo. Somos de carne, y en la carne se sufre y se goza. La carne nos lleva a hablar del hambre, sed, cárcel, desnudez, enfermedad… a esas personas y realidades vino este “Rey del Universo” y no vino sin nada sino con su respectivo programa de gobierno: dar de comer, dar de beber, visitar, vestir, cuidar…

Este rey no actúa sólo, al contrario, nos invita permanentemente a encarnarnos como él. Por eso, es urgente volver a dar a nuestra fe carne y sangre. Dar carne y sangre, encarnar nuestra fe, es volver a redescubrir la vida, la realidad como lugar de experiencia del Dios vivo y compasivo que se revela en Jesús. La compasión tiene que ver con las entrañas, con el conmoverse por dentro y una persona se conmueve en la medida en que se deja afectar, en la medida en que no es indiferente ante lo que acontece alrededor suyo.

No es lo mismo estar en la barrera mirando la plaza que bajar a ella. Son dos modos radicalmente distintos de percibir la realidad: como espectadoras o como mujeres y hombres implicadas en la vida. Nuestra cultura favorece estar de espectadoras, estar conectadas pasivamente a la “red” o a la televisión.  Nunca hemos estado tanto tiempo delante de la pantalla como ahora. Nuestra cultura favorece estar de oyentes, pero sin ver el rostro de la persona que me habla y, si consigo verla, es otra vez por medio de la pantalla.

Encarnar nuestra fe nos hace estar atentas a la huida y el repliegue ante la realidad adversa y dolorida. La trampa consiste en que se nos escape la realidad concreta, cutre, feliz, apasionante, desoladora, muchas veces, que es la vida de los hombres y mujeres con los que vivimos, sentimos, gozamos y padecemos. Se nos impone mucha lucidez para no evadirnos en lo global y perdernos lo concreto. No tenemos derecho a convertirnos en espectadoras de este mundo roto, sino que tenemos que estar en él para seguir visitando, curando, aliviando, y soportando los porqués. Este soportar es más digno y santo que el sarcasmo y el cinismo o que el repliegue a la pura interioridad.

Encarnar nuestra fe es acoger la realidad, abrir las puertas para que siga entrando lo distinto, lo otro, lo que nos puede alterar y sacar de nuestras propias convicciones, estabilidades, rutinas, miedos y construcciones ideológicas interesadas. Se trata de persuadirnos de que la vida y la realidad no están cerradas, tienen futuro, pueden dar más de sí, si nos implicamos y nos arriesgamos.

Encarnar nuestra fe supone interrogarnos desde dónde y cómo percibimos la realidad. No cabe una neutralidad ingenua, diciendo que no se quiere “meter en política”. De una manera o de otra, con nuestras actuaciones o con nuestra pasividad, todos y todas hacemos política. Por eso no se trata de decidir si haremos política o no, sino de plantearnos a favor de quién haremos política. Se trata de ejercitar el derecho al voto para elegir a nuestros representantes democráticos de manera responsable y madura, poniendo en el centro de los programas electorales a los mismos que puso Jesús, Rey del Universo.

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