El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío

Renuncia a tus bienes

Domingo 23 del T.O., Ciclo C

Por: Julián Valverde. Presbítero Diócesis de Ciudad Real.

La mayoría vivimos un cristianismo tan acomodado que hay pasajes del Evangelio que preferimos pasar por alto. El trocito que hoy meditamos es uno de ellos. Sin embargo, no es que pertenezca a la esencia, sino que es la entraña misma de la propuesta cristiana.

Para Cristo no hay ninguna otra prioridad que la realización del Plan de su Padre, que lo ha enviado. No ha venido a ser servido, sino a servir (Mt 20, 28). Ha sido enviado para traer “la buena nueva a los pobres, anunciar la libertad a los cautivos, a dar vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y proclamar la llegada del Reinado de Dios ( Lc 4,18). Ha venido para que tengamos vida abundante (Jn 10,10). No tiene otra prioridad, ni otra tarea. “Mi comida es hacer la voluntad del  que me envió y completar su obra” (Jn 4,14).

Cristo se identifica con su misión. Nada cabe delante ni familia, ni amistades, ni prestigio, ni poder,  ni cualquier tipo de bienes personales, ni la propia vida.  “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42)

Cuando Cristo nos llama, nos invita a esto. “Buscad el Reino de Dios y su justicia y lo demás vendrá por añadidura” (Mt 6,32). Nos invita a asumir la prioridad del Reino de Dios, que es amor, donación sin pago y universal. No es que ponga como condición que el discípulo sea pobre, se aleje de la familia o niegue su individualidad. Es que la opción por el Reino supone subordinarlo todo y a sí mismo al Plan del Padre. Ser discípulo conlleva la determinación de vivir, como Jesús, para la realización del mundo de fraternidad y sororidad, de compasión y justicia, de autenticidad y libertad que Dios sueña y quiere.

A diario experimentamos el terrible dolor que sufre la mayoría de la gente en este mundo nuestro tan amado por Dios y tan alejado de su plan. No encontraremos muchos sufrimientos colectivos que no sean debidos a los intereses particulares. Aparentemente, -lo que se dice-, todos queremos un mundo mejor, más humano y justo, pero es lógico, -también se dice-, que empecemos por los de cerca: mi familia, mi pueblo, mi partido, mi iglesia, mi comunidad autónoma, mi nación.

¿Es lógico?  En un mundo totalmente desigual en capacidades y recursos, ¿es lógico que el bien común, el mundo humano y justo para todos, se construya empezando cada uno por uno mismo:  mi familia, mi pueblo, mi partido, mi iglesia, mi comunidad autónoma, mi nación?

Aunque nos lo prediquen permanentemente ¿alguien cree en serio que de un individualismo tan feroz, como el que nos domina, puede nacer una convivencia universal pacífica en justicia y libertad?

La alternativa del pueblo mayoritario y de los pobres sería unirse para conseguir el poder e imponer la igualdad. Pero, aunque el proceso sea conveniente y necesario y fuera posible, ¿podremos crear fraternidad a la fuerza? ¿se puede imponer  la libertad?

La propuesta de Cristo es clara: la libertad individual y social sólo puede nacer del amor gratuito y universal. Si las naciones, las iglesias, las familias no subordinan sus particularismos al bien común no puede nacer y crecer la justicia. Si las personas no subordinan sus aspiraciones al bien común, sólo de nombre llamaremos a los colectivos comunidad: comunidad internacional o nacional o autonómica o eclesial o familiar o de regantes.

Por eso Cristo cuando nos llama, nos invita a pensarlo. ¿Es esto lo que quieres? ¿De verdad te interesa el Reinado de Dios? Por encima de ti ¿quieres construir familia? Por encima de la familia ¿quieres construir pueblo? Por encima de tu grupo ¿quieres construir Iglesia? Por encima de la iglesia ¿quieres construir Reino?

Seguir a Cristo no es el deseo, sino el intento de asumir sus opciones, al precio que sea, para traer la buena nueva a los pobres, anunciar la libertad a los cautivos,  dar vista a los ciegos, liberar a los oprimidos y proclamar la llegada del Reinado de Dios.

Un objetivo más allá de nuestras posibilidades. Pero en Cristo somos capaces. Sólo libera y nos libera el amor, cuando Dios lo derrama en nuestros corazones y lo acogemos.

“Sólo así fueron rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada, y la sabiduría los salvó”. (1ª Lectura).

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