La voz

Domingo 15º del T.O. Ciclo C

Por: José Alegre Aragüés. Zaragoza

En el intrincado coro de voces, altavoces y portavoces que nos rodean, hablar de la voz puede evocar la imagen de un cantante soberbio y genial que murió hace unos años o la de otra cantante de color desaparecida hace unos meses o la de alguien cuya voz nos seduce o entusiasma. Pero en el contexto de una publicación religiosa, seguramente, nos evocará a otra de las voces interiores, una de esas que nos tratan de descubrir facetas profundas de nuestro mundo personal o posibilidades pendientes de nuestra vida o anhelos que están a la puerta del tiempo efímero de nuestra existencia esperando su turno para realizarse.

Hablar de la voz es hablar de nuestra voz interior más profunda, aquella que surge de lo más hondo de nosotros expresando lo que somos sin tapujos y convocándonos a un esfuerzo por hacer lo que llevamos dentro sin haberlo sacado todavía. Es la que nos invita y anima a continuar el movimiento de nuestra entraña biológica prolongándola más allá de lo puramente biológico, que es como decir, la voz que el niño escucha en su corazón promoviendo su deseo de crecer y hacerse grande, más allá de lo puramente físico, y que consiste en saber más, controlarse mejor, portarse de un modo más adecuado y vigilar todas sus relaciones de una forma que se mantengan en equilibrio y le den esa especie de satisfacción que los mayores unen con la palabra felicidad, aunque sea solo puntual y temporal.

Hablar de la voz es pensar en ese interior humano que nos constituye como diferentes a todos los demás seres y nos hace sentir la vida como una tarea de la que dependen tantas cosas que necesitamos ser porque, en su ausencia, nos sentimos incompletos, inacabados. Es la experiencia de que el futuro no es ajeno a nosotros sino que formamos parte de él y él de nosotros porque añoramos seguir y ser más de lo que nuestro presente nos manifiesta. Es la experiencia de no poder dejar de soñar y trabajar por alcanzar algo que anhelamos viva e intensamente. Es la obligación porque nos sentimos tan ligados a ella que no podemos romper esa relación exigente sin traicionarnos.

La voz es nuestra conciencia, es decir, nosotros mismos que, por sabernos inacabados y sintiéndonos proyecto, debemos hacer realidad muchas cosas pendientes para alcanzar nuestra plenitud, felicidad o, en lenguaje bíblico, tierra prometida. Es la tensión más subjetiva y universal, más íntima y más común, más propia y más de todos los humanos. Es nuestro propio yo inquieto por ser más yo. «Es la voz que quiere de nosotros lo mejor de nosotros mismos» (Zubiri). Pero es, en aquella dimensión que nos constituye como sujetos personales y humanos, la voz del mismo Dios que se confunde con nosotros y, desde nuestra hondura más sublime, nos llama por nuestro propio nombre a ser nosotros mismos. Esa es nuestra experiencia de la Ley, aquello que nos va indicando cómo ser más en la vida, desde la experiencia propia y de otros.

 

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