Domingo XXXII del TO
Por: Francisco Gijón. Escritor. Alicante
Textos Litúrgicos:
1 Re 17, 10-16
Sal 145
Heb 9, 24-28
Mc 12, 38-44
Marcos rescata un episodio altamente interesante para los tiempos que corren. El Señor advierte a sus discípulos acerca de aquellos que buscan el reconocimiento por parte de los demás con unas apariencias que no se corresponden con la realidad. Actualísimo el tema: en la sociedad del estrés y los estilos de vida –en la Era de la Codicia–, los occidentales nos desvivimos por obtener el pulgar hacia arriba en la red social, por mostrar incluso a los desconocidos una imagen “políticamente correcta” (que luego resulta ser falsa) según los estándares al uso. Hemos hecho de nuestra vida un escaparate, hemos renunciado de mil formas a nuestra privacidad, y lo que es peor, hemos acabado creando un personaje de nosotros mismos.
También ocurre en el templo. A menudo practicamos nuestra religión en base al cumplimiento de una serie de requisitos externos fácilmente identificables que garanticen la aceptación o el reconocimiento social. Los hay que incluso buscan destacar dentro de la comunidad como preclaros ejemplos de ese cumplimiento. Caemos a veces en el terrible error de confundir la práctica religiosa con el photocall, ese lugar que se encuentra a la entrada de los eventos y donde se paran los protagonistas de la cosa para ser reconocidos, admirados y fotografiados.
Jesús nos previene de la tentación de ser esclavos de las apariencias. Y frente a los ostentosos contrapone el ejemplo de la viuda pobre que da de sí lo que tiene. Todo lo que tiene.
Dar lo que se tiene y dar lo que te sobra; dar lo que se es y dar lo que no necesita uno de sí. No solo en dinero, sino en tiempo, vida, amor y todo. Nuestro Dios no nos pide que compartamos lo que nos sobra, sino lo que somos, es decir, lo que tenemos. El Señor quiere que amemos y nos dice cómo. Dios no nos quiere generosos ni solidarios, sino caritativos. Ubi caritas et amor, Deus ibi est.
Es nuestro problema de cada día. El rechazo al inmigrante, el desprecio al distinto, la reducción de los muchos desafíos que plantea la globalización a un puro tema de ideología política. Y luego te enteras de que, según todas las estadísticas y testimonios incluso de los turistas, el país más acogedor del mundo es Pakistán: un lugar en el que, de promedio, la mayor parte de la gente se comparte con los demás. Nos alegramos por el pueblo paquistaní, con el que no tenemos nada que ver. Pero los escribas pensaban lo mismo de la viuda (¿qué tenían que ver con ella?).
Algo está fallando, y mucho, en nuestro interior. No nos hemos equivocado de religión, sino de actitud ante la vida. Se diría que no nos hemos enterado de nada. Los paquistaníes sí. Y la viuda del Evangelio.