VITA ET PAX
Retiro de Adviento 2025
Demos una nueva oportunidad a la esperanza
La esperanza
La esperanza nos convoca con diferentes citas: es un tema recurrente en el Adviento, estamos a punto de finalizar este año jubilar de la esperanza y en nuestra última Asamblea General la esperanza tuvo un lugar privilegiado, por eso, hemos creído muy oportuno dedicarle este tiempo de reflexión y oración.
El pueblo que vivía en tinieblas vio una gran luz (Is 9,2). Pareciera que vivimos en un mundo en tinieblas: guerras y genocidios que no cesan, personas y pueblos condenados a morir de hambre, la violencia contra las mujeres, políticas de terror, la corrupción, la pérdida de credibilidad de las instituciones, incluida la Iglesia, diversas situaciones personales de enfermedad repetida, paro, separaciones… Los grandes deseos, los bellos ideales se adormecen; el desencanto, el cansancio, la desilusión, la indiferencia… se cuelan en nuestro interior. De ahí que la pregunta sea pertinente: ¿tenemos razones para la esperanza hoy? ¿realmente en nuestras tinieblas es posible ver una gran luz?
El Adviento es tiempo propicio para llamar suavemente a la esperanza, para que vuelva a descongelar el duro corazón que dice que no hay nada que hacer, que todo seguirá igual o peor, que la noche sigue siendo el escenario de nuestra vida. Adviento es tiempo para volver a la esperanza, con realismo, con humildad, con el anhelo que brota de un rescoldo del que vuelve a surgir una llamita, temblorosa y tenaz.
Cada Adviento que llama a nuestra puerta es una nueva oportunidad a la esperanza. Si la desaprovechamos, vendrá otra vez a nosotras, pero nos habremos perdido la de este año. Y no estamos para muchas pérdidas.
La esperanza humana
a) ¿Qué es la esperanza?
El ser humano es un ser que espera. La esperanza es esa energía, ese dinamismo que, en los momentos de más dificultad, te ayuda para poder resistir y mirar hacia adelante. Por tantos problemas y crisis, la vida, a veces se ha reducido a sobrevivir o, en otros casos, a consumir. Los consumidores no tienen esperanzas, lo único que tienen son deseos y necesidades.
Tener esperanza es mucho más que aguardar pasivamente y desear. La esperanza es activa, nos inspira para la actividad que aún está por hacer. Renueva nuestro actuar. La esperanza despliega todo un horizonte de sentido capaz de alentar a la vida. Ella nos regala el futuro.
En medio de tanta tiniebla, la esperanza no es creer que el mundo tiene arreglo, sino que tiene sentido luchar para que lo tenga o, lo que es lo mismo, la esperanza no es la convicción de que las cosas saldrán bien, sino la certidumbre de que algo tiene sentido, sin importar el resultado final.
La esperanza no es el optimismo. No es lo mismo “yo espero” que “todo se arreglará” con que suele expresarse el optimista. El optimismo es siempre superficial. La esperanza supone una implicación personal en el proceso que la determina.
La esperanza no es contraria a la verdad. Cuando poseemos información sobre cualquier mal parece que es mejor no decirlo para mantener la esperanza, pero esto no es así. Verdad y esperanza pueden convivir. Ante un futuro de sufrimiento lo mejor no es callar ni mentir, al contrario, refuerza la esperanza nombrar lo que nos pasa, acoger el propio miedo, sentir la confianza en las otras, compartir las desesperanzas de unas y otras, intuir las diversas posibilidades…
También en la soledad con una misma hay esperanza. Aunque, a veces, pensemos que no es así, tenemos soportes donde apoyarnos en nosotras mismas y no hundirnos: en el corazón, en nuestra historia, en nuestro arrojo, en la propia experiencia de Dios…
b) ¿Cómo infundir esperanza?
Infundir esperanza es, ante todo, ofrecerse a sí misma a quien se encuentre en una situación de sufrimiento para que pueda apoyarse, para que pueda sostenerse en ti. Ser alguien con quien pueden compartir los miedos y las ilusiones, eso es infundir esperanza.
En tiempos difíciles surgen las personas que se dejan absorber por la oscuridad y la incrementan, generando inseguridad, agresividad y desánimo, mostrando egoísmo y cobardía. Y surgen también las personas buenas, las guías, las compasivas que, a pesar de su fragilidad, multiplican la solidaridad y los esfuerzos ante los males.
No se puede forzar a nadie a tener esperanza, pero se puede ayudar a una persona a descubrirla y sostenerla. La esperanza es la motivación para la persona que está mal y también para la que intenta ayudar. Esperanza y desesperanza son contagiosas.
c) El ancla, símbolo de la esperanza
El ancla era considerada la última salvaguarda del marino en la tempestad, por lo cual se la asociaba con la esperanza, que queda como sostén ante las dificultades de la vida.
El ancla fue usado para expresar no solo lo que significa mantener una embarcación fija en el mar, sino como símbolo de la esperanza y de la salvación. El ancla es un peso que retiene el barco, símbolo de firmeza, solidez, tranquilidad y fidelidad. En medio de la movilidad del mar, como en medio de las crisis y el sufrimiento de la vida, el ancla -la esperanza- es lo que fija, asegura para no ir a la deriva.
d) El contacto corporal, dador de esperanza
Tocar a otra persona puede ser una agresión cuando la hieres, cuando es fruto de la violencia, cuando es impuesto. Pero tocar es también comunicarse afecto íntimo y gozoso. El contacto nos acerca y nos hace aparecer tal como somos ante la otra persona. Nos comunica y, a la vez, nos despoja de la máscara que permite la distancia.
El silencio con un apretón de manos significan: estoy contigo, no tengo palabras pero comparto tu dolor. Coger la mano, una caricia, un fuerte abrazo… no se los lleva el viento. Pesan más que las palabras. Nuestras manos son capaces de hacer cosas admirables, pueden ser anclas para otras.
Reflexión personal para compartir:
¿Cómo es mi carácter: habitualmente soy una persona de esperanza o de desesperanza?
La esperanza cristiana
La esperanza cristiana es lo que la Iglesia denomina una de las tres virtudes teologales. Teologales significa que están conectadas con Dios y nos dicen algo sobre Dios. La fe, la esperanza y la caridad expresan la esencia de la vida cristiana. La esperanza cristiana se basa en lo que Dios nos ha prometido: que nos ama infinitamente, que le pertenecemos, que somos suyas y somos su imagen, al igual que todos los pueblos y toda la creación, que nuestro destino es conocer la vida abundante tanto ahora como en la Vida Eterna.
En el cristianismo, el ancla se convirtió en símbolo de Cristo mismo que puede evitar el naufragio de la persona o comunidad. Así lo afirma la Carta a los Hebreos: “para que nos veamos más poderosamente animados … asiéndonos a la esperanza propuesta, que nosotros tenemos como segura y sólida ancla de nuestra alma” (Hb 6,18-19). Y San Pablo lo reafirma: “Justificados por la fe … nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. … y la esperanza no defrauda porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,1-2.5). El Espíritu Santo, la Ruah, es quien irradia en las personas creyentes la luz de la esperanza y la mantiene encendida como una llama que nunca se apaga, para dar apoyo y vigor a nuestra vida.
La imagen del ancla es sugestiva para comprender la estabilidad y la seguridad que poseemos si nuestro centro es Jesús. Jesús es nuestro ancla, quien nos da seguridad aún en medio de las aguas agitadas de la vida. Las tempestades nunca podrán prevalecer porque estamos ancladas en la esperanza de la Gracia, que nos hace capaces de vivir en Cristo.
Sin duda, hacer frente al fracaso, al cansancio, a la inutilidad inmediata de tanto esfuerzo y entrega es lo duro de la esperanza. Lo contrario de la esperanza es la desesperanza que es el fruto amargo de la falta de confianza en Dios y en la capacidad salvadora de su amor.
La esperanza es un don que se recibe, porque el Dios de Jesús camina con nosotras en nuestra historia sin apearse de ella y sin abandonarnos, por densos y oscuros que sean los acontecimientos que atravesemos.
Esta esperanza, mucho más grande que las satisfacciones de cada día o que las mejoras de las condiciones de vida, nos transporta más allá de las dificultades y nos anima a caminar sin perder de vista la grandeza de la meta a la que hemos sido llamadas: la Vida Eterna.
Reflexión personal para compartir:
¿Tengo experiencia de que realmente Jesús es el ‘ancla’ que me da seguridad y estabilidad en mi vida cotidiana? Concreto cuándo, cómo…
La Vida Eterna
Creo en la Vida Eterna, así recitamos en el Credo, esta es nuestra fe y la esperanza cristiana encuentra en estas palabras una base fundamental. La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos a la Vida Eterna como felicidad nuestra.
Como creyentes, en virtud de la esperanza en la que hemos sido salvadas, tenemos la certeza de que la historia de la humanidad y la de cada una de nosotras no se dirigen hacia el abismo, sino que se orientan al encuentro con nuestro Amigo Jesucristo.
La esperanza cristiana consiste precisamente en esto: ante la muerte, donde parece que todo acaba, se recibe la certeza de que, gracias a Cristo, a su Gracia, que nos ha sido comunicada en el Bautismo, la vida no termina, sino que se transforma para siempre. En el Bautismo, sepultadas con Cristo, recibimos en Él, resucitado, el don de una vida nueva, que derriba el muro de la muerte, haciendo de ella un pasaje hacia la eternidad.
Esto no nos impedirá sentir el dolor por la separación de nuestros seres queridos o el temor ante nuestra propia muerte pero lo podremos vivir desde la fe y la paz en la resurrección (Rm 8,38.39).
Reflexión personal para compartir:
¿Qué pienso de la vida eterna? ¿Cómo afronto la muerte y mi propia muerte?
Yo doy una nueva oportunidad a la esperanza
La raíz última de nuestra esperanza se fundamenta en la proximidad de Dios amoroso hacia el ser humano. La esperanza no depende entonces de los datos de la realidad, sino que es más bien la realidad la que depende de nuestra esperanza. La esperanza que brota de la mañana de Pascua es una esperanza enlutada, que no es ingenua, porque emerge de un cuerpo partido y repartido, no para legitimar las cruces del mundo, sino para ponerse en el lugar de los crucificados y crucificadas y acabar con ellas.
En este Adviento 2025 somos invitadas a dar una nueva oportunidad a la esperanza, el propio Adviento nos ofrece señales para orientarnos:
- Volver a experiencias de “amor primero”: la esperanza se enraíza en situaciones básicas de nuestra vida. Los amores primeros son, con frecuencia, amores decisivos, tanto en el plano afectivo como existencial. Las experiencias primeras, incluidas las de nuestra vocación, están marcadas, muchas de ellas, por fuertes aportes de entrega, radicalidad, entusiasmo, utopía, búsqueda… Volver a esa experiencia, pero teniendo el cuidado de situarla en el contexto actual, devuelve a nuestras vidas un color luminoso que repele la oscuridad.
- Entender la identidad como reciprocidad: la manera común de pensar la identidad es por vía de oposición: yo, mi pueblo, mi país es lo que es por oposición a lo que es el otro u otra, a quien, con frecuencia, considero como contrario. Este esquema de identidad por oposición sigue todavía vigente. Pero podemos pensar la identidad por vía de la reciprocidad: somos diferentes y tú me aportas y yo te aporto, no como comercio ni retribución sino como puesta en común de los dones que todo el mundo ha recibido. Es decir, vivir las diferentes identidades como riqueza, no como amenaza. La identidad que brota de la reciprocidad es fuente de esperanza porque no entiende a la otra persona como adversaria sino como quien me completa, me engrandece y me enriquece y a quien yo completo, engrandezco y enriquezco.
- Convivir en igualdad no sólo tolerar: nuestra sociedad e Iglesia son lentas a la hora de afrontar, por ejemplo, el fenómeno migratorio. Se continúa desde hace años en una fase de ayuda-caridad-tolerancia que no hace sino aplazar el problema de la simple convivencia de personas y culturas diversas. Desde la identidad entendida como reciprocidad, se abandona el concepto de tolerancia, porque tiene un cierto sabor de superioridad, y es reemplazado sencillamente por el de convivencia en igualdad. Esta convivencia humana en igualdad, desde la diversidad, es motor de esperanza.
- Cuidar como forma de vida: convivir en igualdad cuidando a la otra persona, incluso ser cuidada, es un ideal de vida generador de esperanza. Un pensador dice que: “Cuidar es más que un acto; es una actitud. Por lo tanto abarca más que un momento de atención, de celo y de desvelo. Representa una actitud de ocupación, de preocupación, de responsabilización y de compromiso efectivo con el otro”. La falta de cuidado desemboca en la desesperanza y, al contrario, un mayor nivel de cuidado en nuestro mundo supone un nivel mayor de esperanza. El cuidado abarca también el cuidado de la naturaleza que nos rodea, del propio cuerpo, de nuestro interior…
- Gozar al ver crecer a la otra, al otro: a veces, sobre todo, quienes pertenecemos a instituciones podemos sentir el desánimo por la falta de nuevas vocaciones. Pero eso no ha de nublarnos la esperanza de ver crecer a las personas: florecemos en otros países, conocemos compañeras que evolucionan de manera admirable, tenemos hijos que maduran con responsabilidad, hay emigrantes que prosperan… Es un manantial inagotable de esperanza saber descubrir y gozar con lo que Dios hace en cada persona.
- La esperanza de ‘andar por casa’: cuando reflexionamos entre nosotras sobre la esperanza ya estamos construyendo un camino esperanzado; cuando intentamos sacudirnos el yugo pesado de la negatividad y la queja ya estamos irradiando esperanza en nuestro entorno; cuando pronunciamos palabras de contenido esperanzador ya colaboramos con un futuro mejor; cuando aportamos un grano de esperanza a la vida de alguien que lo pasa mal, somos sembradoras de esperanza…
Carmen Martín


