Domingo Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo
Por: Francisco Gijón. Escritor. Alicante
Textos Litúrgicos:
Gen 14, 18-20
Sal 109
1Cor 11, 23-26
Secuencia
Lc 9, 11-17
“No He Venido A Derogar La Ley
Sino A Darle Cumplimiento” (Mt. 5:17).
Cuando todavía estábamos en las cavernas, hace decenas de miles de años, ya éramos autoconscientes. Y como individuos que se saben seres perecederos en relación con el Universo y sus verdades, se desarrolló en nosotros un sentimiento de trascendencia que quedó plasmado en el Arte.
De manera infusa supimos que debían existir verdades eternas que nos trascendían y superaban, que no controlábamos pero que sabíamos que estaban ahí fuera; y las plasmamos a nuestro modo en forma de símbolos y rituales a los que dotamos de un significado reverencial porque a su través tratábamos de conseguir un anhelo atávico: conectar el alma humana con la divinidad que intuíamos.
Fue así como desarrollamos los arquetipos: trozos de vida, imágenes que conectaban con nosotros por el puente de las emociones. Uno fue el símbolo, condensador de verdades eternas que normalmente no son fácilmente comprensibles porque, al llegar del inconsciente, son abstractas y elevadas. El símbolo fue la herramienta a través de la cual desarrollamos el ritual religioso para entrar en comunión con la divinidad.
Dios nos invitaba a participar de estos actos simbólicos porque ese es su lenguaje: el lenguaje de la Creación es el simbolismo, que une lo material con su significado superior. [Por cierto, que “comunión” viene del hebreo. Proviene de la raíz Chabar, que se usaba para expresar ideas como casa común o compartida, y la raíz griega Koin, que significa unión. Esta palabra pasó al griego como Koinonía, que es la que usa Pablo de Tarso en sus escritos]. Así, la Eucaristía es, en principio, un ritual comunitario a través de una participación simbólica por medio de la cual logramos la unión física con Cristo.
Toda religión está compuesta de ritos purificatorios y de elementos catárticos. Un factor común a toda época, lugar y credo es el temor universal a la impureza (míasma) y el deseo de purificación ritual (Katharsis). Junto a este temor y deseo reina la idea de enfermedad como castigo divino, manifestado en términos como el asirio Shertu, que significa simultáneamente dolencia, castigo y cólera divina. Los judíos pensaban que la enfermedad era un castigo de Dios, incluso por los pecados de los ancestros (y lo mismo la fortuna y la pobreza).
En correspondencia con el principio de la enfermedad-castigo y la oposición pureza-impureza aparece la institución religiosa del sacrificio (del latín sacrum facere: hacer divino, darle una dimensión sagrada a algo). El sacrificio (símbolo) es la transmisión de ofrendas de seres humanos hacia Dios. Es dar lo humano a lo divino con un fin comunicativo.
Siempre hubo dos tipos de sacrificios. Está el expiatorio (para expiar culpas y pecados); y está el banquete sacramental, que concibe el sacrificio como un acto de participación que no sólo establece un nexo entre lo profano y lo sagrado, sino una mayor unidad entre los miembros del grupo (una comunión). La relación entre el hombre y Dios puede ser un acto de miedo y también un acto de esperanza. El primero irá marcado por la proyección paranoica (del griego paránoia: Para: al lado, más allá; Nóos: de la mente). En el segundo caso viene marcado por la fiesta y la reconciliación.
La Eucaristía combina la rememoración del tormento infligido a un chivo expiatorio que se concibe como sacrificio (el del Cordero de Dios) con el Ágape de pan y vino, siguiendo un esquema muy anterior en el área mediterránea —ahí tenemos el culto a Perséfone (vinculado a los cereales) y Dioniso (ligado al vino) que se funden como banquete de pan y vino como se hacía anteriormente en los cultos de Attis y Mitra.
Ahora bien, el mandato de Jesús al instituir la Eucaristía en la Última Cena es que el rito “en memoria mía” sea de ágape-comunión y no de sacrificio (ya dijo el salmista y algún que otro profeta del A. Testamento que Dios no quería más sangre derramada). “Este pan es mi cuerpo, este vino mi sangre”: habrá sacrificio, el último y definitivo, pero convertidlo en un ágape. Jesús nos invita a olvidar el rito expiatorio porque él será el último sacrificado.
Tenemos, pues, que, en la institución de la Eucaristía, Jesús responde al Hombre, Dios se comunica directamente con su ser creado, para decirle que no estaba equivocado, que efectivamente hay una comunicación entre ambos y que la forma correcta de esa comunicación-comunión es la que Él establece como vehículo perfecto para que exista una relación directa y para siempre… hasta que seamos llamados al otro Banquete, el celestial. Se da así la confirmación del sentimiento atávico, perfección al ritual y maestría al símbolo (que se vuelven sagrados de verdad), así como cumplimiento a la Ley, que se hace orden. No hay nada sobre la faz de la Tierra que pueda ya superar a la Eucaristía.