Retiro Adviento 2024
Por: M. Carmen Martín. I.S. Vita et Pax. Madrid
¡Tan Frágiles y Tan Amadas!
Este título está inspirado en el de un libro que encontré al azar. ‘Tan frágiles y tan amadas’ expresa una realidad muy cierta y sugerente, a su vez, manifiesta bien lo que celebramos en Navidad, por eso, puede ayudarnos a vivir bien el Adviento. Nos invita a tomar conciencia de nuestras fragilidades y, con todo, experimentar cómo el amor de Dios se desborda gratuitamente sobre cada una y sobre la humanidad entera. Más allá de nuestras limitaciones, incoherencias, debilidades y, a veces, hasta malicias, somos amadas incondicionalmente por Dios, de tal manera, que nos regala lo mejor que posee, su Hijo (Jn 3,16).
¡Somos tan frágiles!
De acuerdo con el diccionario etimológico, el término fragilidad proviene del latín fragilis, que significa quebrar o romper. Aun cuando sabemos que nacemos y morimos en un momento determinado y, por lo mismo, que somos limitadas, muchas veces en el correr de los días, sobre todo cuando somos jóvenes y sentimos el impulso de nuestra vitalidad, olvidamos esta certeza existencial. Sin embargo, ella, la fragilidad humana, de cuando en cuando hace asomo de presencia y nos invita a detenernos y a mirarla con atención.
Nuestra vida entera está atravesada por la fragilidad. Ésta se manifiesta de forma descarada, en nuestros cuerpos. Claramente podemos descubrir y sentir que son frágiles y se enferman. Se deterioran y consumen con el paso de los años. Son limitados en el espacio y en el tiempo, son propensos a sufrir todo tipo de enfermedades, caídas, hospitalizaciones y/o disminución de la independencia por discapacidad. Al fin y al cabo, el cuerpo es posibilidad, pero también límite. Sin olvidar que en cualquier rincón de la vida, la hermana muerte nos puede visitar.
La memoria merece un capítulo aparte; hace tiempo que la fragilidad se ha apoderado de ella y necesitamos irla fortaleciendo para que no termine de romperse y la perdamos en su totalidad. A lo largo del camino, cuántas metas que no podemos alcanzar, cuántos objetivos que nos superan. Para colmo, los nuevos descubrimientos tecnológicos, las redes sociales, la inteligencia artificial… no paran de progresar y parece que ese tren cada vez se aleja más de nosotras sin posibilidades de subirnos a él.
Nuestro bienestar, nuestro estar bien, contentas con nosotras mismas y con las demás, es sumamente frágil. Una palabra e incluso una mirada de una persona importante para nuestra vida pueden sacudirnos violentamente hasta el punto de perder la paz interior. Un simple imprevisto que nos cambie el programa en nuestro día cotidiano logra que nuestro buen humor desaparezca toda la jornada.
Aunque nos cueste admitirlo, somos frágiles moralmente. Hacemos el mal que no queremos y no el bien que sí queremos. Nos topamos con la fragilidad interna y personal a cada paso. A menudo somos incapaces de ser fieles a la propia palabra y no conseguimos ser sinceras ante nosotras mismas ni ante las demás. Anhelamos de corazón amar como Jesús, de forma incondicional, gratuita y a todas y, sin embargo, cómo nos cuesta desear un sencillo ‘buenos días’ a algunas personas. Con frecuencia, el orgullo o el egoísmo nos dominan.
Se hace patente nuestra fragilidad cuando se revela nuestra fuerza, en forma de violencia y venganza porque nos hemos sentido burladas, engañadas o abusadas. Y por si aún no quisiéramos reconocerlo, nuestra fragilidad se hace evidente cuando experimentamos el miedo que nos paraliza, la angustia que hace aflorar nuestra vulnerabilidad o la inseguridad que nos recuerda que nada es inamovible y para siempre en este mundo.
El universo, la creación entera, también nos recuerda nuestra fragilidad cuando manifiesta su resistencia ante nuestro afán de dominio. Creemos que podemos avasallar la naturaleza y manipular todo cuanto existe. Sin embargo, esa tierra que vemos colocada bajo nuestros pies, de vez en cuando, invoca nuestra precariedad; no sólo tenemos existencia breve sino además insegura, porque en el enfrentamiento con la fuerza de la naturaleza, mucho mayor que la nuestra, ésta puede tranquilamente hacernos perecer.
Y qué decir cuando a finales de diciembre del año 2019, en China, se empezó a divulgar la presencia de un nuevo virus con una alta tasa de contagio y propagación en el mundo, paralizando la vida, el ánimo, la dinámica social… Para el filósofo Javier Gomá la humanidad posee una desproporcionada fragilidad: «Siempre habíamos sabido que la persona individual, hombre o mujer, está expuesta a peligros que pueden hacerla desaparecer en un soplo. Como dicen los dioses griegos, somos hojas caídas de un árbol en otoño que arrastra cualquier viento y desaparecen. Lo nuevo reside, tras la pandemia, en la fragilidad de la humanidad en su conjunto».
Por nuestra condición de seres únicos e irrepetibles, nos posicionamos frente a la fragilidad desde diversos ángulos, por distintas razones y con diferentes respuestas. Están las personas que miran la fragilidad como un desafío a superar y, por lo mismo, se tornan creativas y emprendedoras; es el momento de salir adelante, de poner todo de su parte por superar la adversidad. Hay otras que la miran con desdén; como que a ellas no les pertenece ni afecta y la niegan, lo pasan mal y lo hacen pasar mal. Otras personas se hunden con la fragilidad, no encuentran recursos para superarla y se dejan vencer por ella viviéndose muchas veces como víctimas. Están también quienes la obsequian a otras con expresiones como: eso es cosa de niños, de mujeres, de poco formadas, de raritas… Con todo, es una realidad propia de nuestra condición humana; queramos o no: somos frágiles.
Rezar y compartir: qué fragilidad personal me cuesta asumir más en estos momentos de mi vida y cómo reacciono ante ella.
¡Somos tan amadas!
Nosotras sabemos, lo escuchamos y repetimos a menudo, que el amor de Dios es totalmente gratuito, que lo derrocha a borbotones y que siempre toma la iniciativa. Pero en la práctica, parece que nos cuesta creerlo y nos cuesta aún más vivirlo. No nos es fácil dejarnos amar de manera inmerecida y hasta injusta, a nuestro parecer. Creemos, aunque no lo explicitemos, que hemos de portarnos bien, hacer méritos delante de Dios, para ganar su amor; vemos la salvación como resultado de nuestros esfuerzos, de nuestras capacidades. Sin embargo, Dios está lejos de ser así o de tratarnos como a menudo creemos que merecemos o no merecemos.
¡Dios nos ama! Él es el amigo que ama la vida, nuestra vida (Sab 11,24-26). La gran prueba es que nos ha creado. Si no nos amara, no nos hubiera dado la existencia ni nos mantendría en ella. Nos ama como somos y no como nos gustaría ser o hasta como creemos que tendríamos que ser para agradarle o para agradar a los demás. Dios nos ama en nuestro pecado, en nuestro barro y nunca a pesar de ello. Y nos escoge, no a pesar de nuestra fragilidad sino, precisamente, por ella: “… ha escogido Dios a los débiles del mundo…” (1 Cor 1,26-29).
No hay que dudar ni esconderse del amor de Dios porque su Gracia nos precede. El amor de Dios siempre es primero y nunca segundo: “porque Él nos amó primero” (1 Jn 4,19). Su amor primerea como nos dice el papa Francisco. Y su amor es incondicional. No hay nada que nosotras podamos hacer que mueva a Dios a amarnos menos. Su amor por cada una jamás pasará ni cambiará: “Aunque los montes cambiasen y vacilaran las colinas, no cambiaría mi amor, ni vacilaría mi alianza de paz -dice el Señor que te quiere-” (Is 54,10). Dios nos ama con un amor eterno (Jr 31,3) y nada lo puede cambiar. Es más, Dios viene a buscarnos en nuestros caminos equivocados y se alegra sobremanera cuando nos dejamos encontrar (Lc 15).
El gran objetivo de la encarnación del Hijo es darnos a conocer el amor que Dios nos tiene, guiarnos para creer y vivir en él: “Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree … tenga vida eterna…” (Jn 3,16-17). Jesús, en su oración al Padre, formula el deseo que orientó su vida: “Padre, que el mundo sepa que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,23).
Nuestro Dios es un Dios que salva haciéndose vulnerable. El Verbo se hace carne de nuestra carne, asumiendo nuestra frágil condición histórica, habitando el mundo que está a la intemperie. Nuestro Dios es un Dios herido, crucificado, que muere en la cruz abrazando a la humanidad sufriente y, así dándole vida. “Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre por vosotros para enriqueceros con su pobreza” (2 Cor 8,9). Jesús es el Fuerte que se hace débil para fortalecernos con su debilidad y éste es, en definitiva, el sentido de su vida. El ser y actuar de Jesús solo puede leerse desde la fragilidad. El que se hace compañero -que comparte el mismo pan, que vive la misma condición- de todo ser humano.
Cuando en el bautismo de Jesús Dios habla, no lo hace solo de sí mismo, sino que expresa quién es el Hijo. No dice “yo te amo”, sino: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (cf. Mt 3,17; Lc 3,22). Dios no se limita a revelarse sino a manifestar su amor al Hijo. Y el amor que Jesús experimentó no fue solo para sí mismo. Jesús nos dice: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo” (Jn 15,9). Todo el amor que Jesús recibió y experimentó del Padre, todo ese derroche de amor, es también, y esencialmente, para nosotras.
El propósito de la encarnación es que vivamos lo que realmente somos en Jesús, con Él y como Él: hijas amadas en quien Dios se complace. Cada una de nosotras somos también la hija y el hijo amado por Dios. Las palabras de Dios en el río Jordán son ofrecidas a cada ser humano, independientemente de su fragilidad física, moral, social…: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!…” (1 Jn 3,1-2).
Jesús es el rostro de la misericordia del Padre. Solo Él conoce hasta el fondo nuestro corazón, su fragilidad y a la vez, su deseo de plenitud; y no solo conoce, sino que ama todo lo que somos, de modo que este amor transfigura lo que hay de desfigurado en nosotras y nos posibilita para ser también nosotras rostro de la misericordia del Padre. Este amor no es una invitación a acomodarnos o a resignarnos con nosotras mismas; al contrario, nos da fuerza para ir más allá de nuestras fragilidades.
La mirada misericordiosa de Jesús transforma lo que en nosotras es sentido como obstáculo y lo convierte en apertura para el encuentro con los otros y otras y en cuidado con todas las formas de vida. Sólo un Dios herido puede curarnos y, lo que es más admirable, hacer de nuestra fragilidad presencia de su Gloria en medio del mundo.
Fuimos, somos y seremos muy amadas; pase lo que pase, esto no cambiará nunca de la parte de Dios. Felizmente, esta es la Grande Buena Noticia que Jesús nos viene a traer. Buena Noticia escrita no con tinta, sino con su carne y con su sangre, ratificada en la cruz, corroborada por su resurrección y por el derroche de su Espíritu Santo en nuestros corazones (Rm 5,5).
Rezar y compartir: me contemplo a mí misma como hija bien amada de Dios, en quien se complace, y doy gracias.
La fragilidad, camino de fraternidad
El Papa Francisco nos ofrece una visión positiva de la fragilidad: “Porque la fragilidad es, en realidad, nuestra verdadera riqueza: somos ricos en fragilidad, todos; la verdadera riqueza, que debemos aprender a respetar y acoger porque, cuando se la ofrecemos a Dios, nos hace capaces de ternura, de misericordia y de amor. Ay de las personas que no se sienten frágiles: son duras, dictatoriales. En cambio, las personas que reconocen con humildad sus propias fragilidades son más comprensivas con los demás. La fragilidad —diría— nos hace humanos” (Papa Francisco, 5 enero 2023).
En clave creyente, la fragilidad humana puede ser experimentada como un regalo. Ella invoca dentro de nosotras el aprendizaje, la experiencia y la humildad de nuestro yo. Nos posibilita valorar la existencia de las demás personas como referentes y de quienes dependemos. Nos orienta para aceptar bondadosamente la interdependencia y la necesidad de compartir y cuidar de la casa común. Para esto se aproximó Dios a nuestra historia en Jesús; para participar de nuestra fragilidad e iluminarla.
Nuestra vida, tal como es y no como la imaginamos, es el lugar de nuestra salvación, donde Dios nos espera y se nos revela, y las ‘ilusiones’ que nos formamos no son más que ruido de nuestra infelicidad no asumida. A menudo vivimos inmersas en un mundo imaginario sobre nosotras mismas y las demás, sin ningún fundamento real, deseando ser lo que no somos… sin embargo, el mismísimo Dios tuvo a bien y se glorió en ser miembro de la raza humana, ser uno como nosotras.
El otro, la otra es un ser humano semejante en todo a nosotras. Mirar a la otra tal como es, en la diversidad de las fuerzas que la habitan, entre sombras y luces, solo es posible desde una mirada atenta a nosotras mismas. Alejadas de nosotras mismas no podemos sentirnos cerca de nadie. Sólo desde abajo, desde la tierra de la que estamos hechas, en el reconocimiento de la propia fragilidad, puede ganar cuerpo la fraternidad. No me hago hermana de la otra, sino que me descubro hermana de la otra o del otro. Solo quien se siente profundamente amada en su desnudez puede tener una visión de esperanza para la humanidad.
Asumir la propia fragilidad es uno de los mejores regalos que podemos ofrecer a las demás en este Adviento. Una persona que reconoce su fragilidad y experimenta ser amada incondicionalmente se convierte en una casa abierta para todos los heridos de la vida y encuentra fuerza para sacar su mejor yo. Con su encarnación Jesucristo no solo toma consigo nuestra frágil humanidad, sino que la bendice y la restaura. Y no vamos solas en esta aventura, nos acuerpamos unas a otras: “Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, frágiles y desorientados; impotentes y necesarios, todos llamados a remar juntos” (Papa Francisco).