“Una Danza Eterna De Amor”

Una Danza Eterna De Amor

 

Domingo de la Santísima Trinidad
Por: Ana Cristina Ocaña Argudo. I.S. Servis Trinitatis. Madrid

 

Textos Litúrgicos:

Prov 8, 22-31
Sal 8
Rm 5, 1-5
Jn 16, 12-15

 

“Una Danza Eterna De Amor”

 

Jn 16,12-15: Lo que tiene el Padre es mío; el Espíritu recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará.

En aquellos días, dijo Jesús a sus discípulos:
«Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues no hablará por cuenta propia, sino que hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir.
Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará.
Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará».

Este domingo celebramos el gran misterio de nuestra fe: la Santísima Trinidad. Un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. No se trata de una fórmula complicada, sino de un misterio de amor y comunión. Creer en la Trinidad es creer en un Dios que no es soledad, sino familia. Un Dios que es relación, entrega, ternura.

Como escuchamos en el prefacio de la Misa, al proclamar nuestra fe en este Dios, “adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en dignidad”. ¿Y qué nos dice eso de Dios? Que Dios es Amor. Y donde hay amor verdadero, hay apertura, alegría, vida compartida.

La Trinidad es como una danza eterna de amor, como decían los cristianos de Oriente: perijóresis. Dios danza en un movimiento continuo de entrega y comunión.

El Padre es el Amante, fuente de todo bien, que nos ha creado libres por amor.

El Hijo es el Amado, que nos ha traído la música del amor divino y nos ha mostrado a un Dios que no juzga ni condena, sino que salva.

El Espíritu Santo es el Amor, el que afina nuestros corazones y nos enseña a vivir en fraternidad, comunión y perdón.

En cada Eucaristía, en cada oración, en cada señal de la cruz, invocamos a la Trinidad. Comenzamos y terminamos en su nombre. Es más, toda nuestra vida se hace en su nombre: nacemos por el amor del Padre, somos salvados por el Hijo, y vivimos animados por el Espíritu.

Hacer la señal de la cruz no es un gesto sin sentido. Es una oración silenciosa, una profesión de fe, un acto de entrega. Tocar la frente, los labios, el corazón y el cuerpo, es decir: Señor, que piense como Tú, que hable como Tú, que ame como Tú. Que todo mi ser sea tuyo.

San Pablo nos lo decía con una de las bendiciones más bellas:
“La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con vosotros.” (2 Cor 13,13)

Esta es la vida del cristiano: No estamos hechos para el individualismo ni para vivir aislados. Estamos hechos para comunicar, acoger, comprender y amar. Nuestra fe no es teoría: es relación, es encuentro, es vivir como hijos y hermanos.

Que al mirar a Dios como Trinidad, aprendamos a vivir en clave de amor y entrega. Que entremos en la danza de Dios, en su alegría, en su fiesta. Y que podamos hacer todo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

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