III Domingo de TO
Por: Francisco Gijón. Escritor. Alicante
Textos Litúrgicos:
Neh 8, 2-4. 5-6. 8-10
Sal 18
1Cor 12, 12-30
Lc 1, 1-4; 4, 14-21
“Ya No Hay Vuelta Atrás”
Los galileos eran gentes muy singulares: más generosos, más decididos, más nobles, más sociables y a la vez más fácilmente excitables. La región recibía el nombre de Galilea de los Gentiles porque era lugar de paso de muchos paganos; unos paganos con los que los galileos trataban con soltura, a pesar de considerarlos impuros. Esto hacía que los habitantes de Judea los miraran con desprecio. Y es que en Galilea se daba un terco apego a la tradición y, a la vez, una mayor apertura al contacto con los gentiles. Pero dicho contacto se reducía a la vida práctica.
Los galileos, como el resto de los judíos, despreciaban a los que trataban: se sabían distintos y estaban tan orgullosos como el que más de pertenecer al pueblo elegido. Al mismo tiempo, sentían cierto complejo de inferioridad ante los habitantes de Judea y una especie de temor reverencial hacia sus sacerdotes.
Todo esto hace que la institución de la sinagoga tuviera entre ellos una importancia extraordinaria. El galileo peregrinaba una vez al año a Jerusalén, sí, pero no se sentía del todo a gusto allí; por eso permanecía pocos días. ¿Qué hacer todos los demás sábados del año? Ir a la sinagoga, que era la máxima respuesta a la religiosidad sencilla de la calle. Y es que la sinagoga ocupaba un lugar de primer orden en la vida religiosa de Israel.
No había pueblo, por pequeño que fuera, que no poseyera, mejor o peor, una sinagoga. Los sábados, siete miembros de la comunidad, vestidos con el taliss blanco, se sentaban en una especie de pequeño coro, en torno al armario que guardaba los rollos de la Ley. Comenzaba la reunión con el rezo común de dos bendiciones; se leía después un trozo del Pentateuco en hebreo y un intérprete lo traducía al arameo, la lengua común. Después venía la plegaria de las dieciocho bendiciones, que era recitada por un anciano. A continuación, se hacía la lectura del texto de un profeta. Finalmente venía la bendición tomada del libro de los Números.
Aquella reunión duraba toda la mañana. Los textos sagrados debían escucharse siempre de pie y con la cabeza vuelta hacia Jerusalén. Lo que más alargaba las reuniones eran las explicaciones que seguían a las lecturas.
En este contexto de solemnidad y decoro hay que entender la escena que nos presenta hoy el Evangelio. Jesús es invitado a hacer una lectura. Escoge con toda intención un rollo muy concreto que contiene la profecía que se refiere a Él. Y cuando concluye, sus palaras se nos antojan breves: «Hoy se ha cumplido esta escritura que acabáis de oír». En esa breve frase, el Señor declaraba –ante toda la comunidad– de forma pública, sencilla y solemne su verdadera identidad. Y lo hacía en el último sitio en que nadie hubiera cometido la imprudencia de mentir.
Difícil se me antoja pensar un momento tan intenso como aquel en el que el propio Jesús proclama quién es en el lugar más sagrado y cercano a la gente sencilla. La vida pública de Jesús da comienzo ahí y ya no hay vuelta atrás… hasta hoy.