Abismos de indiferencia

Domingo XXVI   T.O. Ciclo C.

Por: Teodoro Nieto. Burgos.

El evangelio de este domingo es una parábola de Jesús que nos llega a través de la pluma del evangelista Lucas. Siempre es oportuno recordar que  las parábolas evangélicas no son ingenuos cuentos para divertir a niños ni tranquilizantes de conciencias.  Jesús recurre a ellas para  cuestionar la vida de sus oyentes y  desenmascarar sus comportamientos. Son como “espada de dos filos”, que penetran “hasta lo más profundo del ser”, “de los  pensamientos y las intenciones  del corazón” (Heb 4, 12). Y no deja de ser significativo que sea precisamente Lucas, el evangelista de los pobres, quien nos brinde la oportunidad de reflexionar sobre ella.

La parábola de hoy, que parece narrada para los hombres y mujeres de nuestro tiempo, viene a denunciar uno de los mayores males, si no el mayor, de nuestra sociedad: la indiferencia.

Jesús nos habla de un mendigo. No está cubierto de lino ni de púrpura, sino que son  llagas repugnantes su ropaje. Pero tiene nombre propio: Lázaro, que en hebreo significa “Dios es mi ayuda”.  Nos habla también de un hombre rico que, al parecer, lo tiene todo. Y se siente tan “seguro” que no necesita ayuda de Aquel que por esencia  es TODO.  Pero por mucho que tenga el rico, es innominado. En la cultura hebrea, no tener nombre equivalía a no existir. El nombre que la tradición ha dado al rico es Epulón, del latín “epulo”, el que presidía los “epulae” o  grandes banquetes públicos en el Imperio Romano.

La suerte definitiva del pobre y del rico es bien diferente. No se menciona funeral alguno  para el pobre, pero “los ángeles lo llevan al seno de Abrahán”, imagen popular del descanso pleno para el judío piadoso. Cabe suponer, en cambio,  que el rico fuera enterrado con toda pompa fúnebre, pero es llevado al Hades o Seol, el “reino de los muertos”, según la creencia judía en aquel tiempo.

Curioso resulta también el diálogo entre el rico y Abrahám, que  tiene su explicación en otra de las creencias del judaísmo, según la cual los muertos podían hablar entre sí.

Detalles secundarios aparte, lo más importante para los hombres y mujeres de hoy es descubrir claves que  ayuden a comprender y, sobre todo, a responder a los retos que  lanza esta parábola.

Abrahám dice al rico que entre la morada de los justos y el reino de los muertos se abre un abismo infranqueable. Pero ¿quién creó ese abismo sino el rico que en vida miró con indiferencia al pobre Lázaro?

Ya el profeta Amós, como se desprende de la primera lectura de este domingo, denunció la brecha existente entre los pobres que mueren de inanición y los ricos que “gozan tranquilos y seguros, tendidos en camas de marfil o apoltronados en sus sofás”. Recordemos, por otro lado,  al sacerdote que en la parábola del “buen samaritano”  pasó de largo para no ver al herido al borde del camino. Y en la parábola del juicio final, a quienes no supieron o no quisieron “ver” a las personas con hambre o con sed, sin ropa que ponerse o privadas de libertad entre unas rejas.

La parábola del rico epulón y el pobre Lázaro nos dirige sin rodeos esta pregunta: ¿Somos más propensos a crear abismos de indiferencia que a tender puentes de solidaridad? Creamos más  abismos que puentes cuando endurecemos nuestro corazón y cerramos los ojos a la realidad angustiante de las personas que los ricos empobrecen: a  las mujeres, niños y hombres inmigrantes y refugiados que no acogemos; cuando somos incapaces de ponernos en su piel y no vibramos con ellos y por ellos. Abrimos abismos cuando pretendemos vivir como si no hubiera guerras crueles que destrozan tantas vidas y desastres naturales que siembran tanto dolor y mortandad. Creamos abismos incluso en nuestro propio interior entre nuestro pensar y nuestro actuar, al no dar coherentes respuestas a los desafíos de una realidad como  la nuestra, invadida de injusticia, de corrupción y de mentira que victima a ingentes masas de seres humanos en este planeta. Aunque no siempre seamos conscientes de ello ¿no somos todos los humanos agua del mismo Océano?  Por muy diferentes que sean sus olas, todas ellas son agua de ese mismo Océano.

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