Domingo 31º del T.O. Ciclo C
Por: MaCarmen Martín Gavillero. Vita et Pax. Ciudad Real
Se esponja el corazón al leer, especialmente, la primera lectura de este domingo. En ella quiero hacer hincapié: en este Dios, amigo de la vida. Porque resulta preocupante el hecho de que sea preciso acentuarlo y, acaso mucho más todavía, el hecho de que no para todas las personas creyentes sea tan evidente esta afirmación.
Para demasiados cristianos, Dios se ha convertido en una carga que encoge y estrecha la existencia, en un Señor que ordena y manda. La imagen de Dios como obligación suplementaria que viene a “cargar” la vida cotidiana está muy asentada en nuestra cultura. El ser humano estaría en el mundo con su “carga” normal, intentando llevarlo lo mejor posible. Dios llegaría a continuación, imponiéndole mandamientos que debe cumplir, límites que no puede transgredir, prácticas que obligatoriamente ha de sumar a su vida ordinaria… De este modo, la religión aparece como una “sobre carga” haciendo aún la vida más dura y Dios como un “Señor” que impone obligaciones, con el consiguiente premio o castigo.
Por su parte, el libro de la Sabiduría nos presenta hoy a Dios, lejos de aparecer como “carga”, como lo que es y debe ser, ayuda para la existencia, exquisitamente respetuosa en el ofrecimiento e infinitamente generosa en el don. Esto no es teoría, sino que constituye el núcleo de toda experiencia religiosa auténtica. La persona religiosa experimenta que Dios no le agrava su vida, esta ya es dura y difícil de por sí; tampoco le suprime las dificultades, ni le exime de la lucha. Pero sabe que no está sola, que Alguien, más grande que ella y que todas las penurias, está a su lado; y experimenta que, en el contacto con ese Dios, recibe, pase lo que pase, el “coraje de existir”.
La persona creyente, sin verse nunca libre del mal, ni siquiera libre del peso del pecado, se siente sustentada, cobijada y acompañada por el amor de Dios. Un Dios al que el sabio de hoy, le llama amigo de la vida. La amistad, en primer lugar, es la atracción gozosa y libre entre dos personas; el amigo es alguien que te gusta y al que gustas. Habitualmente, los niños conocen a un amigo de manera instintiva; un amigo es alguien divertido con quien jugar y alguien en quien se puede confiar.
La base de la amistad es la libertad y en ésta radica una parte de su fuerza; todas las demás relaciones están marcadas por el deber, la utilidad o el deseo; pero en la amistad, una vez elegida, se crea un vínculo que es uno de los más fuertes que pueden establecerse, el de la confianza. El compromiso es el de no ser nunca desleales. El pecado contra el amigo es la traición. El traidor es aquella persona que “hace de amiga”, pero que desde dentro abre las puertas al enemigo.
La que aparece como la más libre de las relaciones, sin ninguna obligación excepto el deleite y el juego, conlleva una poderosa responsabilidad, la de permanecer fiel, la de ser siempre digna de confianza. El pecado contra la amistad es la deslealtad. Lo que se espera de una persona amiga es, por encima de todo, confianza, fiabilidad, constancia, lealtad, sinceridad, autenticidad, verdad; alguien que no habla a nuestras espaldas; alguien que no abre la puerta, ni siquiera una rendija, al enemigo. Aún más, los amigos no están absortos el uno frente al otro sino que están uno al lado del otro, absortos en un interés común, en un proyecto común que les une; una relación así, siendo ciertamente profunda, no es exclusiva sino que está abierta a otras personas que se unen en un compromiso por una causa común.
Si Dios es el amigo del mundo, comprometido con él, del que se puede estar seguro que nunca lo traicionará, al que no sólo le gusta el mundo, sino que sueña con su bienestar, entonces nosotras y nosotros, estamos invitadas, como amigas del Amigo del mundo, a unirnos a ese sueño y trabajar por su realización. Ser amigas de Dios es la posibilidad más asombrosa que nos puede suceder y compartir la comida es lo más natural en la amistad, de ahí que estemos celebrando esta Eucaristía.