Por: D. Jesús Fernández. Sacerdote diocesano. Santander.
El Instituto Vita et Pax, me pide una breve reseña sobre su Fundador, el Sacerdote Don Cornelio Urtasun, fallecido el Jueves Santo de 1999. Respondo a esa petición con gratitud y cariño. Gratitud, porque es mucho lo que he recibido de Vita et Pax y de Don Cornelio. Cariño. Porque es grande la amistad que me ha unido y me sigue uniendo con ambos.
Conocí a Don Cornelio en 1966 cuando el Obispo de nuestra Diócesis, Don Vicente Puchol, trajo a algunos miembros de Vita et Pax al Seminario de Corbán. Allí atendía yo, como formador, a los jóvenes que cursaban el ciclo teológico.
Este fue el momento y el lugar en que el camino de mi vida se encontró con Don Cornelio y Vita et Pax. Fue un encuentro que se ha mantenido fielmente hasta el día de hoy, y que me ha permitido tratar con Don Cornelio en las etapas central y final de su vida: desde sus 49 años, hasta nuestro último encuentro, en El Escorial, en agosto de 1998, ocho meses antes de su muerte.
¿Cuáles son los rasgos de la personalidad de Don Cornelio que, con mayor fuerza, permanecen grabados en mí?. Fundamentalmente tres: su talante humano, la vivencia de su sacerdocio y su entrega a Vita et Pax.
Siempre he valorado y me he sentido a gusto con el carácter de los navarros: abiertos y sinceros, nobles, leales y fieles a la amistad. Este era el talante humano de Don Cornelio. Siempre me he sentido acogido por él con gran cariño. Conservo, en mi recuerdo, sus brazos abiertos, sus ojos radiantes de alegría y su sonrisa franca para darme un fuerte abrazo al encontrarnos o despedirnos. En la muchas horas que hemos dedicado a hablar, su opinión clara, su generosa valoración de las personas y su vitalidad y optimismo. Nunca lo vi desanimado o lamentándose, ni por las preocupaciones y contrariedades que no faltaron en su vida, ni en sus últimos años, por los achaques de su salud.
Hablando de los Pastores de la Iglesia escribe San Agustín que éstos salen de las buenas ovejas. La vocación sacerdotal de Don Cornelio tuvo unas raíces profundamente sanas. Admiré en él su amor desinteresado, lúcido y constante a la Iglesia. Nunca buscó “hacer carrera”. Reconocía y le dolían los fallos de algunos de sus miembros, pero mantuvo siempre su mirada de fe sobre ella. Mirada que inspiró el consejo que me dio en momentos en que no me sentía a gusto ante ciertas posturas de algunos de mis compañeros o superiores: “¡Don Jesús, encienda las velas altas!”. Su amor y fidelidad a la Iglesia estaban cimentados más allá del componente humano que la integra y que, a veces, suele fallar. A pesar de los años y del progresivo deterioro de su salud, se mantuvo trabajando por la Iglesia hasta el final. Y fue así, porque le amaba. No era un “profesional”, sino un “vocacionado” y comprometido de por vida y, por ello, su jubilación y su merecido descanso llegaron con su muerte.
Aunque realizó trabajos importantes en diferentes ámbitos –junto con Don Marcelino Olaechea y en Roma-, fue Vita et Pax la principal ocupación en su larga vida sacerdotal. El la vio nacer y crecer en nuevos miembros y en nuevos lugares; él experimentó la ilusión y el gozo de los tiempos de esplendor y bonanza; él pasó por el sufrimiento de los abandonos y muertes, y de la disminución de vocaciones. Vita et Pax fue “su hija” y, como los hijos, el motivo más importante de sus ilusiones y alegrías, de sus trabajos y preocupaciones. Por ella, como buen padre, fue consumiendo su vida como se consume un cirio: para dar luz, calor y alegría. El dio formación, amor, ánimos. Su entrega a Vita et Pax se asemeja a la de Pablo a la misión recibida: “Y aparte todo lo demás, la carga de cada día: la preocupación por las Iglesias. Quién enferma sin que yo enferme; quién tropieza sin que yo me encienda” (II Cor 28=29).
Esta es la breve reseña que se me ha pedido, y que la redacto a corazón abierto. Deseo haber dado respuesta a la petición. Reconozco, no obstante, que solo he recogido algunos de los rasgos más significativos de un hombre bueno, inteligente, culto y trabajador que el Señor ha puesto en el camino de mi vida, y que me ha acompañado con su amistad y testimonio.
Doy gracias a Dios por haberme encontrado, en el comienzo de mi vida sacerdotal, con Don Cornelio. Me ilusiona y anima el pensar que volveré a encontrarlo cuando mis ojos se abran a la Luz en la que él vive. Sé que él sigue acompañándome en este atardecer de mi vida como nos recuerda San Agustín: “Los que han muertos no están ausentes sino invisibles. Ellos miran nuestros ojos llenos de lágrimas con sus ojos llenos de vida y de gloria”