Domingo IV del T.O.
Por: Teresa Miñana. Vita et Pax. Valencia
Textos Litúrgicos:
Jer 1, 4-5. 17-19
Sal 70
1Cor 12, 31—13,13
Lc 4, 21-30
Creo que podríamos afirmar que los profetas de todos los tiempos han sido perseguidos y maltratados por sus conciudadanos.
Es indudable que la persona que describe la realidad y va describiendo las acciones y los hechos injustos que realiza parte de la sociedad de su tiempo no es bien recibida.
Es el caso concreto de Jeremías. Hombre nombrado por el mismo Dios a ser profeta de los gentiles.
Jeremías profetizó la destrucción de Jerusalén y del Templo. Explicó que la catástrofe venidera se debía al pecado que afloraba en muchos aspectos: la negligencia del culto del Templo, no preocuparse por los problemas sociales; y sobre todo, el interés egoísta de la clase poderosa que llevó al país a una guerra perdida de antemano. La desolación de Judá no será fruto del azar histórico sino de su pecado, por eso Jeremías exigía la conversión del pueblo, del rey y del Templo. Por eso convertirse para Jeremías significaba abandonar el camino del orgullo.
Su tarea era muy difícil pero el propio Señor estaba con él y le indica que NO TENGA MIEDO. Esa es su fe, su seguridad.
El caso de Jesús en la sinagoga es el mismo. Jesús describe los hechos realizados en Sarepta y Sidón, la curación de Naaman el sirio… los de la sinagoga no lo rechazan, lo empujan para despeñarlo por un barranco. Jesús mismo dice “Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra”
¿Podemos decir que hoy existen los profetas? Respondemos que pocos. Las razones serían que necesitamos la aprobación de nuestros convecinos y no nos atrevemos, en muchas ocasiones, a denunciar las injusticias o a expresar nuestras opiniones si son diferentes a las de los que nos rodean. Hablamos con libertad en los círculos de confianza, de amistad donde sabemos que todos pertenecemos a la misma onda y nos reforzamos mutuamente.
Me da mucha tristeza escuchar los insultos y acusaciones que se proponen en el parlamento… parece que no se puede ni escuchar lo que dice la oposición, todo es negativo, aunque en sí mismo sea alguna propuesta que convenga el país. No, no se acepta porque solo quiero la propuesta de mi partido para mantener mis sillones. Estas posturas se pueden generalizar en la sociedad, no pueden traer la paz ni ofrecer paz ni esperanza de convivencia constructiva. ¿Qué puede hacer aquí un profeta?
Este domingo, las lecturas de la Palabra de Dios tocan dos temas importantes en la vida de todo cristiano: el amor fraterno y la dimensión profética. El amor nos impulsa a adoptar actitudes positivas ante la debilidad del prójimo: todo lo excusa, todo lo tolera, todo lo comprende. Y la dimensión profética nos mueve a dar testimonio de Jesús incluso en situaciones de rechazo o de persecución, actitudes que pueden provenir, a veces, de la gente más cercana, ya hemos indicado anteriormente que ningún profeta es bien recibido en su tierra.
Ambas actitudes están estrechamente unidas, porque si damos testimonio de Jesús, incluso en situaciones adversas, es precisamente por amor. Por amor a Jesús y por amor a aquellos a los que nos dirigimos, pues nuestra primera intención no es criticar o condenar, sino ofrecer un anuncio positivo que, sin duda, apela a un cambio de vida y, en este sentido, puede resultar una crítica para determinadas actuaciones que no son coherentes con el evangelio. Pero esta crítica es constructiva, no busca molestar, busca el bien del otro, busca la conversión, porque precisamente en el cambio de ruta se encuentra la buena dirección.
El amor no pasa nunca
Hay un carisma básico, el amor; éste sí que es el carisma de todos, sin el cual todos los demás no tienen valor alguno.
En la Iglesia hemos aplicado este texto al amor humano, al matrimonio… Pero es apasionante aplicarlo a Dios, al amor que nuestro Padre nos tiene. El amor – comprensivo, servicial, que no se irrita, no lleva cuentas del mal, que disculpa sin límites, cree sin límites.
En una palabra: quedan la fe, la esperanza, el amor: estas tres. La más grande es el amor.