Textos Litúrgicos:
Hch 3,13-15.17-19
Sal 4
1Jn 2,1-5
Lc 24,35-48
Dios desea hacerse presente en nuestras vidas, quiere estar cercano a nosotros, nos muestra todo su amor, no pretende estar oculto, siempre está atento, mantiene sus ojos abiertos y sus oídos atentos, Él nos escucha cuando lo invocamos. Jesús es la luz que brilla para guiar nuestros pasos, es el camino, la verdad y la vida.
Aquel que conoce a Jesús no puede dejar de ser su Testigo
Conocedor de la condición humana de sus discípulos, les cuestiona: ¿Por qué tenéis miedo? ¿Por qué surgen dudas en vuestro interior? Puede que nuestra vida vaya transcurriendo con muchos miedos. Cuando somos niños tenemos miedo a caernos, a quedarnos solos, a la falta de amor, demandamos el cuidado. En la juventud nos preocupa la relación con nuestro grupo de iguales, nuestra formación para la elección de nuestra profesión, el encuentro con una persona para compartir juntos la vida o la consagración para sentirnos unidas a Dios o a una causa primordial, el futuro de la vida y de los acontecimientos por suceder. En la edad adulta cargamos con todas las preocupaciones, más de las que en principio podemos, por eso estamos desbordados y desesperanzados; tenemos miedo a perder el trabajo que da el sustento a la familia, preocupación por el cuidado y educación de los hijos, experiencias de sufrimiento y enfermedad, falta de capacidad y fuerza para afrontar todas las dificultades, dudas existenciales y dificultad de creer. Los mayores os preguntáis si habréis obrado bien, lamentareis algunas decisiones y tal vez os inunde lo que habéis dejado de hacer.
¿A qué tenéis miedo?
Parece normal que vivamos con miedo, pero debemos dar respuesta en cada momento a la pregunta que Jesús nos plantea: ¿A qué tenéis miedo? Pensar, que paraliza nuestra vida diaria, que nos impide reconocer a Jesús en cada momento, que nos nubla para no ver a Jesús presente. Puede que no percibamos la viga que nos impide ver y estemos rechazando la piedra angular.
Dios ha glorificado a su siervo, Jesús, por medio de su resurrección. Jesús viene de nuevo a hacerse presente, quiere encontrarse conmigo y con el otro; es una persona de carne y hueso, como uno de tantos; necesita alimentarse material y espiritualmente.
Para Jesús estaba todo escrito en la ley de Moisés y los profetas, para que se cumpliera los deseos del Padre. Para nosotros los mandamientos de la ley encuentran su máxima expresión en el Evangelio, en la palabra y vida de Jesús, en su entrega, misericordia y amor por el bien de toda la humanidad.
Está con Jesús quien guarda su palabra y la cumple, provocando su conversión y transformación interior, quien vive la experiencia del encuentro personal con Jesús. Aquel que conoce a Jesús no puede dejar de ser su testigo, no puede guardar su vida, sino preocuparse y aproximarse a las personas sufrientes, acogiendo a personas migrantes, acompañar a los excluidos, defender a los últimos, practicar el amor gastando la vida por el prójimo.