4º Domingo T.O. Ciclo B
Por: Faustino Vilabrille. Sacerdote diocesano .Gijón
En la antigüedad la gente no sabía cómo interpretar las enfermedades y las desgracias de la vida. Para ello echaron mano de la figura de los demonios, que eran como la causa de las fuerzas del mal, que tanto hacia sufrir a la gente. Incluso en la literatura bíblica se acude con cierta frecuencia a interpretar el mal como un castigo de Dios por haber hecho algo que podía ofenderle. Pero Dios jamás castiga. Somos nosotros los que nos castigamos unos a otros con el mal que hacemos.
Los demonios no existen como seres personales como venidos de otro mundo para causar daño a los hombres y ensañarse con algunas personas a las que hacen sufrir mucho, sobre todo cuando se trata de enfermedades mentales, las más desconocidas e incomprensibles para aquellas gentes.
Hoy sabemos muy bien que los males de este mundo son propios de la condición humana, pero la inmensa mayoría de ellos causados por nosotros mismos, y por tanto prevenibles y evitables. Nosotros somos a veces los demonios para nosotros mismos y para los demás. Demonios de hoy son las guerras, las espantosas injusticias y desigualdades, el odio, la violencia, la opresión de unos a otros, el narcotráfico, la trata de personas, la emigración, los desplazamientos, las deportaciones, el abuso de los niños, la violencia doméstica y tantos otros males de los cuales somos culpables nosotros mismos.
La gente se admiraba de la autoridad de Jesús para luchar contra todo mal, para remediar el sufrimiento de quienes estaban atormentados por enfermedades físicas o psíquicas, una autoridad que no era como la de los letrados envuelta solo en palabras. La suya era una autoridad eficiente, sanadora, liberadora. Aliviaba el dolor y la angustia de la gente. Para ayudar a las personas, atenderlas, acompañarlas, comprenderlas, no hacen falta poderes sobrenaturales. Hace falta quererlas, amarlas de verdad, facilitarles ayuda, darles ánimo, consolarlas, infundirles esperanza. Esto es lo que hacía Jesús con el pueblo.
Para apoyar y curar a los hombres y mujeres que actualmente pasan por tantas dificultades de todo tipo, tenemos que acompañarles, abrirles los ojos para que sean conscientes de su dignidad, de sus derechos, de descubrir que un mundo más justo, más fraternal, más solidario, más feliz y gratificantes es posible para todos, que en este mundo hay de sobra para todos, que no hace falta ningún milagro, sino la colaboración de todos con todos. Que el milagro que tenemos que hacer es sentirnos hermanos, sentirnos unidos, sentirnos todos miembros de la gran familia humana y luchar cada día por caminar juntos en esta dirección. Este es el gran milagro que nos pide hoy Jesucristo, esta es la construcción del Reino de Dios para este mundo y para ser plenamente felices en el otro.