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Santísima Trinidad, Ciclo C

Por: Maricarmen Martín. Vita et Pax. Ciudad Real

No es fácil hablar de la identidad trinitaria de Dios. Es más, para muchísimas personas cristianas no juega papel alguno en su vida. Se considera superflua o irrelevante. Con frecuencia se escuchan voces que se quejan de la dificultad añadida que esa identidad supone para la fe en los tiempos de increencia. Sin embargo, no nos encontramos ante una cuestión baladí. Está en juego la misma identidad de Dios y nuestra propia identidad, ¿en quién creemos? ¿dónde se sustenta nuestra fe y, por ende, nuestra vida?

La tentación de simplificar la fe en Dios es grande y no pocas veces la misma teología ha caído en ella. El propio Rahner denunció el “espléndido aislamiento” de la Trinidad en el conjunto de la teología. Ahora bien, no hay que confundir el misterio trinitario de Dios con la doctrina trinitaria. Nuestra fe descansa en el primero y no en el segundo, es decir, no descansa en una composición literaria más o menos acertada.

Si hacemos memoria de nuestra vida cristiana, ésta es un itinerario que nos conduce al Padre por el camino de Jesús, el Hijo, impulsadas por el Espíritu Santo. Nuestra oración refleja esta misma estructura trinitaria. Le buscamos e invocamos Padre en memoria de Jesús, el Hijo, gracias al Espíritu que nos habita. La plegaria eucarística muestra claramente este diseño oracional y de la vida cristiana. Todas las fórmulas que utilizamos en nuestra liturgia invocan, ruegan, bendicen, dan gracias al Padre santo, todopoderoso y misericordioso; hacen memoria de la vida, muerte y resurrección de Jesús, su Hijo y Señor nuestro; e imploran la efusión del Espíritu santificador, dador de vida y creador de comunión.

Esta fe cristiana en un Dios trinitario proviene de una experiencia religiosa anterior a la explicación de cómo un solo Dios puede ser Padre, Hijo y Espíritu Santo. Los primeros testigos cristianos relataron que habían “visto y tocado” la presencia salvadora de Dios en Jesús de Nazaret y que habían encontrado a Dios mismo actuando saludablemente entre los hombres y las mujeres por la presencia de su Espíritu. Lo que identifica, por tanto, esta fe es la creencia en que Dios salva y lo hace por amor.

La experiencia de la salvación que proviene de Dios a través de Jesús y en el poder del Espíritu, da lugar a un encuentro tan profundo con el Misterio divino que requiere un nuevo lenguaje. Un lenguaje, concretamente, trinitario. Lejos de ser una definición o una descripción, el lenguaje trinitario es una interpretación de quién es Dios a la luz de la alegre noticia de la salvación, un Dios que actúa desinteresadamente por amor. El propósito del lenguaje trinitario es aclamar al Dios vivo como el misterio de la salvación. Ya lo encontremos en la Escritura, en el Credo, en la liturgia, en la doctrina o en la teología, es un código cristiano que expresa la creencia de que el Dios vivo, que se ha dado a conocer a través de Jesús y del Espíritu, es Amor dinámico que abarca el universo entero y que actúa para salvar. En el fondo, es tanto como decir, simplemente, que “Dios es amor” (1Jn 4,16).

Sin embargo, a lo largo del tiempo, ha ido pasando al revés. La doctrina se fue separando de las experiencias humanas, ricas y plurales, que le dieron vida en la mente creyente. Esta escisión entre fórmulas de fe y experiencia religiosa hizo que el símbolo trinitario pareciera la expresión de un rompecabezas o una entelequia de gentes desocupadas. Con razón, entre mal humor e ironía, Schneider criticó: “Dios no es dos hombres y un pájaro”. El desafío, por tanto, radica en volver a poner en relación, volver a conectar, la experiencia humana y conocimiento del Dios trinitario. La fractura entre la experiencia fundante de la salvación y su expresión en las teologías de la Trinidad necesita ser sanada para que tenga una implicación real y concreta en la vida creyente.

Por ello, desde este medio, que se esfuerza porque tengamos una Liturgia digna e introducirnos en la experiencia del Misterio, pedimos a las personas que corresponda, mujeres y hombres, a las dedicadas a la Teología y otros ministerios, que nos ayuden a volver a la raíz, a la fuente de la experiencia, ésa en la que nos sentimos sostenidas por la gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo. Y nos ofrezcan palabras sencillas para expresarlo.

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