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Epifanía del Señor

Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Rwanda

buscarBuscar, buscar, buscar… Tal parece ser la continua tarea y la vocación del ser humano. Pero la búsqueda no puede ser un fin en sí misma. Es tan sólo un proceso. El objeto final de la búsqueda orienta los pasos de quien busca. Cada persona se define por lo que busca y por el modo como lo hace. Nos cuenta Mateo que unos Magos de oriente andaban buscando al Rey de los judíos cuyo nacimiento les había sido señalado por una estrella. Los Magos no sólo representan otros pueblos y culturas, sino nuestra propia búsqueda. Y no caminamos solas. A la luz de la estrella caen las barreras que nos separan. Se puede ser negra o blanca, española o congolesa, se puede ser gitana o catalana, hombre o mujer, de derechas o de izquierdas… Lo importante es que todas somos “humanas”.

La venida de Jesús provoca, desde el inicio, el rechazo de los suyos y la aceptación de los alejados y extranjeros. Su presencia suscita un sobresalto en toda Jerusalén. Herodes se “sobresalta”. La noticia no le produce alegría alguna. Él es quien ha sido designado por Roma “rey de los judíos”. Hay que acabar con el recién nacido. La política de Herodes fue deshacerse de sus oponentes ante la menor sospecha de confrontación o rebeldía. Esto es lo que encontrará Jesús a lo largo de su vida: hostilidad y rechazo en los representantes del poder político; indiferencia y resistencia en los dirigentes religiosos. Sólo quienes buscan de corazón lo encontrarán.

Por su parte, los Magos, que seguían la pequeña luz de la estrella, se encuentran con la Luz: “El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una luz grande. Habitaban en una tierra de sombras y una luz ha brillado ante sus ojos” (Is 9,1). El viaje llega a su término. Y es un final lleno de asombro, imprevisible. La estrella los conduce hasta un establo, los mueve a mirar hacia el suelo y no hacia el cielo, hacia un pesebre y no hacia un trono. En la noche, en el silencio, superando toda expectativa, Jesús vino no como luchador, sino como niño; no vino armado, sino desarmado, como un infans entregado y abandonado a nuestras manos. In-fans, significa “el que no habla”. La Palabra enmudece.

El cumplimiento de la promesa se traslada de Jerusalén, la ciudad santa, escogida por Dios para habitar en ella, a la pequeña y desconocida Belén. El rey debe nacer en los palacios, ser esperado por todo el pueblo y ofrecerle el debido homenaje. Jesús nace a las afueras, sin que lo esperen, sólo lo visitan los “extraños”: pastores, personas marginadas y los Magos de oriente, que no pertenecen al pueblo elegido. De nuevo nos movemos entre lo extraño y paradójico. María, José y los pobres de Yahveh supieron ver estos signos proféticos que poderosos y sabios, según lo humano, despreciaron e ignoraron.

Hay mucho que ver en Belén, pero no todas las miradas pueden percibirlo. Sólo las miradas y las pisadas de los pobres y pequeños se admirarán, y la Paz del corazón será su recompensa. Una Paz que, desde ellos, desbordará. En Belén somos pacificadas de nuestras ansias de hacer más y de conseguir más, de nuestras ansias de poder y de retener y brotará en nosotras un deseo hondo de ser, de ser aquello que somos ya, reflejado en el rostro sincero de aquel Niño.

Pero como los Magos, también nosotras nos dirigimos primeramente a los palacios de nuestra sociedad del bienestar y a los “Herodes” contemporáneos, hasta que nos damos cuenta de que allí no encontramos lo que vamos buscando, que allí se anula la Vida, esa Vida de Dios que quiere crecer en nosotras. Es más, sólo cuando nuestros ojos se abren, como se abrieron los cofres de los magos, descubrimos asombradas que no hay nada que no sea su Epifanía.

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