Domingo 23º del T.O. Ciclo B
Por: Mª Carmen Martín Gavillero. Vita et Pax. Ciudad Real
En medio de la rutina y cierta apatía provocada por el tiempo ordinario escuchamos las palabras consoladoras del profeta Isaías que nos sacan de nuestros pesimismos y desencantos y nos colocan en el ámbito de la energía y de la pasión. Isaías sabe que nuestras vidas están necesitadas de un horizonte inmenso y de un “corazón que arda” y esto sólo lo puede dar el encuentro con Dios. Mística y profecía pertenecen a nuestro código genético como creyentes.
La verdadera profecía nace de Dios, de la amistad con Él, de la escucha atenta de su Palabra. El profeta pone palabras a la Palabra. Sin embargo, la vocación profética se gesta en el silencio, en la contemplación del mundo y del misterio de Dios. La esencia del silencio es la interioridad. Una palabra que nace de la interioridad del silencio es palabra que pesa, palabra que consuela, palabra que propone, palabra que transforma, palabra que da vida… El profeta lo es del Dios de la Vida por eso, quiere vivir y quiere que vivan. Nos recuerda que estamos hechos para la vida y que la gloria de Dios es que la mujer y el hombre vivan en plenitud.
Los profetas llegan y se hacen presentes en la historia en el momento justo. En el Antiguo Testamento cuando las instituciones se debilitan. Para los hombres y mujeres de ese tiempo los profetas son como los ojos y los oídos de Dios y por supuesto la boca de Dios. Cuestionan y consuelan, prestan especial atención a los débiles, son vigías en la noche y dan la voz de alarma ante el peligro. Centinelas de la aurora y esperanza del caminar del día. Viven en el riesgo y pocos mueren en su casa y en su cama. No hay profetismo sin sufrimiento.
Pareciera que en nuestra época no hay grandes profetas pero no es verdad. Aquí y ahora también es el momento de la historia justo para que la profecía llegue y se haga presente. Por eso, hay hombres y mujeres que son como chispas de profecía en lo cotidiano. Hombres y mujeres, sobre todo, mujeres que logran permanecer aferradas a la realidad, sin brillo y pobre, infundiendo chispas de compasión y solidaridad, de gratuidad y liberación, con una tenacidad que desafía las resistencias más duras, con una paciente confianza que penetra también en los prejuicios más obstinados, con una gratuidad que desarma y desconcierta cada intención mercantil, con una valentía que desaloja al corazón cobarde…
Suavidad y fuerza, fragilidad y resistencia, sueño y realismo, casa y plaza pública… se mezclan y se alimentan en la “cotidianidad profética”. Para permanecer ahí, para continuar compartiendo miedos y lágrimas, esperando y luchando, se necesita una fuerza interior que no se vende en el mercado, sino que se obtiene en el silencio de la oración y en el apoyo mutuo. Este es nuestro momento justo para ser chispas de profecía. Todos los cristianos y cristianas estamos llamados a ser profetas, a vivir al ritmo del corazón de Dios y de la humanidad.
Al anuncio y denuncia de la profecía hoy se añade la renuncia. Para ser chispas de profecía en el siglo XXI tenemos que aprender a renunciar. Renunciar a nuestras propias seguridades, a nuestros propios compromisos con los poderosos y los ricos, compromisos que hacemos de formas diversas y sutiles. Aprender a ser evangelizadas continuamente porque también existen en nosotras oscuridades, caminos de verdad bloqueados por nuestro desencanto y por nuestros miedos. Renunciar a la ingenuidad sin perder la inocencia.
La profecía se vive no sólo de cara a la sociedad, sino también de cara a la institución eclesial. Todas las instituciones tienden a anquilosarse y la Iglesia como institución, también. Nada más lejano a la profecía que el anclarse en las estructuras, en la norma, en la repetición de lo mismo… ¡Cuántas leyes y costumbres pesan sobre la Iglesia que le impiden ser esas chispas de profecía que nuestro mundo necesita hoy!