Consolad a mi pueblo.
Con la discreción que le caracteriza llega la Cuaresma; este tiempo privilegiado que la Iglesia nos ofrece como camino hacia la Pascua. Parece que todas las cuaresmas son iguales, pero no, nada más lejos de la realidad, cada una es diferente porque las personas que las vivimos cambiamos, no somos recipientes cerrados. Este año, además, viene bien marcada por la pandemia que nos azota y por las consecuencias humanitarias, sociales y económicas que está dejando.
Son tiempos de incertidumbre y miedo para muchas personas y de hambre y miseria para la mayor parte de la humanidad. Los pueblos sufren, las sociedades se deterioran, las gentes llevan mucho dolor a cuestas, cada una con su nombre, con su rostro, con sus deseos y temores, y Dios que las ve toma partido por ellas y nos grita como gritó en otro tiempo: Consolad, consolad a mi pueblo.
Si miramos en el diccionario el significado de consolar, entre otros, encontramos: Tratar de aliviar, tranquilizar, mitigar, alentar, desahogar y serenar la pena, sufrimiento, aflicción, pesadumbre, dolor, congoja, pesar, consternación o desolación de una persona.
Esta Cuaresma, por tanto, nos invita a vivirla desde esta óptica consoladora, de alivio y de aliento. Convertirnos en personas de consuelo puede ser nuestro ayuno, oración y penitencia cuaresmal. Pero no sirve cualquier consuelo, el mundo ya tiene suficientes charlatanes de baratija. El llamado Segundo Isaías nos sirve de referencia. Tan discreto como la propia Cuaresma, lo encontramos agazapado en el libro del profeta Isaías del capítulo 40 al 55. Allí nos espera.
- El profeta consolador
Corría el siglo VI a. C., una gran potencia, Babilonia, había acaparado el poder de toda la región. No son buenos tiempos para el pueblo de Israel, deportado desde Judea, vive en Babilonia rodeado de gentes que hablan otra lengua, poseen otras costumbres y adoran otros dioses. El largo reinado de casi sesenta años de Nabucodonosor fue una inmensa bota opresora, un virus altamente letal y contagioso, que no permitió el más mínimo resquicio de esperanza de liberación.
El pueblo está desorientado. Desterrado en un país tentador, a merced de dioses esplendorosos y temibles, privado del culto y amenazado de desintegración, vive momentos de gran incertidumbre. Se ha quedado sin rey, sin templo, sin tierra y su esperanza, marchita, deja paso al desaliento. Un pueblo agotado, sin fuerzas, sin fe, sin identidad. Cómo renacer de las cenizas, se preguntan; son sólo un puñado de hombres y mujeres hundidos.
Es cierto que algunos han logrado acomodarse a las adversas condiciones del exilio. Pero no son pocos los que han colgado de los álamos las cítaras silenciosas y se han sentado junto a los canales de Babilonia a rumiar, con llanto amargo, la humillación de la deportación (Sal 137).
Pero a finales del cautiverio, uno de los desterrados, cuyo nombre desconocemos, se siente tocado por el sufrimiento de su pueblo y, como una buena y eficaz vacuna, se propondrá neutralizar la expansión del virus dañino de la desesperación. En su interior escucha el grito desgarrador del mismo Dios que dice: Consolad, consolad a mi pueblo (Is 40,1). Y este profeta consolador brotó como semilla resistente sembrada por el mismo Dios en el desierto. Poco sabemos de su vida, pero sí sabemos que, de parte de Dios, ofrece al pueblo consolación y le da motivos para ponerse en pie y hacer revivir la esperanza.
Una voz, un grito, una palabra, un aliento: sólo eso nos queda de su historia. Ni un rostro, ni una mención personal, ni una anécdota.La profecía en toda su pureza. Así es el llamado Segundo-Isaías. El mensaje. Sólo el mensaje. Fue una voz nacida para sustentar la esperanza. Fue un dedo que apunta al horizonte del futuro y del retorno. Una invitación y un consuelo. Un “evangelio”, es decir, una buena noticia. Y todo un símbolo de los sueños que se resisten a ser aniquilados por la fuerza. ¿Sabremos alguna vez su nombre?
La plegaria y el exilio ayudarán al Segundo-Isaías a redescubrir el sentido de la historia. Este profeta-poeta es un contemplativo, un místico de ojos abiertos, su experiencia de Dios no lo aleja de su pueblo. Porque no ora bien quien no ama; no sabe mirar al cielo quien no tiene ojos para ver la tierra. Este creyente que venera al Dios incomparable, ha aprendido a releer con otros ojos la historia cotidiana, por eso, presta mucha atención a las noticias que hablan del poderío creciente de otro imperio, el persa, y de la grandeza de su líder, Ciro. Su llegada significará la derrota de Babilonia y la liberación y el retorno del pueblo avasallado.
Este profeta es capaz de descubrir la salvación allí donde no se la espera, de la mano de un extranjero, un pagano: Ciro. Por eso, se convierte en el anunciador de un Dios diferente y de un futuro nuevo; ha comprendido que a Dios no le es indiferente la suerte de los oprimidos. Dios es paciente, pero no neutral; con líneas torcidas escribe bien derecho proyectos de salvación. La historia para el profeta se convierte en signo de revelación y presta su voz a la propia voz de Dios para gritar:
Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa, alegre mensajero para Jerusalén, clama sin miedo. Di a las ciudades de Judá: ‘Ahí está vuestro Dios’. Ahí viene el Señor Yahveh con poder … Como pastor pastorea su rebaño: recoge en brazos los corderitos, en el seno los lleva, y trata con cuidado a las paridas (40,9-11). Dios llega, no es indiferente al dolor, viene a salvar a su pueblo y el Segundo Isaías, que relee los acontecimientos políticos, lo barrunta inminente.
El profeta salta de gozo ante la cercanía del libertador: ¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: «Ya reina tu Dios!» (52,7).
¿Es que no lo sabes? ¿Es que no lo has oído? Que Dios desde siempre es Yahveh, creador de los confines de la tierra, que no se cansa ni se fatiga, y cuya inteligencia es inescrutable. Que al cansado da vigor, y al que no tiene fuerzas la energía le acrecienta (40,28-29). El profeta, por todos los medios a su alcance, quiere espabilar a su pueblo amodorrado por el infortunio.
Y tú, Israel, siervo mío, Jacob, a quien elegí, simiente de mi amigo Abraham; que te así desde los cabos de la tierra, y desde lo más remoto te llamé y te dije: «Siervo mío eres tú, te he escogido y no te he rechazado»: No temas, que contigo estoy yo; no receles, que yo soy tu Dios. Yo te he robustecido y te he ayudado, y te tengo asido con mi diestra justiciera (41,8-10). Un Dios fiel que no abandona nunca a su pueblo.
Un Dios que toma partido descaradamente por los más pobres e indefensos: Los humildes y los pobres buscan agua, pero no hay nada. La lengua se les secó de sed. Yo, Yahveh, les responderé, Yo, Dios de Israel, no los desampararé. Abriré sobre los calveros arroyos y en medio de las barrancas manantiales. Convertiré el desierto en lagunas y la tierra árida en hontanar de aguas (41,17-18).
Un Dios maternal, una madre que, en medio del desastre, rebusca a su hijo perdido. Lo encuentra destrozado, lo toma en sus manos y lo estrecha profundamente contra su corazón. Lo volverá a la vida a base de amor: No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos, no te anegarán. Si andas por el fuego, no te quemarás, ni la llama prenderá en ti. Porque …eres precioso a mis ojos, eres estimado, y yo te amo (43,1-4).
Es más, ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues, aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido (49,15). Este Dios no se cansa de expresar el amor y la ternura materna que siente por los desterrados. Él los formó desde el seno materno (44,2) y tiene entrañas de madre.
La llamada del Dios del Segundo-Isaías sacude el pesimismo, desinstala y compromete: ¡Despierta, despierta, levántate …! Vístete de fiesta … Sacúdete el polvo … Estallad en gritos de alegría, ruinas de Jerusalén (52,1-9). Grita de júbilo, tú, que eras estéril; grita de alegría, tú, que no esperabas. Pues van a ser muchos los hijos de la abandonada … Ensancha el espacio de tu tienda, las cortinas extiende, no te detengas. Tu creador va a ser tu esposo (54,1-5).
Yahveh te asegura: en el momento oportuno te atenderé; cuando llegue el día de salvación, te ayudaré. Yo reconstruiré el país, entregaré a sus dueños las propiedades destruidas … No padecerán hambre ni sed, pues el que se compadece de ellos los guiará y los llevará hasta donde están las vertientes de agua (49,8-10). Para el profeta, la experiencia de Dios, aún en medio de aquel dolor del destierro, es profundamente consoladora, llena de esperanza.
Por eso, llama a su pueblo a mirar el futuro de otra manera, con los ojos de Dios: No os acordéis ya de otros tiempos ni soñéis más con las cosas del pasado. Pues yo voy a realizar algo nuevo, que ya aparece, ¿no lo notáis? (43,18-19).
Y, sin embargo, nadie anuncia la llegada de la aurora sin haber sufrido los desvelos y soledades del insomnio. Los poemas del Siervo de Yahveh pudieran ser la expresión de sus propios dolores y la intuición de que la salvación nunca llega por caminos de grandeza, sino de debilidad. Frágil como la misma caña que no se atreve a partir (42,3) y fiado sólo en la fuerza de Dios (49,5), escarnecido (50,6), despreciado como desecho de hombre, carga con los dolores de los otros y, desde su propio quebranto, se convierte en signo de la luz y la esperanza (53,11).
Este profeta sin nombre propio levanta las dormidas esperanzas, ofrece consuelo a sus hermanos, sacude su modorra y les advierte del peligro de acomodarse. Cuando muchos ya habían decidido resignarse y prosperar, él surgió como el grito que despierta e incomoda. Su voz significa a la vez inquietud y consolación, desasosiego y confianza. Alentaba a los sedientos y a los que no tenían plata (55,1) y, a la vez, exhortaba a convertirse y abandonar los malos pasos (55,7). Anunciaba un Dios diferente, cuyos caminos no coinciden con los caminos humanos (55,8), pero su urgencia no admitía dilaciones. El buscador de Dios en el exilio no podía dejar de transmitir su propia inquietud: Buscad a Yahveh mientras se deja encontrar, llamadle mientras está cercano (55,6).
PARA LA REFLEXIÓN: Releo y medito el mensaje del Segundo-Isaías contenido en el libro de Isaías capítulos del 40 al 55; elijo los textos que me van a acompañar en esta Cuaresma y dejo que me toquen el corazón.
- Los profetas consoladores, hoy
Como el pueblo de Israel en el siglo VI a. C., también en el XXI vivimos tiempos de desolación y desconcierto. Un momento tremendamente delicado y de enorme preocupación general, como no ha habido ningún otro en nuestra historia más reciente. La pandemia que sufrimos y sus efectos están dejando un enorme panorama de devastación y quebranto en todo el mundo.
En los países mejor posicionados económicamente, la Covid-19 ha encendido todas las alarmas y ha saltado por los aires buena parte de los hábitos, referencias y seguridades. Ha agudizado y radicalizado las crisis – así, en plural – de unos valores, unos objetivos, unos modos de vida y un sistema que, al tiempo que mostraban sus debilidades y carencias, estaban manifestando la necesidad imperiosa de un cambio de rumbo.
En España, ya al inicio de la pandemia, el relator especial de la ONU advirtió y denunció que la vida del 26% de los españoles era alarmante debido a la pobreza que padecían. Esta cifra ha crecido exponencialmente como consecuencia de los efectos sociales y laborales de la pandemia. Las colas de hambre y pobreza han aumentado vertiginosamente, colas que en otros países se convierten en muchedumbres, ‘las muchedumbres del hambre’.
En los países más empobrecidos, las consecuencias de la Covid-19 son más que evidentes: más hambre, más malnutrición, más dificultad para acceder a la educación básica, más precariedad en los maltrechos sistemas sanitarios, más cronificación del deterioro social, más violencia contra las mujeres, más miseria, más retroceso en las mínimas cotas de desarrollo alcanzado, más… de lo peor, es decir, más ‘desechos sobrantes’.
La pandemia está dejando a su paso un rastro hondo de dolor innombrable, de numerosas pérdidas humanas, duelos sin poder ser acompañados, soledad, miedo, inseguridad, confusión, incertidumbre, desfondamiento de la esperanza, de los afectos, de la ternura…
Esta crisis ha decretado el final de un tipo de mundo minoritario, propio de algunos países y sectores ricos, el de las certezas, el de los seres invulnerables, el de la autosuficiencia porque todo, -salud, economía, trabajo, estilo de vida…-, se ha puesto a prueba. Y, a la vez, olvidados, descartados, ante la indiferencia generalizada, abandonados a su suerte, a la deriva, continúa la mayor parte de ese mismo mundo, sumido, más aún, en una profunda desolación y precariedad.
Se vive entre el ya no de los gobiernos de cada país, carentes de recursos y de voluntad política para proteger a los ciudadanos; y el todavía tampoco de la gobernanza global, que está abstraída en sus propios intereses. Y en medio de esta desolación, la pregunta de Cantalapiedra, como un eco permanente, resuena en nuestra cabeza y nuestro corazón: ¿En dónde están los profetas que en otros tiempos nos dieron las esperanzas y fuerzas para andar?
La respuesta es evidente. Esta Cuaresma nos llama a la conversión, es decir, a convertirnos en otro “Segundo-Isaías”, sin nombre, sin renombre y sin protagonismo, pero que alienta, conforta y se compromete. Como él, podemos superar la tentación de replegarnos y llorar sobre nosotras mismas o cerrar los ojos ante tanto dolor. Y, como él, podemos sentirnos mujeres consoladas por el mismo Dios en medio de nuestro propio sufrimiento, enviadas y habilitadas para la misión de consolar. Consolar a las personas más próximas y a las más lejanas.
El Dios de toda consolación nos envía (2 Cor 1,3-5), no podemos esperar que vengan otros, no podemos perder el tiempo en lamentos. Es nuestra hora. Esta Cuaresma 2021 nos impulsa a abrir los oídos y el corazón para ser capaces de oír el grito de Dios en tantos rostros, grupos, pueblos, en la misma naturaleza y… consolar.
PARA LA REFLEXIÓN:
¿Soy la voz de Dios que consuela? ¿A quién y cómo puedo consolar, liberar, ayudar en esta Cuaresma 2021?
Tagore dice: “Cuando el camino me canse no te pido que me hables, sino que me des la mano”. La palabra inicial de consuelo, para que sea auténtica, necesita el compromiso. Precisa, como los exiliados de Israel, sentir que Dios los reúne y los lleva en brazos, que se preocupa de verdad por ellos. ¿De qué acciones van a ir acompañadas mis palabras?