Domingo 14º del T.O. Ciclo C
Por: Álvaro Alemany Briz, S.J. (Publicado en Homilética. Sal Terrae)
Las lecturas de hoy nos sitúan en un horizonte de totalidad. «¡Aclamad al Señor, tierra entera!»: hemos repetido con el Salmo. «La mies es abundante», señala Jesús en el evangelio. Por eso, la convocatoria que hace a trabajar en el campo del mundo para anunciar el Reino, desborda toda restricción. El evangelista Lucas cuenta primero un envío de los Doce, imagen simbólica de las doce tribus del nuevo Israel; ahora el número de enviados se multiplica, la misión se ensancha hasta alcanzar “todos” los lugares donde Jesús quiere hacerse presente. En esa dilatación personal y geográfica hay también implícita una extensión temporal, que llega hasta nosotros hoy. La misión de trasmitir la buena noticia es general, no queda reservada a un grupo de selectos, de preparados, de adictos. Todos estamos llamados a ponernos en marcha, también quienes ahora acogemos su Evangelio. Basta darse por aludidos. Y salir de nuestros repliegues personales para levantar nuestra vista hacia el horizonte, hacia la mies sin recoger, hacia las necesidades y los anhelos de la gente.
Difundir la paz
Evidentemente, el modo de llevar a cabo esa misión no es único: no se trata solo de salir itinerantes, de dos en dos. La variedad de circunstancias y situaciones de nuestro mundo es más compleja que la Galilea rural de tiempos de Jesús. Necesitamos emprender caminos específicos. Pero la propuesta central sigue siendo la misma: somos requeridos a anunciar y transmitir la paz, con toda la plenitud que encierra ese término para la mentalidad judía.
La paz, que la lectura profética anunciaba como un torrente de consuelo y alegría para las gentes. Aquella que va reposando en todas las casas, en todas las situaciones. La que sana, que libera, que somete demonios de inhumanidad. Jesús no promete un éxito fácil: «Os mando como corderos en medio de lobos». Nuestra única gloria es la cruz de Jesucristo, como dice Pablo en la 2ª lectura.
Va a haber personas y situaciones que se resistan a acoger a los mensajeros de paz. Nada se va a forzar, nada se va a imponer. Por eso el anuncio del Reino solo se puede hacer desarmado, sin aprovisionamiento, sin reservas ni repuestos, a pie desnudo, a pecho abierto, en gratuidad. No tenemos intereses ocultos, dobles intenciones, cuotas de mercado que conseguir. Es un don que ofrecemos, porque a nosotros mismos nos colma. Para transmitir la paz, hay que vivirla en la propia vida. Difundir la Buena Noticia es contagiarla
Acercar el Reino
«Está cerca el Reino de Dios»: sea cual sea la acogida que tenga este anuncio insospechado, sea cual sea la realidad con que se confronte, nada va a impedir que el proyecto amoroso de Dios vaya impregnando y transformando todo. La fuerza escondida del Reino no viene de nosotros. Pero tenemos el encargo de aproximarlo, de hacerlo cercano a toda persona, a toda situación.
No se nos piden grandes dotes comerciales, sino sensibilidad para descubrir y hacer descubrir los signos discretos de esa cercanía, convencimiento para hacerla vida en nuestro entorno. La Eucaristía que celebramos es ya presencia y celebración del Reino. Cristo se nos ofrece en ella como Paz para todos nosotros, para nuestro mundo entero. Y desde ella, como a aquellos discípulos de entonces, nos envía más allá de nuestras fronteras, de nuestros círculos confortables: « ¡Poneos en camino!».