Por: Dina Martínez.
He aceptado esta invitación porque creo que los cristianos tendríamos que expresar y compartir lo que la Fe va aportado a nuestra vida para ir alcanzando ese grado de madurez humana y de realización personal que todos buscamos. No soy teóloga, ni mística, tampoco una estudiosa de las Sagradas Escrituras. Lo que os voy a compartir hoy son las etapas de una vida sencilla, que se ha desarrollado, en su mayor parte, entre los empobrecidos de este mundo y que me ha permitido experimentar que es verdad esa frase del Evangelio de Mateo, 5,4 “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el Reino de los Cielos”.
No voy a dar una definición de lo que es la experiencia de Dios, pues no me considero competente para ello, pero sí me parece importante diferenciar el término “experiencia de Dios”, del de “religión”, pues con frecuencia los confundimos. Mientras la experiencia de Dios remite a liberación, amplitud, gozo, profundidad, unidad…, la religión histórica ha significado, de hecho, para muchas personas, sumisión, estrechez, miedo, ritualismo, división… y posiblemente sea éste uno de los factores que ha llevado a mucha gente a apartarse de todo lo religioso.
Nací en una familia cristiana, como casi todas las españolas de mi época, pero mi familia nunca ha sido muy practicante. Yo pensaba hacer lo que hacían la mayoría de las jóvenes de mi edad y para no perder tiempo, a los 17 años ya tenía un amigo con el que pensaba compartir mi vida. Pero Dios se hizo el encontradizo y a los 18 años me enamoró y también, sin perder tiempo entré en el “Instituto Secular Vita et Pax” al que sigo perteneciendo. Así empezaba a recorrer un camino en el que se han entrelazado la búsqueda y los encuentros con Aquel que me había seducido.
En mis años jóvenes, la presencia Eucarística fue para mí el Lugar donde encontraba respuesta a mis aspiraciones profundas y triviales. Sí, Allí podía descargar mi corazón, dar rienda suelta a mis ilusiones y soñar, como sueñan todos los jóvenes al lado de alguien de quien se han enamorado. Dios, que es un gran pedagogo, quiso quedarse entre nosotros en la Eucaristía para hacerse más cercano y asequible al ser humano.
Otra etapa de mi juventud estuvo marcada por la búsqueda de sentido. Fue el tiempo en que cuestionaba todo, lo que dejaba y lo que seguía. Tiempo de duda, de oscuridad, de proyectos y de realizaciones. También en esta etapa, el silencio y la oración fueron el lugar de Encuentro, donde descargaba mis dudas, donde gritaba mis añoranzas y donde, de vez en cuando, vislumbraba un rayo de luz que me animaba a seguir participando en la tarea de construir el Reino.
Me marché a Rwanda en 1973.
Mis maletas iban bien repletas de cosas materiales y sobre todo llevaba mi juventud (24 años), un diploma recién estrenado y el deseo de responder a una llamada que me invitaba a trabajar con los más pobres. También me acompañaban mis sentimientos profundos: pena de separarme de mi familia y amigos y de alejarme de una sociedad que me ofrecía posibilidades materiales e intelectuales que, en ese momento, eran importantes para mí.
En lo profundo de mi corazón había una renuncia y una entrega. La perspectiva de compartir y, menos aún la de recibir, no las vislumbraba. Tuvieron que pasar muchos años y vivir muchas experiencias positivas y negativas, para tomar conciencia de todo lo que me había enriquecido la convivencia con aquel pueblo. El pequeño título de enfermera se había enriquecido con una fuerte experiencia profesional y humana. Los amigos que temí perder se habían multiplicado y extendido por todo el mundo y los lazos familiares se habían fortalecido.
Cuando tomé conciencia de esta realidad, pensé en esa frase fuerte del Evangelio que había oído muchas veces sin comprender su significado: “Quien quiera salvar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16, 25; Mc 8, 35) Desde ese momento esas palabras cobraban un significado profundo para mí, pues ya no eran una teoría sino una experiencia de vida.
Pienso que todos hemos vivido momentos en los que hemos tenido que elegir y hemos dejado algo que nos gustaba para hacer otra cosa. Lo importante es ser conscientes de lo que vivimos, sin anclarnos en las lamentaciones que nos impiden justamente descubrir lo positivo que nos ha aportado esa opción.
Viví años muy hermosos en Rwanda hasta 1990 que comenzó la guerra. Recuerdo un sentimiento que me invadía con frecuencia y que lo compartía con mi familia y amigos; les decía: tengo la impresión de crecer con este pueblo.
A partir de los años 90 la situación del país se fue deteriorando hasta llegar al caos total en el 94 con el genocidio del que, sin duda, todos y todas habéis oído hablar. Este periodo marcó de un tono sobrio la etapa de mi edad madura. Fueron años de violencia, de sufrimiento, de pérdidas humanas, de dudas, de miedo. Pero puedo decir que fueron los años en que más he sentido la presencia de Dios en mi vida. Momentos fuertes de consuelo y de ternura que hicieron posible el continuar, aún cuando todo me invitaba a hacer marcha atrás.
Fueron también momentos de intuiciones profundas que me han ayudado a conocer más lo mejor y lo peor del ser humano. Recuerdo los meses que pasé en España desde que nos repatriaron, en abril de 1994, hasta diciembre que pude volver a Rwanda. Yo me debatía con la idea de haber abandonado aquel pueblo que tanto creía querer. El día del Buen Pastor, en la Eucaristía, al escuchar el Evangelio de Jn 10,11: “Yo soy el buen Pastor, el que da la vida por sus ovejas…”, entendí que sólo Dios es el Buen Pastor y todos los demás, por mucho que nos creamos, estamos en proceso. Bendita confidencia que ‘me puso en mi lugar’ y sosegó mi corazón. Sí, sólo Dios es Dios y Él nos lo va diciendo al oído mientras lo buscamos y cuando lo escuchamos, le conocemos un poco más a Él y a nosotros.
“Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, vive en mí y yo en él” Jn 6, 55-56.
He necesitado años de contacto con la Eucaristía y superar muchas modas ideológicas para intuir un poco lo que estos versos del Evangelio nos pueden decir. La Eucaristía opera en nosotros algo tan sencillo y tan vital como lo que hace la comida en nuestro organismo. Si sólo nos alimentáramos de banquetes, nuestros cuerpos no se habrían desarrollado armónicamente y nuestras funciones vitales estarían desordenadas. La Eucaristía nos hace, a pesar de nuestra rutina y de nuestras incoherencias. Pero sería inconsciente por nuestra parte no pararnos nunca a saborear y a disfrutar ese manjar aunque también aquí, la iniciativa siempre viene de Dios.
En los años posteriores a la guerra, el pueblo ruandés estaba sumido en el sufrimiento y en la miseria más extrema, y me gustaba contemplar esos hombres, mujeres, jóvenes y niños que llenaban las iglesias para celebrar la Eucaristía. En mis años jóvenes habría tenido una mirada más crítica de esas asambleas, calificándolas de masivas e incluso folklóricas. Pero la experiencia vivida me llevó a mirar a esas gentes con un profundo respeto porque intuía que buscaban en la asamblea Eucarística el lugar donde no eran juzgados, donde eran reconocidos como personas, donde se sentían amados y donde recibían fuerzas para seguir viviendo.
También me impresionaba ver a algunas enfermeras del centro donde trabajaba, después de una larga mañana de servicio a los enfermos, en la hora escasa que teníamos para comer, retirarse a la capilla a rezar y salir sonrientes y pacificadas, dispuestas a seguir curando, consolando y haciendo realidad lo que nos dice Jesús en Mt. 4, 3-4: “No sólo de pan vive el ser humano…”. Esto, que puede parecer heroico o incluso extravagante en algunos ambientes de nuestro mundo rico, yo he tenido el privilegio de disfrutarlo cada día entre los pobres.
Otro texto del Evangelio que ha cobrado para mí una luz especial, el es relato de la multiplicación de los panes y los peces: Jn 6, 1- 15. Este episodio que tanto nos cuesta entender y más todavía creer yo sé, por experiencia, que es una realidad cotidiana que permite que la vida sea posible para muchos habitantes de los países empobrecidos.
Durante los 35 años que he trabajado en Rwanda, siempre hemos dependido de las ayudas de la gente para llevar a cabo el trabajo del Centro de Salud. La colaboración con los grandes organismos y con las ONGs con frecuencia era problemática pues teníamos la impresión que las ayudas estaban condicionadas a sus intereses, más que a dar una respuesta adecuada a la gente del país. Esto hacía que muchas veces no aceptáramos las ayudas para sentirnos más libres en nuestro trabajo y corríamos la aventura de comenzar el curso con un tercio del presupuesto que necesitábamos para llevar a cabo todas las actividades.
Nunca nos faltó dinero para hacer lo que teníamos que hacer. Con la contribución de la gente sencilla que se beneficiaba de los servicios del centro y con las ayudas que recibíamos de nuestros amigos (los que confiaban en nosotras), siempre pudimos realizar las actividades previstas. Cuando esto lo vives durante muchos años llegas a la conclusión de que lo que compartimos y gestionamos para las causas nobles se multiplica.
Esta realidad también la vivimos en nuestra sociedad actual, siempre la hemos vivido, pero en estos últimos años aumenta el número de pobres y cada día son más los que sobreviven gracias a la solidaridad de los que se deciden a compartir lo que tienen y lo que son. Me gusta ver a tantos voluntarios en los diferentes servicios sociales, privados y públicos, ofreciendo su tiempo y sus capacidades para enseñar, para ofrecer espacios de acogida, para hacer compañía a los que están solos… Creo que este es un signo de vitalidad de algunos núcleos de nuestra sociedad que no se han dejado invadir por el virus del capitalismo y de la superficialidad.
Desde hace cuatro años, vivo una nueva etapa de mi vida que estoy convencida de que será apasionante como las anteriores o tal vez más, pues la experiencia me dice que la página siguiente siempre es más interesante.
Voy conociendo la sociedad española que es bien diferente de la que dejé en 1973. Me alegra ver todos los logros económicos y sociales que se han conseguido y constatar como ha mejorado la vida de los españoles en estos últimos 40 años. Encuentro espacios de humanidad donde se respira respeto, fraternidad, responsabilidad, honradez y otros muchos valores que hacen que la vida sea hermosa. Pero desgraciadamente también descubro grandes superficies áridas, castigadas por la superficialidad y por la escasez de valores. Esto me llama mucho la atención porque creo que es, entre otras causas, fruto de la abundancia de recursos mal empleados.
En este mundo, en el que hoy he decidido vivir, sigo buscando a Dios y dejándome encontrar por El, pues ahora sé que es El, el que da sentido a mi vida.
¿Quién va haciendo en su vida esta experiencia de Dios?
Quien la desea consciente o inconscientemente. Aquellos y aquellas que escuchan su interior y que son fieles a sus deseos profundos: de amor, de justicia, de fraternidad, de plenitud, de humanidad… Dios nos habla en nuestro interior y necesitamos hacer silencio en nuestra vida para escucharle.
Este es un gran reto en esta sociedad del consumo y del entretenimiento. Nuestras necesidades nos las descubre la propaganda e inmediatamente nos ofrece una solución para satisfacerlas: la salud, la belleza, la moda, la vida social…
¿Qué nos va aportando la experiencia de Dios?
- Humanidad. A medida que experimentamos esa experiencia de Dios en nuestras vidas constatamos que nos hacemos más humanos, más sensibles a los problemas de los demás, más cercanos a los que sufren, más tolerantes, más fraternos…
- Gratitud y sencillez. La experiencia de Dios no es una conquista, es un regalo. No es algo que nos hemos ganado y que nos podemos apropiar, es lo que experimentamos y disfrutamos gratuitamente en la vida concreta.
- Confianza. Alguien que va experimentando a Dios en su vida va creciendo en confianza que no es lo mismo que seguridad. La imagen que me viene a la mente es la del niño pequeño ante su madre: él no tiene seguridad, no le hace falta, pero no tiene miedo porque sabe que su madre le dará lo que necesite y confía en ella.
- Libertad. La historia está llena de hombres y mujeres que nos han dejado el ejemplo de la libertad que da la experiencia de Dios. Jesús, el hombre libre por excelencia, libre frente al poder político y religioso de su tiempo y también frente a su propia naturaleza. “Padre, si es posible que pase de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.Yo, en mi pequeña historia personal, he tenido la oportunidad de experimentar la libertad que nos da defender causas justas, Jn 8, 32 “Y la verdad os hará libres”; y en Mc 13, 11“Y cuando os lleven para entregaros, no os preocupéis de que vais a hablar; sino hablad lo que se os comunique en aquel momento, porque no seréis vosotros los que hablareis sino el Espíritu de Dios que habita en vosotros”, Estos textos del Evangelio son hoy para mí una experiencia profunda que forma parte de mi vida.
Sí, hoy le daría la misma respuesta a Vicente: hice esta opción a los 18 años porque Dios me enamoró y, caminando con El y con los hombres y mujeres que se cruzan en mi vida, ese amor sigue creciendo. Cuando miro el camino recorrido veo que su presencia lo hace luminoso. Cuando miro el presente, a pesar de su sombrío telón de fondo, no me asusta pues sé que El sigue caminando con nosotros.