Domingo XXVIII del TO
Por: Francisco Gijón. Escritor. Alicante
Textos Litúrgicos:
Is 25, 6-10
Sal 22
Flp 4, 12-14, 19-20
Mt 22, 1-14
Dios No Tira Nunca La Toalla
Los judíos del siglo I constituían una comunidad de gente pobre de solemnidad. Muy pocos eran los que conformaban la casta rica e influyente, casi todos ellos arracimados en torno al Templo de Jerusalén. La inmensa mayoría vivía con lo justo en el mejor de los casos aunque, por lo general, sobrevivía más bien con menos de lo justo. Sin embargo, todos ellos tenían en común algo de lo que carecían el resto de pueblos: la presencia de Dios en sus vidas. Incluso cuando en su fragilidad pecaban, eran plenamente conscientes de que estaban ofendiendo al Dios de sus padres, el que los había elegido para acompañarlos hasta el fin de los tiempos.
En este contexto, un banquete era algo tanto más extraordinario cuanto menor era el rango social del que estaba llamado a participar en él. Al mismo tiempo, era algo común para aquellos cuyas riquezas y patrimonios los mantenían en una situación desahogada. Entendido así, un banquete era mucho más que una fiesta para más del 90% de la población. ¿Quién, por lo tanto, no quería ir a un banquete? Todos aceptan la invitación de buen grado. No obstante, conforme se acerca el momento de asistir muchos de ellos renuncian: tienen cosas más importantes que hacer.
Por un lado, esta parábola podría llamarnos a la reflexión acerca de las muchas veces que relegamos nuestro compromiso con el Señor porque otras tareas, aparentemente justificadas, requieren nuestra atención. Y se nos sugiere que Dios no es “una tarea más”. Satisfechos con nuestro bienestar, sordos a lo que no sean nuestros intereses inmediatos, nos parece que ya no necesitamos de Dios. Nos hemos ido acostumbrando poco a poco a vivir sin necesidad de alimentar nuestra vida íntima con Cristo, lo que supone una postura muy poco inteligente por nuestra parte.
Por otro lado, cuando afirma que los primeros invitados “no eran dignos”, acaso esté aludiendo al rechazo que padece el Mesías en medio de su propio pueblo. El rechazo es tan categórico “que matan a los emisarios” (en clara alusión a los profetas).
Así pues, podemos extraer una interpretación tan válida ayer como hoy de esta parábola que nos propone hoy nuestra Madre la Iglesia: Dios piensa en todos nosotros y nos invita a su banquete (símbolo de plenitud y felicidad); sin embargo, unos porque “andamos sobrados” de nosotros mismos, otros porque pensamos que “habrá otros banquetes”, no pocos porque consideramos que ya hacemos bastante para merecer el ágape… al final la sala no se llena como el Señor querría. Él no nos niega la entrada, somos nosotros los que la rechazamos.
La invitación de Dios puede, obviamente, ser rechazada, dado que somos seres libres y no esclavos. Sin embargo, hemos de meditar sobre nuestra ligereza en el obrar. Y siempre saber que Dios no tira nunca la toalla con nosotros. Alabado sea siempre porque, a pesar de nuestra fragilidad, nos sigue acompañando siempre.