“Fue llevado Jesús al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días y cuarenta noches tuvo hambre. Y acercándose el tentador le dijo: Si eres el Hijo de Dios haz que estas piedras se conviertan en panes”.
Y rechazada la primera carga, viene astutamente la segunda. Y rechazada esta, viene la tercera.
Qué caso: Jesús, Mi Maestro, Mi Señor, mi Vida, mi Luz.
Llevado por el Espíritu Santo al desierto y allí ¡tentado por el diablo!
Si Él, siendo Maestro y Señor, pasó por el aro de las tentaciones ¿Qué aspiraciones tendremos nosotros, sus discípulos, sus siervos?
Si Él, todo santidad, todo pureza, todo luz, todo Vida, aguanta sobre sí la embestida fuerte del enemigo ¿de qué tendremos que extrañarnos nosotros, manchados ya desde el principio por el pecado original y victimas después de tantas trapacerías hechas por nuestra culpa, por nuestra culpa, por nuestra grandísima culpa?
Discípulos del Maestro tentado, siervos del Señor acosado.
Qué felices, qué contentos, nos tenemos que sentir al vernos tentados, al vernos acosados por el enemigo.
Qué felices nos tenemos que sentir al vernos tentados, y qué confiados en manos de Aquel que pasó por todos los aros habidos y por haber, con la única excepción del pecado.
Quién puede decir al Señor: Tú, claro, nos pides que seamos obedientes hasta la muerte, que seamos amadores de la pobreza, que seamos humildes, que seamos sacrificados ―el sacrificio personificado― que seamos puros… Es que no sabes la rebeldía que siento en mí contra todo eso: es que no sabes la fuerza de esta tentación que me acosa, por doquier…quién, quién.
Jesús, el divino tentado, sabe como nadie de la rebeldía de la carne contra el espíritu, de la repugnancia a todo lo que cuesta, a todo lo que supone sacrificio. Sabe como nadie de la fuerza sugestiva de un camino fácil, menos complicado, mas trillado; y sabe también de la fuerza seductora de una palabra, de una mirada, de una sonrisa. Dígalo el desierto, testigo de sus tentaciones; dígalo aquel huerto testigo de sus tristezas de muerte, de sus agonías, de sus tedios, de sus sudores de sangre.
Qué equivocación más lamentable la de aquel que pensando en vivir de la Vida de Jesucristo y más, queriéndola vivir hasta dejar de sobra, pensase que las tentaciones no eran compatibles con la santidad de Aquel que es nuestra Vida.
Como sería equivocación, igualmente lamentable, la de aquel que al seguir la indicación del Señor, de su Espíritu, y fuese a donde el Señor le llamara, creyese que ya estaba hecho todo y que ya allí no había más problemas, ni tentaciones, ni rebeldías, ni cuestas arriba, ni luchas, ni dolores.
Cómo se deshacen, como un terrón de azúcar en la taza de café caliente, todas estas ideas a la luz de esa figura tentada del Maestro, que hoy se levanta enhiesta como una bandera sobre nuestra alma para que la contemplemos bien a las claras, bien a las anchas.
Jesucristo, el divino tentado.
Su Vida de tentación, de sufrimiento, de lucha, de combate que se reproduce en nosotros, al vivirla con toda sinceridad, al vivirla con toda intensidad.
¿Hiciste una arrancada de cara al Señor y desde entonces se te complicó la vida, te comenzó la tentación…?
¿Por qué te extrañas? ¡Cuántas menos complicaciones en aquella vida de vulgar solteronía…¡¡Evidente!!
¡Hay que vivir; hay que morir!
¡Hay que triunfar; hay que luchar!
¡Jesús, divino Tentado, quiero vivir de tu Vida; de tu Vida de tentación, de lucha, de combate heroico y esforzado en esta hora del tiempo Cuaresmal, para así llegar con seguridad a la clara luz de la Pascua!
Nosotros también somos Discípulos del Maestro Tentado.