Solemnidad de Pentecostés. Ciclo A
Por: Rosa María Belda Moreno. Mujeres y Teología. Ciudad Real.
Se ve que a nuestro Jesús, todo se le hacía poco. Después de compartirlo todo entre los suyos, de su total entrega, de sorprendernos con su mensaje de Vida que atraviesa la muerte y el mal, aún nos revela una fuerza eterna que estará a nuestro lado y será Él mismo, animando e iluminando nuestra vida.
Es el Espíritu, el aliento que hace resplandecer, que ayuda a atravesar el miedo, que nos infunde esperanza, que nos alegra el camino, es ese dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, gozo que enjuga las lágrimas, brisa en las horas de fuego.
“Estaban todos reunidos” (Hechos 2, 1-11)
A estas alturas del año andamos cansados. De reuniones, de trabajos, de tantas horas gastadas, a veces, para tan pocos resultados. Hemos acumulado desesperanza, acontecimientos desalentadores, un gran esfuerzo también. Tenemos ganas de soledad, de que nos dejen en paz, de desaparecer.
El Espíritu, en aquellos tiempos, se hizo realidad mientras estaban todos reunidos. La Palabra lo señala de una forma preciosa: “…un ruido del cielo, como de un viento recio”. ¿Lo imaginamos? Nosotros, con las mismas quejas de siempre, con los mismos miedos, con las mismas penas, y de repente, “un viento recio”, algo así como, un “basta ya”, como un “hasta aquí”. Es la sorpresa de un rumor nuevo en medio de la apatía y el enfurruñamiento. Y se hace realidad mientras estamos reunidos.
Esas llamaradas del Espíritu que se posaron sobre cada uno de ellos, no distinguían si unos eran más listos o más buenos o más trabajadores. El Espíritu se hace presente allí donde hay comunidad. Comunidad de mujeres y hombres imperfectos, pobres, desanimados, encasquillados.
Jesús es el Señor (1 Corintios 12, 3b-7.12-13)
Es ese Espíritu el que me hace dar un paso más, salir de mi ensimismamiento. Solo aceptando que todo es del Señor, que mi obra y éxito es todo suyo, aunque yo ponga todos los medios para que sea posible, solo entonces, doy testimonio de que el Espíritu me habita.
Decir que Jesús es el Señor significa para mí, también, que los hermanos están en el centro de mi vida, que el hombre y la mujer, rotos y desfigurados están en el centro de mi quehacer. Es muy fácil descentrarme de lo que me asusta y me incomoda, de quien no me da la razón. Cualquier justificación parece verdadera para no seguir entregándome a la bondad. El mensaje del Evangelio, ¡es tan claro! Habla del perdón y la misericordia, me obliga a salir de mi ombligo, de mi ego y volver a la comunidad.
“Exhaló su aliento sobre ellos” (Juan 20, 19-23)
Jesús dice y repite “Paz”. Debía importarle mucho que viviéramos en paz, reconciliados. Este era su saludo, su deseo, su esperanza. Su proyecto no está hecho por personas llenas de dones. Solo nos pide seguirle, con aire de paz, de reconciliación, de hermandad. La paz a pesar de todo. La reconciliación allí donde hay aspectos tan difíciles de unir, como que el león y el cordero se abracen.
Jesús exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”. ¡Qué bendición! Para llorar de alegría. Reunidos en comunidad, con el intento de ser fieles al Jesús, Señor de nuestra vida (con el correlato que conlleva de entrega a los más pobres y sufrientes), y con la Paz como antesala.
Y entonces llega el milagro. Por fin salimos de la atmósfera de tibieza tal como nos reclama el Papa Francisco. Por fin somos ardientes en el servicio y seguimos la consigna de llevar el perdón, que es el don a raudales, el don mayor (“a quienes les perdonéis”). Y así nos atrevemos a corregirnos y corregir a los demás (eso indica la frase “a quienes se los retengáis”).
¡Que nuestro deseo del Espíritu se haga realidad, en medio de la realidad a veces tan trabajosa y difícil! Y ahora, ¿nos atrevemos a decir: “Ven”? ¿Y si “viene”?