Por: Secretariados de Espiritualidad y Formación. Vita et Pax.
El día 7 de abril hizo veintidós años que ya no están con nosotras. Y allí fuimos, a hacer memoria de sus vidas y de sus muertes. A decirles que las recordamos, que siguen con nosotras y con su pueblo y que, desde Dios, ellas VIVEN.
En el libro del horror de tantas guerras de la humanidad, hay un capítulo que corresponde a Ruanda. Un capítulo adverso para el sentido de lo que significa ser humano, pero también una historia fecunda de entereza de la identidad cristiana confirmada con la vida y con la muerte de tantos testigos de la fe. Muchos lugares de la geografía ruandesa están bañados por la sangre de los mártires.
Cuando hablamos de mártires, hablamos de personas que murieron por seguir a Jesús, por identificarse con su proyecto de amor, justicia y verdad, y lo hicieron en circunstancias de extrema conflictividad social. Pero también hablamos de un ingente número de seres humanos, con frecuencia niños, mujeres y ancianos, que han sido asesinados inocente e indefensamente, en grandes masacres, sin libertad siquiera para rehuir la muerte, que forman parte de lo que llamamos “pueblos crucificados”.
Todos ellos, como nuestras compañeras, han sufrido una muerte masiva, inocente y anónima, sin que hubiesen hecho uso de ninguna violencia, ni siquiera la de la palabra. Y los recordamos porque la memoria de Jesucristo, víctima inocente e indefensa, nos impide dejar en el olvido a las víctimas inocentes e indefensas de todos los países y de todos los tiempos y, por consiguiente, tampoco a las víctimas, inocentes e indefensas, del pueblo de Ruanda.
Junto a ellas está, además, la voz de los testigos que siguen vivos. Personas que se encontraron con la muerte en varias ocasiones y, sin embargo, permanecen entre nosotras. Son un milagro viviente. Son testigos y esta palabra reviste sus vidas enteramente y les confiere dignidad y respeto. Testigos de momentos históricos fundantes que dejan huella, que nos muestran la realidad al desnudo, donde se juegan intereses que, por un lado, rebajan el valor de la persona humana a su mínima expresión y, por otro, nos hablan del don de Dios, que nos concede testigos que luchan heroicamente permaneciendo en sus lugares de misión, acompañando al pueblo hasta el final, como “buenos pastores y buenas pastoras”.
Hacemos memoria no para profundizar las heridas, sino para sanarlas, pues donde la verdad no ha brillado, las heridas permanecen abiertas, esperando en silencio una curación que tarda en llegar. Hay que sanar las heridas, pero hay que asumir la verdad para hacer posible de un lado, el perdón y del otro, el arrepentimiento.
Por tanto, el futuro se construye a partir de la memoria, que hace posible la recuperación de la identidad, la dignidad y la justicia. Porque el recuerdo que nos reconcilia, es el que nos permite reconocernos mutuamente, mirarnos como hermanos y hermanas cara a cara y colocar sobre bases firmes el futuro de una sociedad que, se construye sobre el cimiento firme del respeto, de la paz y la justicia.
Nuestra esperanza, además, se fundamente en el Dios de la Vida, el Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob; en el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo; en el Dios de Ruanda, Dios de Vida y de Paz al que M. Rose, Thérèse, Bellancille, Winifrida, Inmaculée, Florance, Francine y Béatrice consagraron sus vidas.