Por: José María Lorenzo Amelibia
Cuando ingresé en el Seminario de Pamplona, en el año 1946, terminaba su mandato de educador Don Cornelio Urtasun joven y carismático sacerdote. No llegué a tratarlo, pero recibí el impacto de su persona de una forma indirecta.
Se hablaba en corrillos del tan Don Cornelio y su obra: Un grupo de seminaristas mayores, dirigidos suyos, eran modelo de buen comportamiento.
Se reunían algunos días por la noche para adorar juntos a Jesús en la Eucaristía; todos ellos guiados por aquel santo educador estaban enamorados del divino prisionero del Sagrario y difundían por doquier aquella gran amistad.
Caí yo en cama en el mes de mayo del 49, y me visitaba el seminarista diácono S. Zubieta que era enfermero. Me subyugaba su conversación de joven entusiasmado con Jesús. Me contaba sus ratos de intimidad con el Señor Sacramentado. Me causaba santa envidia. Todo aquel amor se había fraguado en las vigilias nocturnas dirigidas por el santo don Cornelio.
Marché convaleciente a las vacaciones y gracias a aquel buen ejemplo y a otras circunstancias mi vida se transformó.
¿Por qué yo no podía vivir este amor grande de Jesús como lo vivían tantas personas santas?
En la penumbra de la Iglesia de San Juan permanecí una tarde largas horas. La lamparilla roja del Sagrario centelleaba cual corazón joven lleno de amor. Se percibían lejanos y tenues los trinos de las golondrinas. Un rayo de sol posaba delicado en el Sagrario haciendo más dorado el cariño de Jesús. Arrodillado en reclinatorio miraba yo aquel centro de Amor. Ojos fijos, húmedos, serenos a la vez. Sentía en mi alma la voz del Amado que me decía: “Espero de ti cosas grandes. Las vas a hacer. Acuérdate de esta tarde de intimidad. Desde hoy la pureza no va a ser problema. Vencerás. Te espero junto a mí todas las tardes en la Eucaristía. Acuérdate de estos momentos. No los olvidarás.” ¡Y nunca los he olvidado!
Sembrador de aquella felicidad, inductor de conversiones de este tipo era D. Cornelio Urtasun. Pero creo que no se llegó a comprender por parte de algunos a aquel hombre de Dios. Llamaban peyorativamente “cátaros” a los seminaristas modelo, llenos de amor eucarístico, hambrientos de Dios, líderes del celo de la gloria del Altísimo, ansiosos de hacer el bien a las almas.
D. Cornelio era un místico profundo; pionero de la reforma litúrgica ya en los años cuarenta. Marchó en 1949 a Valencia con el Arzobispo Olaechea, donde fue nombrado director del Convictorio sacerdotal. Allí ayudó a santificarse a muchos sacerdotes que salían también encendidos en Cristo. No contento con esta labor, amplió su campo de acción a jóvenes y matrimonios. Dondequiera que actuaba aparecía el sello de la santidad y el fervor espiritual.
De vuelta a Pamplona en el año 1957 se dedicó a asentar las bases de una fundación de mujeres religiosas en un Instituto Secular llamado “Vita et Pax”. Hoy está extendido por más de quince países del mundo. Se distinguen por su cordialidad y fervor eucarístico.
Era también nuestro sacerdote un intelectual. Desde 1968 al 83 participó como consultor de la comisión para la reforma del Código de Derecho Canónico; también influyó poderosamente en la creación de la conferencia Española de Institutos Seculares, a la que asesoró y casi engendró. Y toda su labor iba teñida del silencio y humildad de los verdaderos hombres de Dios.
Es un comentador extraordinario de las oraciones del Misal. Tiene publicaciones al respecto.
El 1 de abril del año 1999, entregó su alma al Señor. Eran las ocho de la tarde del día de Jueves Santo: su fiesta favorita, porque Jesús en ese día instituyó la Eucaristía. ¡Qué abrazo tan total e íntimo se habrá dado con Jesús!
Dadnos, Señor, sacerdotes santos de la talla de éste Don Cornelio Urtasun.