Festividad del Corpus Christi
Por: Teodoro Nieto. Burgos
La festividad del Cuerpo de Cristo se remonta al siglo XIII, y fue inspirada por una religiosa que sintió la necesidad de revitalizar la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Durante siglos, la piedad de los creyentes parece haber puesto el acento en la adoración y en el culto procesional del Santísimo Sacramento. Ahora bien, en el mundo en que vivimos, cabe preguntarnos: ¿Podemos quedarnos únicamente en una adoración intimista y cruzarnos de brazos ante una sociedad que antepone el valor de la economía de mercado a los ochocientos millones de seres humanos hambrientos en nuestro planeta; que es caldo de cultivo de la desigualdad social, de la precariedad, de carencias en el ámbito de la educación, de la salud, del trabajo, de políticas corruptas, de maltrato femenino, de miles de refugiados que, lejos de acogerlos, protegerlos, promoverlos e integrarlos los sepultamos en el mar?
Esta festividad puede, tal vez, ayudarnos a despertar y a redescubrir aspectos que fácilmente podemos pasar por alto en la celebración de nuestras Eucaristías.
Es profundamente significativo el relato de la multiplicación de los panes que hoy proclamamos en el Evangelio. El evangelista Lucas resume el de Marcos, introduciendo algunos cambios, según su estilo propio. Las cifras que aparecen: siete (cinco más dos), cinco mil, cincuenta, doce, tienen un valor puramente simbólico que nos remiten al pueblo judío, representado en los cinco libros del Pentateuco (la Ley), y en el doce, que hace referencia a las doce tribus de Israel. Ello excluye, por tanto, una interpretación literal de los mismos.
En realidad, más que de “multiplicar panes”, el texto habla de “repartirlos”. No se trata, pues, de “multiplicar”, sino de “repartir” y “compartir”. Sabemos que el sistema capitalista neo-liberal es experto en “multiplicar” la riqueza, a costa de flagrantes injusticias. Es hora de despertar. Pero se niega a repartir o distribuir el pan en la mesa de los hambrientos. Jesús no hizo el milagro que podemos imaginar, y tal como estamos acostumbrados a imaginar. Jesús compromete más bien a sus discípulos a asumir la realidad del hambre de la gente. Y les da una orden tajante: “Dadles vosotros de comer”. Hoy nos preguntaría: ¿Os preocupa que cientos de millones de seres humanos en el mundo no tengan todos los días pan abundante en sus mesas?
En el relato de Lucas aparece con claridad su trasfondo eucarístico: Toma los panes, alza los ojos al cielo, los bendice, los parte y se los da a los discípoulos. Solo quedan al final unos pedacitos. El pan tiene que saciar a todos.
En la antigüedad, compartir el pan era un signo o sacramento de la vida, con potencialidad de crear y fortalecer sentimientos traducidos en la vida cotidiana en comportamientos de auténtica solidaridad. Por eso lo usa Jesús en su cena de despedida. En el transcurso de la historia, el núcleo de todo culto eucarístico es la presencia de Jesús en el pan y en el vino: “Esto es mi cuerpo”, “Esta es mi sangre”, que en arameo, la lengua que él habló, equivale a decir:
“Esto soy yo”, y que, trascendiendo todo literarismo, Jesús no se refiere a la “materialidad” del cuerpo, como parece haber entendido cierta teología posterior, sino a toda su persona, a su ser total. Cuando Jesús dice “esto es mi cuerpo/esta es mi sangre”, no contempla únicamente el pan y el vino materiales que tiene ante sus ojos. Nos está diciendo que lo Divino está encarnado en lo humano, en toda la realidad existente, y que todo es sagrado. El pan y el vino simbolizan toda la humanidad, el cosmos entero. Y esos símbolos tendrían que llevarnos a descubrir la presencia de Cristo en todo y en todos.
Por consiguiente, la Eucaristía es la celebración de la unidad de todos y de todo en Dios. Para las primeras comunidades cristianas, como lo atestigua Pablo, el pan eucarístico era vínculo de unión: “Si el pan es uno solo y todos compartimos ese único pan, todos formamos un solo cuerpo” (1 Cor 10, 17). Este es el sentido primordial de la Eucaristía. En realidad podemos decir que “comulgar” el Cuerpo de Cristo es comulgar, no solo con todos los hermanos y hermanas, sino con todo lo que alienta y vive. Porque la Eucaristía no es un simple rito aparte de la vida.
Es la celebración de la alianza o pacto de unidad de Dios con toda la creación. Aunque el “ojo de la carne” no pueda percibirlo, somos una misteriosa e indivisible comunión. Celebrada y vivida así la Eucaristía, podemos al menos atisbar que toda la vida es Eucaristía, en el sentido más genuino de la palabra, es decir, una acción de gracias.
La festividad del Corpus Christi puede despertar en nosotros ecos la la Unidad olvidada que somos, y ayudarnos a tomar cada día más conciencia de la apremiante necesidad de construir con gestos cotidianos y concretos la fraternidad y sororidad, sobre todo con los hombres mujeres más vulnerables y excluidos de nuestra sociedad Porque éste fue y sigue siendo el sueño más acariciado de Jesús, que tan insistente y amorosamente pidió al Padre: “Que todos sean uno, lo mismo que lo somos tú y yo” (Jn 17, 21).