Domingo II de Cuaresma
Por: Fidel Aizpurúa. Hermano Capuchino
Textos Litúrgicos:
Gen 22, 1-2. 9. 10-13. 15-18
Sal 115
Rm 8, 31-34
Mc 9, 2-10
Estaban Aterrados
La lectura del evangelio ofrece muchas posibilidades para alimentar la espiritualidad, siempre que intentemos leer con detención y ahondamiento.
El relato de la transfiguración es una escena de iluminación: al final de su vida, Jesús quiere saber si ha de ir a Jerusalén o no porque, intuye, le aguardan allí muchos peligros (como así fue). En el silencio, en diálogo con la Palabra (Moisés representa la Ley, Elías la profecía) y con la compañía de sus amigos descubre que tiene que ir a Jerusalén porque ese camino de total entrega viene de Dios. El interior de Jesús se ilumina.
Pero los discípulos también se percatan de esa deriva y quieren frenar aquello porque les da mucho miedo. Para ello, idean un truco: hagamos tres tiendas, no vayamos a Jerusalén, quedémonos en este lugar seguro. Dice el evangelista que “no sabían lo que decían porque estaban aterrados”. Les cuesta encarar una situación difícil.
Estamos en Cuaresma y una manera de “convertirse” es sanar heridas y para ello, inicialmente, hay que comenzar por encarar las situaciones difíciles. ¿Cómo hacerlo, cómo mirar de frente aquello que se nos hace muy cuesta arriba?
- Pongamos nombre a la dificultad: no temamos llamar por su nombre a la enfermedad, al cáncer, al dolor, a la muerte incluso. No escondamos la dificultad, no obviemos su dentellada. Nombrar la dificultad es una manera inicial de atajarla.
- Tratemos de vivirla con la mayor paz posible: tras la tempestad de una mala noticia, tratemos de recuperar la paz del corazón. No solucionará el problema pero, al estar menos alterados, podremos descubrir caminos nuevos para vivir lo difícil de manera más humana.
- Apoyémonos en Jesús: él ha experimentado fuertes dificultades. Su valor y su generosidad puede animarnos y pueden hacernos descubrir algo hermoso: que más allá de la dificultad hay margen para la vida, aunque sea escaso. Que la alegría también es posible cuando las lágrimas brotan.
Hay un valor humano y espiritual del que se habla poco: la ecuanimidad. Una persona ecuánime es aquella que sabe mantener un cierto equilibrio ante los avatares de la vida. Contamos, para ello, con la ayuda de Jesús que nos dice: “No se altere vuestro corazón” (Jn 14,27). Es posible y deseable esta ecuanimidad.
San Pablo dice que “la fuerza se realiza en la debilidad” (2 Cor 12,9). Es paradójico, pero puede ser verdadero. En esta Cuaresma, tiempo para sanar heridas, podemos experimentar esto: siendo frágiles, como somos, seremos fuertes si nos apoyamos en Jesús y si nos damos, unos a otros, nuestro más sincero apoyo.