“Hemos llegado al tiempo ideal… durante todo él, es preciso que nos proyectemos como ministros que somos de Dios: sobrecargados de penitencia; domada nuestra carne con el ayuno; alerta nuestro espíritu en las Vigilias; sobresaturados de caridad sincera…”. Sentí toda la vibración emocionada de nuestra Madre Iglesia al descorrer ante nosotros el programa que ella quisiera ver convertido en realidad durante este ayuno solemne.
-
Que nos proyectemos como todos unos ministros de Dios,
-
sobrecargados de penitencia,
-
domada nuestra carne con el ayuno,
-
alerta nuestro espíritu en las vigilias,
-
sobresaturados de caridad, pero… de la buena.
Vaya programa de poner una Madre a sus hijos. Pero la cosa no tiene vuelta de hoja. Así es y así tiene que ser. ¿Por qué? Porque somos cuerpo de Cristo. Y ha sonado la hora de subir a Jerusalén para consumar el sacrificio redentor.
Somos cuerpo de Cristo. Tan cuerpo de Cristo como el cuerpo que tomó en el seno de la Virgen Madre, formado por el Espíritu Santo.
Nuestros miembros son tan suyos como lo fueron los del cuerpo que El asumió en aquel maravilloso intercambio cuando el Creador del género humano tomando carne en el seno de la Virgen Madre, nos dio su divinidad.
Lo que en el cuerpo y alma de Cristo se realizó durante su vida, pasión y muerte no fue más que la muestra, el guión, el comienzo de lo que en nuestras personas se continuaría a través de los tiempos.
Porque somos cuerpo de Cristo nos espera su mismo triunfo, su misma gloria. Pero para llegarnos a aquella herencia, tenemos que pasar por el camino que él pasó.
Hay una Pasión de Jesucristo escrita en tinta y en unos libros por cuatro evangelistas; hay otra Pasión de Jesucristo que tenemos que escribir en sangre, sangre de nuestro cuerpo o de nuestro espíritu ―en el libro de nuestra vida―.
Hay una Pasión escrita en la que los Evangelistas contaron que el Primogénito de una teoría colosal de Hermanos, comenzó el sacrificio redentor por los pecados del mundo y para que las almas tuvieran vida; en la que nosotros escribamos se completará lo que falta a aquella pasión comenzada hace ya unos cuantos cientos de años, de cara a una satisfacción por los pecados del mundo y para que las almas, sobre todo las “nuestras”, tengan vida y la tengan pujante y vigorosa.
Se comprende por qué la Madre nunca dice a sus hijos ¡basta!. Es que somos cuerpo de Cristo.
Y así como Jesucristo no tuvo más remedio que pasar por el aro de la Pasión para entrar en la gloria del Padre, así a nosotros, irremisiblemente, nos espera la misma suerte. Porque somos cuerpo suyo: porque somos miembros de sus miembros.
ha sonado la hora de subir a Jerusalén