Solemnidad de Todos los Santos
Por: José Antonio Ruiz Cañamares, sj Zaragoza
La vida de toda persona, por muy plena que pueda percibirse, siempre tiene algo de sombras: límites, vulnerabilidad, errores cometidos, sufrimiento, pecado…
Desde la fe en la resurrección sabemos que nuestro final aquí en este mundo no es la aniquilación, el vacío, la nada. Nuestra esperanza consiste en saber que tras la muerte nos espera la plenitud, sin sombra alguna, sin dolor ni sufrimiento. Será la plenitud de vivir desde al amor junto a Dios y los demás que nos han precedido.
Nos creemos poco el versículo de 1Jn 3,3: “Seremos semejantes a Él, porque le veremos tan cual es”. Hoy, solemnidad de todos los santos, la liturgia nos invita a reafirmar nuestra esperanza en la plenitud de la que, por gracia, gozaremos en la eternidad. Plenitud de la que ya participan todos los santos, hombres y mujeres como nosotros, que con sus fallos y dificultades trataron de imitar al Maestro pasando por la vida haciendo el bien. La mayoría desconocidos, con vidas sin grandes relieves, anónimas, como la de la mayoría de nosotros. Por eso hoy la liturgia nos dice que no nos deben pasar desapercibidos.
Y mientras somos peregrinos por esta vida ¿qué? ¿Cómo acercarnos a la santidad a la que todos estamos llamados por el hecho de ser bautizados? El Evangelio de hoy nos da la clave: tenemos que pedir la gracia de vivir desde las bienaventuranzas. Que no es otra cosa que experimentar que todo lo que tengamos que vivir, incluido el sufrimiento, si se vive junto a Dios se puede convertir en fuente de bendición. ¡Casi nada!
A veces la riqueza, la belleza y las posibilidades de la fe son tan grandes que dudamos de que pueda ser verdad. Cómo va a ser posible que la pobreza, el sufrimiento, el deseo de justicia, etc., cuando se viven junto a Dios nos pueden convertir en dichosos, en felices. Sólo la gracia de Dios puede operar este cambio.
La santidad, entendida desde el Evangelio de hoy, consiste en ser hombres y mujeres que viven las bienaventuranzas. Vivir así no es una meta a conseguir desde el esfuerzo, sino la disposición interna a dejarnos invadir por Dios. Dejar que Él vaya haciendo en nosotros su obra. Una obra buena, que es buena noticia para la pequeña parcela de la vida que nos toca cultivar. Vamos a pedir la gracia, a través de María, de vivir las bienaventuranzas como ella, que supo disponerse y acoger el don de Dios pronunciando el “hágase en mí tu sueño”.