Domingo 4º de Cuaresma. Ciclo C
Por: Dionilo Sánchez Lucas. Laico. Ciudad Real
Nos pasa hoy también que cuando la persona vive bien, incluso muchas veces en la abundancia, posee bienes, disfruta de los placeres de la vida, goza de buena salud, etc., cae en la tentación de creerse merecedor de todo, de no tener que depender de nada ni de nadie, sobre todo prescinde de Dios, porque ya no le hace falta, incluso puede ser mayor obstáculo para su libertad.
Pero ahí está el Padre con todo su derecho sobre nosotros, que nos ha creado, nos ha dado la vida, ha querido que seamos diferentes a los demás seres de la tierra, con razón y conciencia, dispuesto a cedernos, a darnos toda la libertad que es nuestro mayor patrimonio.
Luego está el uso que hagamos nosotros de esos bienes tan preciados, tanto de los bienes materiales, como de los valores personales y espirituales, que los utilicemos para nuestro bien y el de toda la humanidad, o por el contrario vivamos como un “libertino” perdiendo todo lo bueno que tenemos, hasta el punto de llegar a perder también nuestra libertad y pasemos a depender del consumismo, hedonismo y se apodere de nosotros un egoísmo que desemboque en una vida cada vez más vacía y sin sentido.
Pero menos mal que después de todo seguimos siendo personas, los preferidos de Dios, por eso aún habiendo renunciado a todo lo que tiene que ver con Él, puede haber uno o varios momentos en la vida que la persona reflexione y quiera volver a Él, de aquí la importancia que tenemos los que precedemos a otros (padres, educadores, acompañantes,..) de sembrar la semilla, para que la persona en algún momento de su vida haya oído hablar del Padre que está ahí esperando.
Tal vez todos seamos o deberíamos ser “hijos pródigos“, aún sin haberle pedido al Padre toda nuestra herencia, pero si debemos decirle “Padre he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Qué es el cielo, sino la humanidad nueva que está por llegar, el Reino de Dios presente en la Tierra, que no puede ser realidad mientras haya injusticias de unos contra otros; no compartamos el trabajo y el alimento con los otros; sigamos aprovechándonos y esclavizando a los otros; entablemos la guerra y las guerras contra los otros; permanezca en nuestro corazón aunque sea una pizca de egoísmo y no resplandezca el AMOR.
Pero si de algo tenemos que estar también convencidos es de la misericordia de Dios, del “Padre bueno” que sale a nuestro encuentro, nos abraza y nos perdona, que está más contento porque se arrepienta aquel hijo que en un momento determinado no quería saber nada de Él, que había malgastado su vida, incluso poniéndola en peligro.
Luego estamos los hijos que nos sentimos cercanos al Padre, que nos alegramos del amor de Dios, pedimos y damos gracias, pero no podemos caer en la tentación de ser hijos predilectos, acaparadores de su bondad, bendecidos por su gracia, sino ser “siervos humildes que claman al Señor, que nos escucha y nos salva”.