La autoridad del que hace

los espíritus inmudos le obedecen

Por: Juan Pablo Ferrer – Párroco in solidum de Albarracín (Teruel)

4º Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

Nos encontramos durante este año 2012 con la lectura del evangelio de San Marcos. A mí personalmente es un texto que me seduce mucho, porque invita urgentemente a la acción a favor de los hombres subyugados de todos los tiempos. En este evangelio de San Marcos predomina la acción de Jesús sobre los discursos, sobre la palabra. Quizás la autoridad de la enseñanza de Jesús, que asombraba a los participantes en Cafarnaún de la liturgia sinagogal de aquel sábado ¡día de no hacer nada!, haya que verla especialmente en que Jesús sí se atrevió a algo más que a “discursear”: mandó a aquel espíritu inmundo guardar silencio y salir de la vida de aquel ser humano, aprisionado por el mal.

Hoy sigue siendo, como siempre lo ha sido, un escándalo para la fe en Dios la existencia del mal. Y este acontecimiento de la vida de Jesucristo, que conmemoramos en este domingo, 29 de enero, sucede tras la llamada a los primeros discípulos a ser pescadores de hombres, es decir, rescatadores de tantos hombres náufragos en el mar del caos y de la muerte. Este hecho que narra San Marcos nos comunica muchas cosas sobre el misterio del mal. En primer lugar, nos dice que el mal es un misterio, que produce escándalo en sí mismo, es decir, literalmente “hace tropezar en el camino”. Eso es lo que significa la palabra “satanás”. Más que teorizar sobre el mal, habría que afrontarlo prácticamente. Al misterio del mal no se le puede comprender teóricamente, porque en sí mismo es un sinsentido, un absurdo… algo que no hay que admitir, ni siquiera en la mente, mucho menos en la práctica de cada día. El grito de Jesús al espíritu inmundo ¡cállate! supone negarle al mal el derecho a hablar y a encontrar un espacio, una razón para existir en nuestro mundo. Por eso, vemos a Jesús que afronta la existencia del mal, no teórica, sino prácticamente, combatiéndolo, es decir, con la única manera de entrar en su misterio, sin ser cómplice de él, y sin justificarlo. Aquí quiero recordar la frase de San Pablo “Al mal se le vence a fuerza de hacer el bien” (Romanos 12, 21).

Es verdad, que hay razones para creer en Dios y también las hay para no creer, pues la existencia del mal pone a prueba nuestra fe en Dios. Pero si vemos razonable la lucha práctica contra el mal en el mundo, esta lucha solamente se puede sostener razonablemente, si al final la vida vence a la muerte; la verdad, a la mentira; la justicia, a la injusticia… Y en esta victoria Dios tiene mucho que decir en su compromiso por el hombre como vemos en Jesús. Él pasó por la cruz como víctima, junto a tantas víctimas de la historia que reclaman justicia. ¿Quién se la concederá? Con toda esperanza, el Dios de Jesús que lo resucitó a él  y nos resucitará a todos.

En segundo lugar, la acción de Jesús no va contra el hombre “que tiene el espíritu inmundo”, que es la víctima y está esclavizado. Suele ser la primera tentación ante la experiencia del mal: “demonizar” al hombre, identificarlo con el mismo espíritu del mal. Fácilmente en esta sociedad tan competitiva, demonizamos al adversario político o deportivo, al que no piensa igual que nosotros, al que nos advierte de nuestros fallos y errores… Esto mismo le ocurrió a mismo Jesús: sus mismos rivales van a ver en él al mismo Belcebú, príncipe de los demonios. Así justifican su rechazo al evangelio de Jesús (ver Marcos 3, 30). Jesús mismo va a desenmascarar esta cerrazón, calificándola de pecado imperdonable, porque ellos mismos se cierran a una posible conversión futura, distorsionando la más elemental lógica y honradez, por propio interés partidista: “¿Cómo va estar Satanás contra Satanás?” (Marcos 3, 23). Demonizar es el recurso de defensa más inhumano, pues siembra miedo en el otro, en el hermano… y genera reacciones violentas desorbitadas y odios difíciles de vencer. Jesús vence ese miedo afrontando al mal, al que llega a conocer muy bien y por eso, puede ganarle la batalla. Aquí el salmo 94, nos urge con insistencia: “No endurezcáis vuestro corazón”.

En tercer lugar, el misterio del mal no solamente se presenta como “espíritu inmundo”, es decir como lo contrario a Dios, cuya acción está comprometida a favor de los hombres; no solamente como misterio que hace tropezar al que teoriza sin comprometerse en la lucha contra él; sino también como misterio que divide. Es lo que significa la palabra “diablo”. Diabólico es dividir sembrando desconfianza y mentira en la comunidad de los hombres. Sin embargo, aquí Jesús parece que pretenda que no se sepa quién es él. Parece imponer silencio y secretismo a su identidad mesiánica de “Hijo de Dios”. ¿Quién es el que oculta la verdad? Jesús o los espíritus diabólicos.

Jesús adopta una acción pedagógica progresiva: irá desvelando poco a poco su identidad, pero sin que se desvincule de su cruz, es decir, con la acción más clara y significativa que él puede hacer para manifestar que no quiere ser cómplice del mal, aunque se vea él mismo en manos de sus embustes. Su acción a favor de todo hombre, que tantas veces se cree rechazado por Dios, es la mejor manifestación de quién es Dios: el Dios de los que se consideran “sin Dios”. La “sinagoga” mantenía una imagen de Dios opresiva especialmente con los pobres, considerados por aquella religiosidad ambiental como “impuros” e “inmundos” ante Dios. Sin embargo, Jesús desenmascara con su acción y sus palabras que el espíritu del mal está también dentro de la misma “sinagoga”, aunque se crea ella inmune a su influjo. Es el reverso de demonizar a los otros: nos creemos ángeles puros, cuando no lo somos.

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