La fiesta de la Gracia

Por: M. Carmen Martín. Vita et Pax. Ciudad Real.

Inmaculada Concepción. Ciclo C

La fiesta de la Gracia

Poco a poco voy recuperando a María como seguidora de Jesús que estimula y alienta mi propio seguimiento. Convertida en símbolo religioso por la mayor parte de la teología tradicional ha terminado siendo alguien lejano, idealizada, que poco tiene que ver con su propia historia ni con la nuestra. Por eso, al bajarla del pedestal y acercarnos a ella como a un ser humano real, nos sorprende con el descubrimiento de que también luchó, de que su vida, en expresión poética del Vaticano II, fue una peregrinación de fe, incluido el paso por la noche oscura.

Mucho le debemos al Concilio pero también es honesto poner sobre la mesa sus limitaciones. Según la Lumen Gentium 63: “La Madre de Dios es el modelo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo”. Por hermoso y verdadero que pueda ser, lo que no se dice es igualmente significativo. María no es el modelo de la Iglesia en su papel oficial de gobierno, predicación ni administración de los sacramentos. No es el modelo del sacerdocio ordenado de la Iglesia. No es el modelo… Es un reto grande y, tal vez, venga cargado con alguna dificultad añadida, seguir reflexionando sobre María desde otra perspectiva, por ejemplo, desde una antroplogía igualitara de compañerismo.

Si nos centramos en la fiesta de hoy, la Inmaculada Concepción, cuyo dogma  declara que María fue concebida sin pecado original, el pensamiento tradicional lo ha entendido como el reconocimiento de unos dones sobrenaturales que glorificaban, magnificaban y alejaban a María de la condición humana. Se pensaba que estos dones hicieron que ella viviera una vida como la de Eva y Adán en el paraíso antes de la caía. Ella habría tenido unas prerrogativas especiales, que le permitieron bandearse por los avatares de la vida sin esfuerzo, en un mundo cuyas luchas históricas no le alcanzaban.

Todas estas ideas calaron en el pueblo que la imagina libre de pasiones humanas, preservada de tentaciones, especialmente de las de naturaleza sexual, sin tener que luchar con problemas, sin conocer la duda al tomar decisiones, siempre dueña plena de sí, conociendo claramente el plan de Dios sobre ella y su hijo, con voluntad sobrada de cumplirlo, moviéndose por la vida con una facilidad nada terrenal… La única excepción permisible fue el sufrimiento que sintió al pie de la cruz, pero incluso en este caso, así se dice, ella sacrificó voluntariamente a su hijo por la redención del mundo. Esta interpretación del dogma, de una María perfecta, encerrada en una burbuja de privilegios, la deshumaniza.

Se nos abre un camino más prometedor cuando advertimos, como hace Elizabeth A. Johnson, que ser concebida sin pecado original no significa ser concebida en el vacío. Lo opuesto al pecado es la gracia, y la Inmaculada Concepción significa que María fue bendecida de manera única al nacer con el don de la gracia, don que es el propio Dios. Tal  significado aparece de forma muy acertada en una expresión alemana para designar la celebración de hoy, llamándola la “fiesta de la gracia de María”, es decir, hoy celebramos la gracia original de María. Porque, ciertamente, en lo que respecta a la intención de Dios, la gracia es más original que el pecado.

Fue Rahner el que dijo que, sea lo que fuere lo que tiene María, al final revela algo del camino de Dios con todos los seres humanos. En su más amplio significado, la Inmaculada Concepción quiere decir que Dios toma la iniciativa para envolver la vida de todos los seres humanos en amor redentor y fidelidad sin vuelta atrás. La gracia es una oferta permanente de amor de Dios y, por tanto, de salvación, una oferta que no puede extinguirse ni por el mayor pecado. Por eso, la gracia introduce a las personas en el mundo como lugar de la presencia de Dios.

La “gracia singular”, que de acuerdo con la definición dogmática recibió María en el momento de ser concebida, la sumergió en el corazón del mundo, de ahí que su vida fue un viaje humano real: buscaba, se sentía inquieta, no entendía algunas cosas, tenía que encontrar su propio camino. La vida no la trató con delicadeza. Vivió la suerte humana común: lágrimas y tedio, alegría y luces, valentía y miedo, agonía y muerte… Profesar que María fue agraciada de manera especial no es negar sino afirmar, ante su vocación de ser la mujer por la que Dios se convirtió en humano, que a esa mujer del pueblo, desde el principio, Dios la rodeó con su amor y la habitó con su presencia. ¿Y desde cuándo el amor de Dios preserva a nadie de la lucha?

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