Por: M. Carmen Martín. Vita et pax. Ciudad Real.
3º Domingo Tiempo Ordinario, Ciclo B
Cuando se escribió el libro de Jonás, la célebre formulación “Dios clemente y misericordioso, tardo a la cólera y rico en amor…”, era ya conocida en la Biblia. Y el mismo Jonás recuerda que él ya la sabía (4,2). Esta expresión se aplicaba de manera privilegiada a las relaciones de Dios con Israel; pero ahora, y esto resulta sorprendente y novedoso, se universaliza. Y lo más llamativo todavía es que está dirigida a un pueblo pagano que es, según tantas páginas del Antiguo Testamento, merecedor de exterminio “y sucederá que todo el que te vea huirá de ti y dirá: ¡Asolada está Nínive! ¿Quién tendrá piedad de ella?” (Nah 2,2-3,17).
Nínive, capital del gran imperio asirio, se había convertido en una pesadilla para el pueblo de Dios, representaba el paradigma de todo estado idolátrico y perseguidor, responsable de la ruina de Israel, dominador y tirano sin piedad. Así quedó grabado en la mentalidad bíblica. De ahí la gran novedad del mensaje teológico de este libro, no es sólo la apertura sin fronteras de la salvación sino la apertura a un pueblo pecador y cruel; cruel, especialmente, con la nación judía.
Dios ama a este pueblo no como opresor, esto resultaría una justificación de la violencia, sino que lo ama con una misericordia sin límites. Nada ni nadie queda fuera del amor universal de Dios. Y es, precisamente, este amor sin fronteras el que posibilita que el pueblo opresor pueda salir de su maldad y de su pecado. Esta es la novedad absoluta y el escándalo del libro, no fácilmente superables ni entonces ni ahora. Dios ama también a los pecadores, incluso a las personas que de forma sistemática han actuado mal contra “su pueblo”.
Por eso, el libro de Jonás añade con toda intención un título divino más a la formulación clásica conocida y con la que hemos iniciado este escrito: “… que se arrepiente de todo mal” (4,2). Se trata de la teología del perdón de Dios, que hace posible el arrepentimiento y la conversión de los ninivitas. Conforme al mandato del profeta y del rey de que cada uno se convierta de su mala conducta y de la violencia que haya en sus manos, todos, efectivamente, se convirtieron de su mal comportamiento.
Y también Dios, acorde con esta palabra que había sido añadida, “se arrepiente del mal que había determinado hacerles, y no lo hace” (3,10). Es la misericordia universal del amor de Dios que provoca y espera una respuesta de conversión. Esta esperanza divina actúa de acicate para que el ser humano deje su pecado, es la fuerza transformadora de Dios. De ahí que Nínive llega a ser un ejemplo entusiasmante de conversión que alcanza, de manera creciente, a todos sus habitantes, desde “el mayor hasta el menor” (3,5) y deben ayunar “hombres y bestias”, “ganado mayor y ganado menor” (3,7). Todos, pues, hacen penitencia y se arrepienten de su mala conducta.
También el profeta necesita convertirse, es más, a lo largo del libro se asiste a un proceso ininterrumpido de conversión por parte del mismo. Desde el inicio huye de la presencia del Señor porque no quiere profetizar, se resiste con todas sus fuerzas y cuando, por fin, realiza su misión se siente frustrado porque quiere ver la destrucción de Nínive que no llega. Jonás va asumiendo que la misión de ser profeta nunca se aprende del todo, pues la misma vida exige que éste siga convirtiéndose al misterio de la Palabra de Dios y a su voluntad terca de salvación.
Se trata, en definitiva, de ajustar el corazón del ser humano, siempre demasiado estrecho, con el corazón de Dios, infinito en su amor y en su misericordia universal. No sabemos si Jonás aprendió esta lección de Dios. Recordamos que el libro termina con una pregunta divina. Hacia esta pregunta se dirige la obra íntegra. Hay que advertir que la pregunta-invitación de Dios sigue abierta, y que toda mujer o todo hombre que sienta la llamada de Dios a ser profeta, y lea este libro, debe responderla con su vida (4,11).