La Sagrada Familia, ciclo B
Por: Dioni y Conchi. Padres de 3 hijas. Ciudad Real.
Es necesario que en todos los pueblos y en todos los tiempos haya personas justas y sencillas, que no sean muy conocidas, sin apenas importancia, pero que sepan esperar, que tengan deseos de consuelo para todos los hombres y mujeres, sobre todo, para los más pobres: los que se van a dormir sin haber comido lo suficiente, los que no encuentran trabajo para sentirse realizados o sus ingresos no son adecuados para vivir con dignidad, los que han sido excluidos de la sociedad, los que se han quedado sin hogar, los atrapados en el alcohol o la droga, las víctimas de la violencia en los hogares, los que migran buscando una vida mejor, dejando su familia y su entorno, los que sufren la guerra y la violencia, los que son perseguidos por defender causas justas o por ser testigos de su fe, los que lloran por causa de la enfermedad, el dolor y la muerte…
Hay hombres y mujeres llenos de espíritu de entrega, sacrificio y amor, testigos de la verdad, defensores de la justicia y con anhelos de paz, como Simeón y Ana. Son personas a las que tenemos que buscar y encontrar porque no nos van a hablar de sí mismos ni de sus esfuerzos ni de sus logros. Acaso nos hablarán de sus esperanzas, porque en el centro de sus vidas está el Señor, con el que siempre sueñan, al que siempre esperan, con el que oran, con el que viven y de Él dirán que es quien los guía.
“Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz“(Jn 3,19). He aquí la contradicción de los hombres que ya anunciara el viejo Simeón. Ha venido a nosotros el Hijo de Dios para ser vida, para ser luz, para guiar nuestros pasos, pero los hombres desde nuestra libertad parece que estamos más cerca de la oscuridad, más obrando mal que bien. Parece que nuestros corazones están llenos de egoísmo, pensando en enriquecernos nosotros mismos, en mantener nuestro estatus social y poco dispuestos a compartir con los demás. Nos encuentra sin misericordia para con los excluidos y encarcelados, poco acogedores con los inmigrantes, pasivos con las políticas de armamento y situaciones de guerra, poco respetuosos con el medio ambiente, poco compresivos y hasta violentos con quienes conviven a nuestro lado.
Todas esta acciones son las que crucificaron y siguen hiriendo a Jesús cada día, las que traspasaron el alma de María al ver a su hijo sufriendo en la cruz, como siguen traspasando a hombres y mujeres que sienten como sus hijos mueren de hambre, absorbidos por el mar, desaparecidos, violentados y maltratados. Víctimas del terror y la guerra.
Pero a pesar de la incoherencia inmersa en nuestro interior, Dios nos conoce a cada uno de nosotros. Somos amados por Él, nos muestra su misericordia, al mismo tiempo que nos invita a una conversión para que en nuestra vida prevalezcan relaciones de diálogo y sinceridad. Nos invita a no querer ser o estar por encima del otro, a ocuparnos no solo de las cosas (la casa, el sustento…), sino también de las personas. Nos llama a favorecer relaciones donde todos nos sintamos queridos y valorados, donde podamos expresarnos libremente, donde nos sintamos responsables los unos de los otros, nos gastemos por los demás. Nos llama a favorecer relaciones en las que pensemos que nuestras acciones, por pequeñas que sean, tienen una repercusión, en las que seamos nosotros mismos. Relaciones donde brote la alegría del corazón, donde las tristezas y alegrías de los otros sean también las nuestras, en las que seamos capaces de pedir perdón y comenzar cada día de nuevo. Relaciones donde haya sonrisas, en las que el dolor se comparta, las diferencias se hablen, se dialoguen, se acepten. Se agradezca todo lo recibido. Se cuide de los más débiles: los mayores, los enfermos, los niños…. Donde se transmita la alegría de la fe. Relaciones en las que vivamos y propiciemos el encuentro personal con Jesús de Nazaret.
Todas estas actitudes son todavía más importantes en la familia, en la convivencia diaria, porque si no somos capaces de amar a uno de estos, a los que están cercanos a nosotros, difícilmente vamos a poder serlo de manera esporádica con quienes nos unen menos vínculos, y, si así fuera, nos engañaríamos a nosotros mismos.
En cualquier encuentro personal, y en el matrimonio en particular, lo que cuenta es el amor, la aceptación del otro tal como es, el deseo de bien para el otro, la entrega y ofrecimiento al otro. En la familia el amor desinteresado será testimonio y prolongación en la vida de los hijos. ”Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13), podríamos decir por sus hijos, pero no en sentido egoísta y posesivo, sino para que el amor perdure y continúe dando frutos que hagan posible el Reino de Dios.