Domingo 6º de Pascua, Ciclo A.
Por: M. Carmen Martín Gavillero. Vita et Pax. Ciudad Real
Según el mundo griego, la verdad es “revelar lo que está oculto” (a-letheia). En hebreo, sin embargo, la palabra correspondiente a “verdad” es emet, término que designa la fidelidad y la confianza en alguien. Para los griegos la verdad es algo que se posee; en el mundo de la Biblia es Alguien, en quien puede una dejarse ser en una relación de amor, que se experimenta a través del tiempo. Para los griegos, lo contrario a la verdad es el error o falsedad, y para la Biblia es la ruptura de un vínculo de confianza y fidelidad.
Jesucristo es la verdad, en él se mostró, de forma increíble y de una vez para siempre, la fidelidad de Dios a los seres humanos; fidelidad que se extiende a cualquier momento histórico, a cualquier persona, a mí misma aquí y ahora, a través del “Espíritu de la verdad”. Es conmovedor contemplar a Jesús pidiendo al Padre, para que esté siempre con nosotras y nosotros, el Espíritu de la verdad. Este Espíritu nos ayuda a vislumbrar el Misterio que nos habita y en los tiempos que corren nos lleva a una extraña y para muchos ingenua vida: la de quien confía, la de quien sabe que hay un fundamento más sólido que ella misma, la de quien se siente realmente sostenida en las manos del Padre sin ninguna clase de traición.
El Espíritu de la verdad impulsa nuestra fidelidad, no tanto a lo que nosotros hemos prometido, sino a la persona de Jesús, a sus promesas. Ser fieles no será, en este caso, mantener unas promesas públicas, sino más bien, mantener vivo el anhelo, la búsqueda y la confianza. No una fidelidad a las ideas, a las normas, a la reglamentación. Una fidelidad a Dios mismo, a sus susurros, a su Palabra, a sus exigencias, a sus planteamientos nuevos, a sus caminos no hollados. Una fidelidad a la novedad, a lo por venir, al sueño de Jesús, el Reino, que es nuestra mejor promesa.
Buen conocedor del espíritu humano, Jesús pide el Espíritu de la verdad al Padre para que esté siempre con nosotros, sabe que estamos constantemente acechados por la infidelidad, la rutina. Los cansancios nos agobian. Y a los días de gozo y de euforia en la relación con Dios suceden los días grises del tiempo ordinario en los que caminar sólo se consigue a costa de un duro esfuerzo. De ahí las múltiples fugas que inventamos para intentar poner novedad en la vida. No es fácil superar el cansancio cuando afecta a la experiencia misma de Dios. Porque es justamente lo que nos servía de punto de apoyo lo que ahora se hunde bajo nuestros pies. El cimiento sobre el que se levantaba nuestro edifico se socava.
Pero el cansancio no se elimina con fugas, con costumbres indiscernidas. Se sanea mirándolo de frente, con un sano realismo, y mirando al Dios fiel. De ahí la llamada de hoy a saborear la terca fidelidad de Dios. Un Dios que como confía se arriesga, como ama apuesta, como se fía se entrega. Sustentamos nuestros desfallecimientos en la inquebrantable fidelidad de Dios manifestada en Jesucristo. Por eso, cuando celebramos el aniversario de nuestro compromiso con el Señor, el sentimiento predominante no suele ser la satisfacción por el deber cumplido, ni siquiera por haber mantenido la palabra, sino la alabanza y la acción de gracias a Dios y a su fidelidad, que ha hecho maravillas en nuestra vida.
El Espíritu de la verdad, nuestra compañera de camino, esa “dulce huésped del alma”, renueva nuestra vida entera, si confiamos. Sin violencia, pero machaconamente, el Espíritu que habita en el centro de la existencia personal crea un corazón puro, un nuevo espíritu, un corazón de carne y compasión, en lugar del corazón de piedra. Suya es la determinación de quien se mueve entre los atenazados por el dolor con la caricia del cuidado; suya es la gracia de la conversión que nos aparta de las sendas que conducen a la muerte; suya es la luz de la conciencia; suyo el poder de sacudir nuestras certezas arraigadas y nos introduce en el riesgo de la novedad; suya la fuerza de fomentar la intranquilidad entre los indebidamente tranquilos; suyo es el gesto, increíblemente tierno, de quien seca las lágrimas de los ojos…
La terca fidelidad de Dios