Por: Secretariados de Espiritualidad y Formación de Vita et Pax
Encontrar a Jesús es antes que nada ser encontrada por Él: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros…” (Jn 15,16). En este encuentro descubrimos dónde vive el Señor y cuál es la misión que nos confía. Los evangelios presentan varios relatos de encuentros con Jesús. Entre ellos hay uno de Juan que resulta particularmente rico: Jn 1,35-39. Se nos narra cómo Juan Bautista muestra a Jesús como “el cordero de Dios” a dos discípulos suyos y estos dos se fueron detrás de Él. Jesús les pregunta qué buscan y ellos le responden con otra pregunta: dónde vives…
Juan Bautista cede el paso e invita a sus discípulos a seguir a quien él había preparado el camino, y lo presenta como el “cordero de Dios”. No es casualidad. Esta expresión nos traslada al Éxodo. El cordero de Dios es la víctima de la Nueva Alianza; Juan advierte, desde el inicio, que su sangre será derramada como la del cordero de la Antigua Alianza. No obstante, los dos discípulos siguen a Jesús. Antes de hacerlo han quedado advertidos de las dificultades y los conflictos que enfrentarán al tomar el camino del cordero de Dios. No es una ruta fácil.
El verbo “seguir” indica el movimiento de los discípulos tras los pasos del maestro; indica tanto la aceptación obediente a la llamada de Jesús como la creatividad exigida por el nuevo camino emprendido. Los discípulos lo hacen en silencio, un silencio cargado de sentido porque su seguimiento es ya una adhesión a su persona y una aceptación de las consecuencias. Han dado el primer paso.
Jesús rompe el silencio y les pregunta: “qué buscáis”. Interpelación directa, insoslayable, ella se encamina a discernir la calidad de esa adhesión. Jesús los sitúa delante de su verdad. No basa seguirlo, hay adhesiones que no son confiables y otras que se quiebran ante las primeras exigencias. La cuestión de Jesús se dirige a todas las personas que pretendemos seguirlo, cualquiera que sea la época a la que pertenezcamos.
Los discípulos responden con otra pregunta “dónde vives”. Con ella se autoinvitan a la intimidad de Jesús. Jesús invita a los discípulos a entrar en su terreno, a venir y ver dónde mora, a aceptar sus consecuencias. El texto, sin embargo, no da ninguna referencia sobre la vivienda de Jesús. Nada impide pensar que este galileo, predicador itinerante, no la tenía (Mt 8,20). Su misión le ha hecho ensanchar las fronteras de su morada y de su familia (Mt 12,50).
Juan mismo nos da, no obstante, una pista sobre la residencia de Jesús. En el prólogo a su evangelio nos dice: “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,14). Ese es el lugar de la vivienda de Jesús: la tienda que puso en medio de nosotros, en el centro de la historia. Jesús vive en su tarea de anunciar el evangelio.
Eso fue lo que vieron los discípulos; y porque decidieron enrolarse en esa tarea, permanecieron con Él desde aquel día. Jesús y los dos discípulos –pronto seguirán otros- comparten la vida. El seguimiento de Jesús implica para todos el compromiso en una misión, para lo cual, como Jesús, es necesario acampar en la historia humana y desde allí dar testimonio del amor del Padre.
Juan no olvidó la hora en que encontró a Jesús: “Serían como las cuatro de la tarde”. Igual que todo hecho que marca nuestra vida, el recuerdo de ese encuentro permanece con detalle y deja huellas imborrables. La hora precisa no parece tener, en tanto que tal, significación para nosotros; efectivamente, nos sería igual que el acontecimiento hubiese tenido lugar a las diez de la mañana o a las dos de la tarde. En su pequeñez, la mención precisa de la hora se halla cargada de un profundo mensaje. Todas y todos tenemos de esos “cuatro de la tarde” en nuestras vidas, momentos fuertes de encuentros con el Señor en los que se alimenta nuestro ser y nuestro pozo espiritual. Son el manantial al que una y otra vez vamos a beber.