Natividad del Señor
Por: M. Carmen Martín Gavillero. Vita et Pax. Ruanda.
“Sucedió que por aquellos días salió un edicto de César Augusto ordenando que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo gobernador de Siria, Cirino”, nos cuenta Lucas (2,1-2) y Mateo añade que Jesús nació “en Belén de Judá, en tiempos del rey Herodes” (2,1).
Concretando, Jesús nació bajo la noche de la tiranía del emperador Octavio que se hizo llamar el Augusto cuando se encontró en la cima del poder; siendo Cirino gobernador de Siria y reinando Herodes, traidor a su pueblo y vendido a la potencia explotadora ocupante. Y nació en Belén, “pequeña entre las aldeas de Judá” (Miq 5,1), rodeado de pastores y animales. Hasta un establo habían llegado sus padres después de tocar inútilmente muchas puertas en el pueblo.
Es frecuente en época de Navidad decir que Jesús nace en cada familia, en cada corazón. Pero esos ‘nacimientos’ no pueden dejar de lado el hecho primero: Jesús nació de María en un ambiente pobre, en el seno de un pueblo que se encontraba en la noche, dominado por el más grande imperio cruel y desalmado de ese tiempo. Si olvidamos esto, el nacimiento de Jesús se convierte en un símbolo, pierde su significado. La encarnación manifiesta la irrupción de Dios en la historia humana. Encarnación de la pequeñez y el servicio en medio del poder y la prepotencia de los grandes de este mundo. Como dice G. Gutiérrez: ‘Irrupción con olor a establo’.
Jesús fue pobre con luz dentro desde su nacimiento hasta la cruz, esa luz la percibieron los humildes, una luz inmanipulable. Juan nos lo cuenta de manera cálida en su prólogo: “Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (1,14). Una Palabra creadora que nos remite a la Vida: “En ella estaba la vida” y a la Luz: “Y la vida era la luz de los hombres” (v.4).
Juan Bautista, “un hombre enviado por Dios” (v.6), el precursor, vino para dar testimonio de la luz; ahora bien, no se es testigo sino de lo que se ha experimentado. Juan es presentado como testigo, su luz es de reflejo, se trata de alguien que ha recibido la claridad necesaria para ayudar a otros a iluminar el camino que conduce a Jesús. “No era él la luz, sino quien diera testimonio de la luz” (v.8). Sólo la Palabra es “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (v.9), pero ella se hace conocer a través de mediaciones.
La vida es luz y el obstáculo a ella son las tinieblas. Las tinieblas en Juan están relacionadas con el mundo de la mentira. Este mundo es obra humana o, más exactamente, resultado del rechazo a aceptar al Señor que es la Verdad (cf. Jn 14,6). La oscuridad expresa el pecado, la oposición, la hostilidad… La luz es, al contrario, el ámbito del amor. Juan dirá: “la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron” (v.5). Jesús es la luz del mundo: “El que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Seguir a Jesús es tener garantizada la luz, aunque la noche se nos pegue como una lapa.
A Jesús no lo intimidaron ni las tinieblas ni el rechazo de los suyos. Su luz fue más fuerte que todas las sombras; entra en nuestra historia, alimenta nuestra esperanza con su luz y nos invita a habitar en la tienda que ha puesto en medio de nosotras. La Navidad, la encarnación, nos convoca a prolongar la misión de la Palabra, a iluminar la oscuridad de nuestro mundo, a dar luz a tantas personas y realidades que caminan en tinieblas. “En las tinieblas brilla como una luz, el que es justo, clemente y compasivo” (Sal 111,4). El salmista nos da la clave para convertirnos en luces. Estamos llamadas a ser luciérnagas, pequeños farolillos, velas tintineantes… luces de Navidad.