Por: Juan Pablo Ferrer. Vicario de Evangelización. Párrco in sólidum de Albarracín (Teruel)
Domingo 13 del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Recuerdo la primera vez que mi padre entró en quirófano. En los días siguientes, recuperándose en el hospital, no paraba de decir a los que venían a verle lo mal que se había sentido en los primeros momentos tras la operación y cuanto alivio le supuso el contacto de la mano tendida y apretada de su esposa, de mi madre, en su propia mano. El relato entrecruzado del contacto de Jesús con la mujer enferma y con la niña muerta me evoca esa experiencia de mi padre contada muchas veces en aquellos días y que ha motivado que yo mismo haya tendido la mano, así como hacía mi madre, en situaciones parecidas de enfermedad, angustia, fracaso, miedo, muerte… vividas por personas que Dios ha puesto en el camino de mi vida: Jairo insiste a Jesús que le ponga sus manos a su hija que está en las últimas… La mujer enferma de hemorragias quiere tocar a Jesús, aunque sea su manto solo… Jesús coge de la mano a la hija de Jairo para levantarla de su “dormición”…
Estas duras realidades nos hacen experimentar la precariedad y la limitación de la vida, la nuestra y la de las personas que amamos. Ante la enfermedad de aquella mujer y ante la misma muerte de la niña –no tan niña: era ya una adolescente y más todavía en aquella época- vemos dos actitudes que afloran en estos dos acontecimientos entrecruzados que hacen que estos sean muy actuales: por una parte, esconder u ocultar la enfermedad, el fracaso y la muerte; por otra, la burla, el sarcasmo… del escepticismo de hoy y de siempre ante quienes siguen apostando por creer en la vida y por esperar a pesar de todos los pesares, como Jesús.
La mujer enferma sabe que no puede acercarse a Jesús y menos aún tocarle. La Ley y su interpretación más puritana se lo prohíbe (ver Levítico 15, 19-31), porque es considerada impura ante Dios y hace impuros a quienes toca: como diríamos hoy, es un tabú. La mujer trata de ocultarse ante el gentío, porque sabe que podrían denunciarla y marginarla aún más, si se enteran de que, estando impura, ha permanecido entre ellos. Sin embargo, a estas alturas de la relación con Jesús, tanto ella, impura por su enfermedad, como Jairo, sabedor de la mala fama de Jesús entre sus colegas de oficio, se presentan públicamente ante Él con actitud de fe en Él, suplicándole de un modo u otro que “toque” a los que eran considerados impuros ante Dios. Jesús ya llevaba tiempo escandalizando por “tocar y dejarse tocar” por los impuros ante Dios. Él, el Dios de los “alejados de Dios”, ya no podía entrar en las aldeas, porque la exclusión religiosa comportaba marginación social en aquella sociedad teocrática. Allí lo religioso era ley social. Allí la exclusión social podía incluso justificarse en nombre de Dios, haciendo a Dios cómplice de la marginalidad. Para Jesús esto era insoportable: el nombre de su Padre estaba siendo “maltratado” por aquellos que decían defenderlo. Esto para Él era la peor de las blasfemias, -para Él que será condenado por blasfemo-.
Hoy, en una sociedad secularizada, las cosas son diferentes, pero curiosamente la enfermedad, la ancianidad, la frustración y la muerte son también tabúes que se ocultan y se esconden, ¡especialmente a los niños! Son asuntos de los que apenas se hablan ni se afrontan, pero ahí están… como queriendo amenazar a la sociedad del bienestar. Así también se margina al mismo Dios, cuyo nombre también hoy es tabú, del que no se habla ni menciona nunca, ni siquiera en el ámbito más íntimo que es el de la familia. Como todo tabú, el hecho de no querer afrontar estos asuntos crea situaciones de angustia que recrudecen la incidencia del sufrimiento y de la frustración en nosotros. De ahí nace la especial vulnerabilidad de los hombres y mujeres de hoy ante las experiencias de crisis, que hacen sentirnos tan limitados en nuestras pretensiones vitales. La actitud de afrontar sencillamente estas experiencias ante Jesús pidiendo su contacto y su mano es lo que Él llama la fe. Es la fe en Él la que nos levanta de la frustración.
Otra actitud que tiene plena actualidad es la de los que se reían de Jesús, después de decir que la muchacha no estaba muerta, sino dormida. Es la reacción del escepticismo que usa la humillación de la burla y del sarcasmo para no dejar nacer la esperanza. El buen humor siempre hace relativizar el poder y la fuerza que tienen en nosotros las experiencias de frustración, de limitación, de sufrimiento… pero el mal humor ciega toda posibilidad de levantarse y de superarse. Aún peor, pretende reafirmar la inutilidad de todo empeño. Por eso, Jesús, ante todo, reafirma la sensatez de la esperanza de Jairo: «No temas; basta que tengas fe.» (Marcos 5, 36). Y después echa fuera de la casa a los que se reían de que Jesús llamara dormida a la que ellos dejaban para siempre en la muerte. Para ellos no cabe otra posibilidad que la muerte. No creerán en Él, aunque vean resucitar a un muerto (ver Lucas 16, 19ss). Una más de las mil razones para que exija Jesús que quede en secreto su acción mesiánica. Él levanta de la postración de su muerte a la que ya no es una niña, urgiendo que le dieran de comer, como pedirá días más tarde a sus discípulos que den de comer a una multitud hambrienta, hambrienta sobre todo de sus palabras, en el relato de la multiplicación de los panes.
Tender la mano es un gesto impresionante: tanto para el que la ofrece, como el que se atreve a acogerla. ¿No te atreverás a acoger la mano que hoy te ofrece el Resucitado a través de tus hermanos de la vida cotidiana o a través de la liturgia de este domingo?