Misericordia quiero…

Misericordia quiero

Domingo 24º del T.O., Ciclo C

Por: Gema Juan.Carmelita Descalza. Puzol (Valencia)

El capítulo 15 el evangelio de Lucas inicia de la siguiente manera:

«Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharle. Los fariseos y los maestros de la ley murmuraban: este recibe a los pecadores y come con ellos».

Alguien dijo que partiendo de estas palabras, podría reconstruirse el evangelio o saber, sencillamente, quién era Jesús. Quizás fue una afirmación exagerada, pero contenía una gran verdad, porque esas pocas palabras resumen la actividad de Jesús y lo que despertaba.

Jesús era accesible, a él se acercaban los necesitados y le escuchaban. Su palabra era sanadora y consoladora: capaz de restaurar, renovar y restablecer lo mejor en aquellos que le escuchaban.

Pero también se fijaban en él quienes no le aceptaban y no podían tolerar la familiaridad que tenía con los «pecadores». Que Jesús comiera con ellos tenía un significado que apenas podemos calibrar, pero que era muy evidente para las gentes que le rodeaban. Significaba tratar a los marginados, a los no puros, como seres humanos iguales, dignos ante él y dignos ante Dios.

Las tres parábolas que narra este capítulo han sido llamadas «parábolas de la misericordia» porque hablan de un Dios incondicional en el amor, en la paciencia y en la alegría, cada vez que logra reencontrarse con los seres humanos.

Las historias de la oveja, la dracma y el hijo perdidos, tienen algunas notas en común. Unas notas muy humanas, reconocibles en las parábolas y en la vida, porque narran una pérdida, una búsqueda intensa, un hallazgo y una alegría compartida.

Jesús insiste, repite, y lo hace a través de un hombre, una mujer, un padre. En un ambiente rural, con asuntos económicos o problemas familiares. Todo, para mostrarla constancia del amor de Dios, que busca y espera a cada ser humano, hasta que entra en el banquete de su reino, que es la vida plenamente compartida con Él y con los demás.

Las parábolas piden una toma de postura de cada oyente y lector: estar entre los que han hecho de la murmuración oficio o entre quienes escuchan y acogen. Estar entre los que lo dan todo por perdido o los que buscan sin descanso una oveja, una moneda, un hermano… Estar entre los que excluyen o los que integran. Entre los que rechazan la gratuidad o los que se abren a la alegría.

Nada está decidido. Las parábolas siembran a lo largo del capítulo el halo de la libertad de Dios, que no empieza exigiendo ni reclamando lo suyo, o forzando. Y la libertad siempre es difícil para los sistemas, en este caso, para el sistema religioso de Israel. Pero también para cada persona.

Decidir hacer propia la actitud del pastor, de la mujer y del padre. Determinarse a buscar, pero también dejarse encontrar. Ver de lejos al que se acerca, saber esperar sin dejar que se sequen las entrañas, conmoverse ante cualquier gesto de retorno, elegir disfrutar de la vuelta a casa de cualquier pródigo que ha despreciado su propia vida… todo eso es una elección, no siempre fácil ni espontánea, es conversión. Y el modo de aprender a elegir está en ser como aquellos pecadores, que eran capaces de escuchar a Jesús.

Al principio del capítulo, se hace referencia a las comidas de Jesús y al final, el padre prepara un gran banquete. Debe quedarnos un criterio de discernimiento cristiano: la mesa compartida. Aceptarla o rehusarla es construir o deshacer la iglesia de Jesús. Y la mesa compartida es participación material y comunión espiritual a la vez, es compartir la necesidad y la alegría.

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