Por: Juan Pablo Ferrer – Párroco in solidum de Albarracín (Teruel)
1º Domingo de Adviento 2011
Durante cuatro años fui el capellán de un grupo de familias españolas emigrantes en un barrio burgués de la capital de Francia. Muchas de esas familias vivían en las porterías de los inmuebles, pues las madres de familia ejercían el oficio de conserjes. Entonces percibí la confianza que los propietarios de esos inmuebles depositaban en esas mujeres conserjes: estas guardaban sus llaves, sus encargos… hasta sus secretos. Era un trabajo de 24 horas: para saber quiénes entraban o salían y para los servicios comunitarios de todos, confiados a ellas.
Hoy es un trabajo en recesión: los medios electrónicos de las modernas puertas lo hacen innecesario en muchos casos. Sin embargo, en tiempo de Jesús las grandes mansiones disponían necesariamente del oficio de portero. Las llaves de las grandes puertas consistían en grandes vigas de madera que atrancaban las puertas por dentro. Era un oficio imprescindible para abrir y cerrar, para velar las entradas y salidas de las grandes mansiones y de las ciudades, un oficio de mucha confianza en la persona del portero, pues se ponía en sus manos la vida, la seguridad, la comunicación exterior… de todos los que allí vivían.
Es un motivo para la autoestima como cristianos el escuchar de labios de Jesús en su discurso a sus primeros discípulos las palabras: “Encargó al portero que vigilara. ¡Velad entonces! (Marcos 13, 34b-35a), pues hoy somos nosotros a quienes nos las dice, confiándonos el oficio de portero en lo que tiene de estar despiertos. Es un acto de fe de Jesús en nosotros al que no podemos defraudar. Es muy valioso lo que nos confía y más valiosa es la confianza que deposita en nosotros.
Esta confianza que Dios deposita en nosotros es más grande que nuestras fuerzas. En la relación con los demás y también en nuestros propios proyectos, ¡hemos sentido tantas veces la decepción, el fracaso, el aburrimiento! -tal como los vemos reflejado en la oración de la profecía de Isaías (64, 15)-. Sin embargo, estos sentimientos de melancolía y desencanto del pueblo de Israel están salpicados de súplicas: “¡Vuélvete! ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases!
Cuando alguien grita así manifiesta una gran esperanza en que va a ser escuchado. Si no, se callaría. Israel en su plegaria del salmo 79 –“¡Oh Dios, restáuranos que brille tu rostro y nos salve!– nos asegura que podemos confiar y esperar en el que nos ha encargado tanto.
En la responsabilidad que tenemos entre manos no estamos solos, como no está solo el portero: a otros criados se les confió el cuidado de la casa, con las tareas repartidas y armonizadas (cf. Marcos 13, 34). Así lo reconoce el mismo san Pablo en la comunidad de Corinto que no carece de ningún don “en el hablar y en el saber” (1 Corintios 1, 5b). Por tanto, confiemos en nosotros mismos y en los dones de toda la comunidad cristiana como Dios confía en nosotros, aunque nos parezca una realidad pobre y débil, porque entonces seremos ricos y fuertes.
El portero contaba con la confianza de “aquel hombre que se fue de viaje”, confianza reforzada por la ausencia del mismo en la casa, porque si no la tuviera, hace tiempo que le hubiese relevado de esa misión. Pero nosotros no tenemos lejos al que nos ha confiado tanto, está presente: nos mantiene y “nos mantendrá firmes hasta el final” (1 Corintios 1, 8a). Él es el Resucitado que cuenta con nuestros dones, con nuestras manos, pies, mente, corazón… ¡somos su cuerpo! para continuar su labor de “hacer el bien y curar a los oprimidos por el mal”.
Para alimentar nuestra confianza en nosotros mismos, necesitamos experimentar la presencia del Resucitado entre nosotros: es la presencia que el profeta Isaías constata en hechos del pasado: “Bajaste y los montes se derritieron con tu presencia” (Isaías 64, 1). Es momento de recordar momentos del pasado de la Historia de la Salvación, pero no para alimentar la nostalgia de tiempos que no volverán, sino para volver a la confianza depositada en los discípulos de Jesús de hoy. Tampoco hay que volver para desresponsabilizarnos de nuestro presente, que está en nuestras manos; ni para echarle la culpa de los problemas actuales de la sociedad o dela Iglesia a los protagonistas del pasado reciente. Esta es la tentación de los revisionistas actuales que lanzan todo su furor ideológico tradicionalista sobre los protagonistas del Concilio y el postconcilio, para no abordar los verdaderos retos de los tiempos presentes, siempre tiempos nuevos.
Una urgencia del Adviento 2011: Si los del pasado supieron reconocer y acoger la presencia del Resucitado, transformando la historia, también los de hoy sabremos hacerlo, porque Él confía muchísimo en nosotros. Sus razones tendrá Él para hacerlo. Y si Él confía, ¿quién se atreverá a desconfiar?