Por: Mari Carmen Martín
A veces, podemos caer en la tentación de enredarnos en disquisiciones y discernimientos estériles buscando la voluntad de Dios. Hoy, Jesús, con una nitidez asombrosa, nos remite a lo esencial. Y lo esencial es el amor. El amor lo es todo. Lo que se nos pide en la vida es amar. Ahí está la clave. Amar a Dios es sencillamente centrar la vida en él para vivirlo todo desde su voluntad. Podremos luego sacar toda clase de consecuencias y derivaciones, pero lo esencial es vivir ante Dios y ante la humanidad en una actitud de amor. No olvidemos los esencial.
Por eso añade Jesús el segundo mandamiento. No es posible amar a Dios y vivir olvidado de la gente que sufre y a la que Dios ama profundamente. No hay un espacio sagrado en el que podamos entendernos a solas con Dios, de espaldas a los demás. Un amor a Dios que olvida a sus hijas e hijos es una gran mentira. Quien ama a Dios sabe que no puede vivir en una actitud de indiferencia, despreocupación y olvido de las personas. Nada hay en la vida más importante que tener claro esto.
Que nadie piense que, al hablar del amor a Dios, se está hablando de emociones o sentimientos hacia un ser imaginario, ni de invitaciones a rezos y devociones. El amor total a Dios polariza todo nuestro ser y contagia de absoluto el encuentro con cada persona y situación. “Amar a Dios con todo el corazón” es reconocer humildemente el Misterio último de la vida; orientar confiadamente la existencia de acuerdo con su voluntad; amar a Dios Padre-Madre, que es bueno y nos quiere bien; resistirnos a todo lo que traiciona su voluntad negando la vida y la dignidad de sus criaturas.
Jesús nos sitúa ante un lenguaje de totalidad: Amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser. Y los seres humanos respondemos con el lenguaje del deseo, no el de la realidad ya plenamente realizada, pues, mientras peregrinamos en esta tierra, la ambigüedad profunda se esconde en la hondura de nuestra libertad y nos roba una buena parte del don de nuestra persona que intentamos entregar enteramente a Dios o al prójimo.
Por otra parte, no es difícil observar entre los cristianos rasgos del individualismo moderno, donde el ideal de la vida es “sentirse bien”. Todo lo demás viene después. Lo primero es mejorar la calidad de vida, evitar lo que nos puede molestar y asegurar, como sea, nuestro pequeño bienestar material, psicológico y afectivo. No meterse con nadie, no hacer mal, no complicarnos la vida… El resultado es una sociedad encerrada en sí misma, instalada en su propio bienestar e indiferencia y con ella nos instalamos quienes nos confesamos cristianas.
Nos hacemos conscientes de estas adherencias, de nuestras limitaciones, tomamos nota de todo ello pero no nos dejamos hundir ni acomodar en la nostalgia. Al contrario, intentamos superarlo de la única forma posible que sabemos, es decir, acercándonos más a Jesús. Jesús, el Amor encarnado en nuestra historia. Cuanto más profundicemos en él, tantos más horizontes se nos abrirán. En Jesús, Dios se nos revela como un Tú cercano y amoroso. Estamos radicalmente creadas para el encuentro con este Tú encarnado. Los primeros discípulos se fueron transformando en la cercanía con Jesús. Esa misma cercanía nos transformará a los discípulos y discípulas de hoy.
El futuro está abierto. El horizonte se nos amplía. Nuestras posibilidades de amar tienen límites, son medidas, pero están abiertas a lo imposible. Sólo podemos ser y sentirnos infinitas en la comunión con el Infinito. La confianza de la persona que sabe de quién se ha fiado es el único fundamento para superar los límites luchando contra ellos, al tiempo que nos permite aceptarnos como somos sin quedar paralizadas en la condición presente. Y siempre nuestra oración con el salmista: Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador…