… No te cierres en ti mismo, cambia el corazón

Domingo V T.O. Ciclo A

Por: José Ignacio Blanco. Zaragoza (Eq. Eucaristía)

 ¿Sal y luz?

Llama la atención escuchar a Jesús que nos define a sus discípulos como «sal de la tierra» y «luz del mundo». Hemos perdido relevancia social, a veces tenemos la sensación de que detrás de nosotros no hay relevo en la Iglesia. Y hoy escuchamos: «Vosotros sois la sal de la tierra y la luz del mundo».

Desde la fe en Jesús es una ventaja la situación secularizada que nos está tocando vivir. De esa forma somos colocados donde Jesús quiere que estemos situados sus discípulos: en el corazón de mundo, en medio de las gentes. Según el papa Francisco «en las periferias existenciales de los seres humanos».

Identidad y misión son lo mismo 

Con frecuencia hemos sido educados en ideales grandiosos. Y así confundimos nuestro ser discípulos y la misión que nos corresponde con comprometernos en tareas de atención a los necesitados, a los enfermos, a la catequesis parroquial, a una organización humanista, a un movimiento eclesial… Pero, cuando descubrimos que nuestra misión prioritaria está en la vida ordinaria y anónima (familia, trabajo y relaciones), entonces la necesidad de hacer algo especial enmascara nuestra vanidad y quizá algo peor: nuestra fe superficial y nuestro amor rácano.  Damos sabor si nuestra calidad de vida lo tiene. Somos luz, si nuestra existencia es luminosa.

En continuidad con las Bienaventuranzas del domingo pasado

Jesús nos dice, al final del evangelio de hoy, que nuestra luminosidad tiene como finalidad que nuestras buenas obras den gloria a Dios Padre.  ¿Qué obras dan gloria a Dios Padre? Sin duda: las obras que brotan de vivir según las Bienaventuranzas que la Iglesia nos ofrecía el domingo pasado. Si alguien nos ve felices cuando las cosas no nos van bien, que somos libres sin necesidad de afirmarnos a nosotros mismos, que tenemos paz de fondo cuando los problemas se nos amontonan, que nos olvidamos fácilmente de nosotros mismos en favor de los demás… Entonces es posible que alguien se entere de que nuestras obras remiten a Dios, aunque es posible que muchos no se enteren. Pero eso no nos importa, porque no vivimos para que nos importe.

El secreto está en la mirada: Jesús se fía y nos confía su propia misión 

El secreto está en la mirada con que miramos esa vida ordinaria. Renovada esa mirada cada mañana, nos permite mirar a Dios en ese breve momento de oración. Nos permite mirar a los nuestros, familiares, conocidos, compañeros con los que nos vamos a encontrar en el trabajo. ¿Quién nos impide darles rostro y dignidad de personas? ¿Cómo te mira a ti, cómo los mira a todos ellos el Padre del cielo? Renovar nuestra mirada es una dosis de esperanza cada día. Justo la que necesitamos, ni más ni menos.

 

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