En las lecturas de este domingo, día de la Ascensión del Señor, confluyen varias dinámicas.
En primer lugar, destaca el hecho central: la Ascensión de Jesús, celebrada por la Iglesia desde el siglo IV, a los cuarenta días de la Resurrección y como culminación de todo el proceso de la Encarnación de Jesucristo. Es el broche final al conjunto de apariciones de Jesús a sus discípulos para reafirmarlos en la fe en su resurrección, lo que significa su victoria sobre la muerte y el mal. También significa el inicio de la misión de los apóstoles, la confianza de Jesús en ellos, para llevar a cabo su programa de predicación del Reino y el anuncio de su vida, muerte y resurrección, con una garantía: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”
Jesús deja una inmensa labor, con ojos meramente humanos, a unos pocos galileos rudos y nada instruidos, en su mayoría. A pesar de todo, sus palabras son siempre de aliento, de afirmación, de contar con ellos, aunque bien había sufrido todas sus limitaciones, sus dudas y su debilidad, la ignorancia del enorme tesoro depositado en ellos: “Bautizad en el nombre del Padre, del Hijo y del espíritu Santo”.
¿Quién no se identifica con la vacilación de los discípulos cuando ven a Jesús a punto de marchar? ¿Cuántas veces pesan sobre nosotros, ante todo, nuestras limitaciones, nuestra debilidad ante un destino o una misión para la que no hay manual de instrucciones? ¿No nos parece arriesgada, casi temeraria, la confianza de Jesús en unas personas, ellos y nosotros, tan atravesadas de indigencia humana, de miedo?
Esta es nuestra realidad. Pero aquí Jesús introduce dos dinámicas nuevas. Una, el anuncio de la venida del Espíritu Santo, hecho crucial en la Historia de la Salvación, sin el cual ésta sencillamente no sería posible, porque hubiésemos seguido como los asustadizos discípulos de Emaús cuando hubiera transcurrido un tiempo sin las apariciones de Jesús, porque nada hubiésemos entendido de la vida de Jesús con nuestros ojos lodados del barro de nuestra vida.
“Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros recibiréis fuerza para ser mis testigos”. El Espíritu nos hace consistentes en un mundo donde rigen unas reglas del juego radicalmente distintas a lo que Jesús significa. Se necesita fuerza para ser sus testigos.
Además, como se nos dice en Efesios 1, 17-23: “Que Dios (…) os dé el espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama (…) la eficacia de su fuerza poderosa…” El anticipo de la venida del Espíritu Santo explica que ahí está el fundamento de la nueva Iglesia naciente. No en las rencillas, los poderes y carencias propios del ser humano, sino en la solidez y guía del Espíritu, que tendrá que abrirse paso a través de nuestra propia condición. La Ruah es quien sostiene nuestra esperanza y da luz a los ojos de nuestro corazón asustado y vacilante. Nos prepara para acoger la presencia de Jesús y percibirla en nuestra vida.
Esta es la última dinámica. Para “ver” a Jesús con nosotros, hasta el fin de nuestro tiempo, necesitamos dejar que el Espíritu “ilumine los ojos de nuestro corazón”. Si no estamos disponibles para escucharlo, la Iglesia no será la de Jesús, sino una multinacional inerte y sin sentido.