Pablo VI

1. Hace treinta años, hoy, precisamente hoy, se registró en la Iglesia católica un acontecimiento que comunicó a muchos de sus hijos el carisma de esta festividad de la Presentación de Jesús en el Templo, es decir, de la obla¬ción de Cristo a la voluntad del Padre.

2. En efecto, queremos recordar un aniversario que se celebra hoy: hace treinta años, el 2 de febrero de 1947, la Iglesia reconocía una forma nueva de vida consagrada cuando nuestro Predecesor Pío XII promulgó la Constitución Apostólica Provida Mater.

3. Una forma nueva, distinta de la vida religiosa, no sólo por la diversa manera de realizar el “seguimiento de Cristo”, sino también por el modo di¬verso de asumir la relación Iglesia mundo que también es esencial a toda vocación cristiana (cfr. Gaudium etspes, 1) .

4. Treinta años no son muchos, pero la presencia de los Institutos Seculares es ya significativa en la Iglesia. Os pedimos que os unáis a noso¬tros para dar gracias al Padre de los cielos por este don suyo.

5. Y queremos enviar a todos y a cada uno, hombres y mujeres, nuestro saludo de bendicion.

Roma, 2 de febrero de 1977

Sagrada congregación para los religiosos y los institutos seculares
Las personas casadas y los institutos seculares

La vocación propia de los Institutos Seculares, vocación de presencia en los valores de las realidades temporales, ha llevado a algunos de ellos a prestar su atención a la familia y al “carácter sagrado del matrimonio” (GS 4-9).

Esta atención puede traducirse en realizaciones diversas. Se puede tratar, por ejemplo, de trabajar directamente por la causa de la familia cristiana; nacen entonces algunos institutos con esta finalidad específica. Si se quiere permitir a personas casadas que participen en la espiritualidad y en la vida de un Instituto, pues he aquí que de hecho se les ofrece esta posibilidad: algunos Institutos Seculares dan a tales personas directrices y apoyo para vivir un compromiso cristiano en el matrimonio y las consideran como sus miembros en sentido lato.

Los documentos fundamentales relativos a los Institutos Seculares – en particular la Instrucción Cum Sanctissimus (art. VII, a)- prevén en efecto la admisión de estos miembros; pero el principio general comporta aplicaciones diferentes, y surgen los problemas.

Para tener una visión completa de la realidad tal como se presenta, la Sección para los Institutos Seculares efectuó una encuesta en 1973, dirigida a los Institutos cuyas Constituciones determinan la existencia de miembros en sentido lato. El resultado de la encuesta ha puesto de relieve una gran variedad para ciertos aspectos relativos a estos miembros: compromisos, participación en la vida del Instituto según modos y grados diversos, etc. Algún Instituto ha querido incluso prever la posibilidad de acoger a las personas casadas de manera completa.

La sección para los Institutos Seculares no ha juzgado necesario volver oficialmente sobre una disposición ya clara, definitiva y conocida como la de la castidad en el celibato para los miembros en sentido estricto de Institutos Seculares. No obstante – sobre todo para apreciar si conviene dar directrices respecto a los miembros en sentido lato -, ha decidido interesar en este problema a sus nueve consultores. Con un breve cuestionario, les ha presentado a su reflexión: por una parte, la presencia de personas casadas como miembros en sentido lato; por otra, la eventualidad de una integración completa de estas personas en los Institutos Seculares.

El conjunto de respuestas ha mostrado la necesidad de someter la cuestión al Congreso en vista de eventuales decisiones. Como se sabe, el Congreso es el órgano colegial de la Congregación, componiéndose del Cardenal Prefecto, del Secretario, del Subsecretario y de los Oficiales de la Sección. Además se beneficia de la contribución de expertos, especialmente previstos para el tema estudiado. Posee las funciones de estudio, de examen y de decisión (cfr. Informationes, Anno I, n. 1, p. 52).

Para el citado Congreso, la Sección pidió a dos expertos (teólogos y canonistas) que examinaran la cuestión que nos ocupa y que expresaran su parecer motivado, teniendo en cuenta las respuestas de los consultores.

Presentamos, pues, en una primera parte, una síntesis de las respuestas de los consultores y en una segunda parte, las conclusiones y decisiones del Congreso.

I. La consulta

La síntesis de las respuestas a esta consulta pone de relieve las tres afirmaciones siguientes:

– la castidad en el celibato debe ser absolutamente afirmada para los miembros de los Institutos Seculares.

– las personas casadas pueden ser miembros en sentido lato de tales Institutos mediante ciertas medidas de prudencia.

– el nacimiento de Asociaciones de personas casadas sería deseable…

A) LA CASTIDAD EN EL CELIBATO PARA LOS MIEMBROS DE INSTITUTOS SECULARES

La afirmación se apoya en:

a) Motivos doctrinales y canónicos

La Carta de los Institutos Seculares es suficientemente clara en la materia: “Los socios que desean ser adscritos a los Institutos como miembros en sentido estricto, además de aquellos ejercicios de piedad y abnegación a que todos los que aspiran a la perfección de la vida cristiana es necesario que se dediquen, deben tender eficazmente a ésta por los peculiares modos que aquí se enuncian:

1° Por la profesión hecha ante Dios del celibato y castidad perfecta, afirmada con voto, juramento o consagración que obligue en conciencia…” (PM, art. III).

Ahora bien, los desarrollos ulteriores de la doctrina no han hecho sino confirmar esta condición esencial, es decir, la profesión hecha ante Dios del celibato y de la castidad perfecta. Para convencerse basta con referirse a los textos conciliares y posconciliares, especialmente: LG 42-44; PC 11, Discursos de Pablo VI. Es lo que expresa uno de los consultores en estos términos:

“Aun si desde 1947 hasta nuestros días, importantes desarrollos se han verificado en la doctrina católica del laicado, refiriéndose particularmente al matrimonio, la distinción evangélica entre la vida de una persona casada y la de un ‘célibe por el Reino’ no ha sufrido (ni lo podía) ninguna variación sensible. Más todavía, la gran crisis que se ha manifestado a propósito del celibato sacerdotal ha permitido ver con más claridad y profundidad en este valor, ‘de primer orden’ entre los consejos, que ‘siempre ha sido considerado por la Iglesia en grandísima estima’” (LG 42).

b) Una elección precisa para responder a una llamada del Señor

Con una libre respuesta a la elección del Señor, “el llamado” opta por renunciar a ciertos bienes, incluso legítimos, en vista del Reino. La renuncia al bien legítimo, que es el matrimonio, se impone a los miembros de Institutos Seculares que eligen una vida de consagración total a Dios.

Es lo que se desprende también de las respuestas dadas por los consultores:

“… Decidirse a vivir según los consejos evangélicos significa orientarse hacia valores determinados y limitarse, simultáneamente, renunciando a otros valores…”

“… El sentido peculiar de la elección hecha por los miembros de Institutos Seculares (no es) por respeto a normas canónicas o por motivos extrínsecos sino exclusivamente como respuesta gratuita y espontánea a una llamada particular del Señor”.

Por su parte, Pablo VI declaraba en 1972 a los Responsables generales de los Institutos Seculares: “Vuestras opciones de pobreza, castidad y obediencia son modos de participar en la cruz de Cristo, porque a Él os asocian en la privación de bienes, por otra parte verdaderamente lícitos y legítimos” (Pablo VI, 20.9.1972).

Esta renuncia a bienes legítimos, el Señor no la pide a todos; no la pide normalmente a los que viven en el estado matrimonial, los cuales deben – recibiendo y dando- participar en las alegrías humanas de un hogar cristiano. Esta renuncia total es lo propio de los que Dios llama especialmente a testimoniarle una preferencia absoluta, y que responden consagrándose a Él totalmente.

c) La necesidad de evitar confusiones

Estas opciones diferentes hacen que las personas casadas y las consagradas especialmente a Dios, deben llegar a la perfección de la vida cristiana -a la santidad a la cual todos estamos llamados -, con modos adaptados a sus situaciones particulares: unos se vinculan al sacramento del matrimonio, en el sentido que debe permitir a los esposos alcanzar la más alta santidad en el estado matrimonial; los otros se atan a la substancia de una “consagración especial” al Señor. El sacramento del matrimonio ofrece a los esposos cristianos los medios para santificarse y dar gloria a Dios en su propia condición de esposos, en su sublime misión de padre y de madre (cfr. GS 48); y nada impide a los que lo quieren, recurrir a compromisos evangélicos según su estado, si ello les ayuda a cumplir perfectamente sus obligaciones y su misión. En cuanto a los fieles que eligen seguir a Cristo de una manera más íntima, encuentran igualmente en su consagración por la profesión de los consejos evangélicos, ayuda y gracia para realizar su don total al Señor. Esta distinción aparece claramente en los textos conciliares, y está subrayada igualmente en las respuestas de los consultores:

“Se trata de realidades absolutamente distintas, aunque en la línea de una única santidad, y sería peligroso confundirlas. Sería peligroso para los Institutos Seculares, que terminarían por perder el verdadero sentido de su carisma; pero sería también peligroso para las personas casadas, arrastradas a un terreno que terminaría por someterlas a reglas no conformes a su estado de vida”.

Pablo VI, en su mensaje del 20.4.1975 para la Jornada Mundial de las Vocaciones, pone muy de relieve el testimonio específico dado por las almas consagradas a Dios. Subraya en primer lugar, en este período marcado por la falta de vocaciones, el papel irremplazable jugado por los laicos de fe y testimonio admirables, mientras que asumen responsabilidades, ejercen ministerios… Él mismo se alegra por ello y estimula esta promoción del laicado. Pero añade enseguida:

“Pero todo esto – no es necesario decirlo- no suple el ministerio indispensable del sacerdote, ni el testimonio específico de las almas consagradas. Él las llama. Sin ellos, la vitalidad cristiana corre el riesgo de cortarse de sus fuentes, la comunidad de desmoronarse, la Iglesia de secularizarse”.

Sin minimizar el testimonio dado por los laicos auténticamente cristianos, el Santo Padre reconoce que la Iglesia espera de las almas consagradas un testimonio específico, esencial para la vida misma de toda la comunidad eclesial. Conviene por tanto evitar toda confusión entre el estado de personas casadas que se comprometen en la práctica de la castidad conyugal, y el de personas que han elegido la castidad en el celibato para responder a una llamada especial del Señor. Si es verdad que unas y otras han de tender a la perfección de la caridad cristiana y dar testimonio del Amor de Cristo, permanece sin embargo que lo hacen necesariamente según dos caminos diferentes, según dos estados de vida talmente diferentes que no se puede abrazar a la vez uno y otro.

De esto se deriva que las personas casadas no pueden formar completamente parte de Institutos Seculares cuyos miembros están esencialmente entregados a la castidad en el celibato.

B) LAS PERSONAS CASADAS, MIEMBROS EN SENTIDO LATO DE LOS INSTITUTOS SECULARES

Los miembros en sentido lato de un Instituto Secular tienen la posibilidad de seguir en su condición propia – eventualmente la de personas casadas -, ejerciéndose no obstante en la perfección evangélica y participando en los beneficios espirituales de un Instituto, en su apostolado propio, así como en un cierto número de sus exigencias. Es en este sentido preciso en el que se puede hablar de admisión de personas casadas en un Instituto Secular. Esto supone el respeto de ciertas medidas de prudencia, en vista de salvaguardar el valor del matrimonio. Estas medidas, según las respuestas de los consultores, se refieren a los puntos siguientes:

a) Los motivos de la petición de admisión y las condiciones de aceptación

Uno de los consultores hace alusión a los motivos que, en el pasado, han llevado a admitir a las personas casadas como miembros en sentido lato: por una parte, una cierta primacía concedida a los “célibes en vista del Reino”, y por tanto, la necesidad para los cónyuges de seguir sus pasos; por otra parte, la necesidad confusa en los Institutos Seculares de crearse una primera zona de irradiación, no sin referencia al despertar de vocaciones para los mismos Institutos.

Una sola respuesta evoca de manera precisa y actual los motivos de la petición de admisión y las condiciones de aceptación:

“Se debería examinar con particular cuidado los motivos de los esposos que quieren entrar en un Instituto Secular. Si resultara una fuga del matrimonio o de una concepción del matrimonio que lo desvaloriza, se debería rechazar la solicitud. Si el Instituto no diera la posibilidad de vivir el matrimonio cristianamente, véase perfectamente, el fin de tal pertenencia sería equivocado”.

b) El consentimiento del otro cónyuge a la admisión de uno de ellos

Según la casi totalidad de las respuestas sobre este punto, la admisión de una persona casada como miembro en sentido lato de un Instituto Secular necesita el consentimiento de su cónyuge. Así como lo observa una de ellas, “la hipótesis contraria se opone a la naturaleza misma del matrimonio entendido ante todo como comunidad espiritual”. Uno solo de los consultores es del parecer que no se debe imponer tal consentimiento, pero supone un entendimiento previo entre los dos cónyuges:

“Lo mismo que deseo que los dos cónyuges se informen recíprocamente, busquen juntos y se pongan de acuerdo, lo mismo no impondría a uno de ellos tener que obtener el consentimiento del otro”.

Esto equivale a decir que, normalmente, la admisión de una persona casada en un Instituto Secular no se debe hacer sin que lo sepa el otro cónyuge.

c) La participación de un miembro casado en el gobierno del Instituto

A este respecto, las respuestas de los consultores son un poco más complejas. Se deduce, sin embargo, que la participación activa de los miembros casados en el gobierno del Instituto no parece oportuna. Uno solo de los consultores prevé francamente tal participación, pero deja entrever serios riesgos:

“Si existen de hecho Institutos Seculares que admiten personas casadas como miembros en sentido lato: yo sostendría que sus representantes participen al gobierno, pero de manera proporcional… Es justo, en efecto, que si un Instituto admite personas casadas, que asuma todas las consecuencias. Hay riesgos: las inevitables implicaciones recíprocas del Instituto en la vida familiar y de la familia en la vida del Instituto. Además – en un momento histórico en que se hace particularmente difícil vivir la virginidad -, en el caso de que las personas casadas fueran la mayoría, los célibes tendrían pocos representantes en el gobierno, de donde se deriva el peligro de que la virginidad no sea suficientemente valorada”.

Según el conjunto de las respuestas, la participación de los miembros casados en el gobierno del Instituto se considera así:

– en tres respuestas, es una eventualidad a desechar;

– para otros consultores, una representación de los miembros casados en el gobierno del Instituto puede ser admitida, pero para deliberar de las solas cuestiones que les afectan;

-según uno de ellos, es de desear un gobierno propio para tales
miembros.

Esta última respuesta, que habla de un grupo aparte con un gobierno propio, se relaciona con el tercer aspecto de nuestra encuesta.

C) SERIA DESEABLE EL NACIMIENTO DE ASOCIACIONES DE PERSONAS CASADAS…

Este deseo se traduce más o menos explícitamente en todas las respuestas de los consultores. He aquí los resúmenes de dos proposiciones:

1) “Me gustaría plantear el problema de forma diferente. No: ¿Hay personas casadas interesadas por los Institutos Seculares; qué lugar se les puede dar en ellos? Sino: ¿Hay personas casadas atraídas por la perfección evangélica; cómo ayudarlas?

La segunda (perspectiva) permitiría una búsqueda más libre y conduciría sin duda a la verdadera solución. Es la cuestión de la posibilidad de un cierto radicalismo de la vida evangélica en el matrimonio”.

2) “Es de desear que nazcan Asociaciones para los esposos que quieran comprometerse comunitariamente en seguir a Cristo, en el espíritu de las Bienaventuranzas y de los consejos evangélicos… Se respondería así al deseo de tantas personas casadas de ver plenamente reconocidos por la Iglesia el valor santificante del matrimonio y la igualdad sustancial de todos los miembros del Pueblo de Dios frente al precepto de tender a la perfección de la caridad. La definición del contenido concreto de los compromisos de obediencia y de pobreza que asumirían los esposos sólo puede ser el fruto de sus propias experimentación y reflexión. Para que esto se haga de forma adecuada, resulta absolutamente indispensable que la experimentación y la reflexión se desarrolle entre esposos, sin confusión con otras formas de vida…”

Del conjunto de las respuestas, se han podido destacar dos ideas:

– Conviene promover Asociaciones de personas casadas. Los motivos alegados se resumen así: responder a la necesidad sentida por esas personas de unirse para vivir mejor su fe; responder a su deseo de ver plenamente reconocidos por la Iglesia el valor santificador del matrimonio, y substancialmente la posibilidad para todos los miembros del Pueblo de Dios de tender a la perfección de la caridad; ofrecer a estas mismas personas la posibilidad efectiva de un cierto radicalismo de vida evangélica en el matrimonio.

– Estas Asociaciones de personas casadas serían distintas de los Institutos Seculares.

Al margen de esta segunda afirmación, un solo consultor sugiere que el período de experimentación podría ser confiado a la solicitud de la Sección para los Institutos Seculares.

II. Las conclusiones y decisiones del Congreso

Tal como lo hemos señalado más arriba, dos expertos han sido llamados a dar su opinión motivada, durante un Congreso que ha tenido lugar en la sede de esta Congregación. Sus argumentos se encuentran con los de los consultores y deben agruparse alrededor de los mismos puntos, sobre los cuales se ha pronunciado el órgano colegial del Dicasterio.

1. La “consagración especial” de los miembros de los Institutos Seculares no puede ser cuestionada

Los expertos fundan sus afirmaciones especialmente en los principios doctrinales, mencionando sin embargo los aspectos metafísicos y espirituales de la cuestión. Recuerdan que los Institutos Seculares constituyen esencialmente un estado de perfección o de consagración reconocida por la Iglesia, y para ello se apoyan en la enseñanza del Magisterio y en la praxis seguida estos últimos decenios.

Para los Institutos Seculares, como para los Institutos religiosos, “su naturaleza misma exige el compromiso de la castidad perfecta en el celibato – lo que excluye necesariamente a las personas casadas (formaliter ut sic)¬de la pobreza y de la obediencia”.

“La enseñanza y la praxis de la Santa Iglesia hasta el Concilio, y los más recientes discursos del Santo Padre, han determinado clarísimamente la necesidad de la profesión efectiva de los tres consejos evangélicos… profesión que las personas casadas no pueden emitir”.

Y para alejar todo equívoco sobre estos consejos se añade una precisión:

“No se trata de cualquier consejo del Evangelio, sino de los consejos evangélicos ‘típicos’, es decir, de la castidad en el celibato, de la pobreza y de la obediencia, asumidos como forma estable de vida por medio del voto u otro vínculo sagrado reconocido por la Iglesia en un Instituto. Es lo que caracteriza el miembro de Instituto Secular en el mundo, distinguiéndolo de un simple bautizado. Los textos constitucionales de los Institutos Seculares, a saber, Provida Mater (1, §§ 1-3), Primo Feliciter (II), Cum Sanctissimus (VII a.b), así como los discursos pontificios no dejan ninguna duda sobre esta ‘consagración’ que califica al laico en el mundo”.

Es importante, pues, reafirmar este principio fundamental que la profesión de los tres consejos evangélicos confiere una “consagración especial” enraizada en la del bautismo y complementándola. Ahora bien, “el elemento esencial y constitutivo de la realidad que consagra a Dios en la vocación de un Instituto de perfección, es la castidad perfecta… Mientras que la pobreza y la obediencia – especialmente en los Institutos Seculares- pueden ser matizadas…, la castidad perfecta se impone como elemento indispensable de pertenencia al Señor”.

Y el experto continúa: “Aquí estamos en el centro de la vocación específica… que caracteriza esencialmente un Instituto Secular y sus miembros propiamente dichos. Si, incluso inconscientemente, se llegara a excluir la realidad que está en el centro de la ‘novedad’ de la primavera de gracia en el mundo que son los Institutos Seculares, la ‘vocación especial’ que está en la base ya no tendría su razón de ser en la Iglesia”.

Así, pues, los consultores, los expertos y el Congreso están de acuerdo en confirmar la misma conclusión: el don de Dios que es la “consagración especial” impone a los miembros propiamente dichos de los Institutos Seculares la profesión de los consejos evangélicos, y por tanto la castidad perfecta en el celibato.

2. Las personas casadas en los Institutos Seculares son miembros en sentido lato

La posibilidad para las personas casadas de pertenecer a un Instituto Secular no se puede poner en duda. Como lo observaba un experto al Congreso: ya la Provida Mater lo admitía indirectamente, al hablar de los “socios que desean pertenecer a los Institutos como miembros, en el más estricto sentido” (PM, III § 3). Esto venía a decir que otros podrían pertenecer a los Institutos como miembros en sentido lato. De hecho, tal eventualidad fue afirmada explícitamente por la Instrucción Cum Sanctissimus ( VII, a). Resulta, sin embargo, de estos documentos que hay una diversidad de pertenencia, una diversidad justa y esencialmente especificada, en el hecho de abrazar a un grado más o menos elevado cada uno de los consejos evangélicos. Sin ninguna duda, esto se refiere especialmente al consejo de castidad: si la castidad en el celibato “por el Reino” es absolutamente indispensable para los miembros en sentido estricto, esta exigencia no es requerida para los miembros en sentido lato, los cuales pueden ser, en consecuencia, personas casadas. Si el modo de pertenencia a un Instituto Secular se basa sobre todo en la profesión efectiva del consejo de castidad, resulta que no se podrá suprimir nunca toda distinción, ni asimilar totalmente los miembros casados a los miembros solteros. Dicho de otra forma, las personas casadas son necesariamente miembros en sentido lato en los Institutos Seculares Es ésta una conclusión normal, admitida de entrada por los consultores y por el órgano colegial de esta Congregación.

¿Hay que deducir por ello que tal distinción en la pertenencia de los miembros a un Instituto Secular supone medidas tan rígidas, que no se pueda prever una estrecha participación de los unos en la vida de los otros? A este respecto las experiencias son diversas y las opiniones bastantes matizadas. Las conclusiones de los consultores reflejan diferentes tendencias en lo que se refiere por ejemplo a las condiciones de admisión, o bien a la participación en el gobierno del Instituto. Teniendo en cuenta esta variedad, los expertos y el Congreso invitan a proseguir con prudencia esta experiencia de vida.

Pero, dada la imposibilidad de introducir miembros casados en un Instituto “con paridad de derechos y de deberes” con los miembros en sentido estricto, nos hemos preguntado si no convendría prever una fórmula nueva para los esposos. Se ha examinado entonces la eventualidad de Asociaciones de personas casadas.

3. ¿Hacia Asociaciones con personas casadas?

Tal como lo han mostrado las respuestas de los consultores, las Asociaciones de personas casadas o con personas casadas corresponden a un movimiento de actualidad, en el contexto de la llamada universal a la santidad de la que habla el Concilio (Lumen Gentium,5). Por una parte, los expertos han señalado la oportunidad de “afrontar concretamente esta realidad, porque también aquí la acción del Espíritu empuja o llama a la perfección de la caridad, eligiendo los medios que Él mismo juzga adaptados a nuestro tiempo”.

El Congreso ha considerado, pues, el problema con la mayor atención, con el fin de tener en cuenta las aspiraciones profundas y legítimas que quisieran dar nacimiento a tales agrupaciones. Ha reconocido la necesidad de ayudar, sostener y guiar eventualmente este nuevo tipo de Asociaciones. Pero, en este campo, como en muchos otros, es la experiencia de la vida que sugiere, precisa y perfecciona…

Es, pues, prematuro entrever las modalidades prácticas que permitirían la aparición de estos nuevos “brotes” en la Iglesia. La conclusión del Congreso, que afirma la oportunidad de tomar eventualmente en consideración las Asociaciones con personas casadas, conserva siempre su valor y suscita esperanzas para el porvenir, a la vez que recuerda claramente la excelencia de la consagración en el celibato (cfr. Lumen gentium,42).

10 de mayo de 1976

Al I Congreso Mundial de Institutos Seculares
Una presencia viva al servicio del mundo y de la Iglesia

Queridos hijos e hijas en el Señor:

Con mucho gusto hemos acogido la petición del consejo ejecutivo de la Conferencia Mundial de Institutos Seculares que, en su día, nos manifestó el deseo de tener este encuentro. En efecto, él nos ofrece la ocasión de manifestaros, con nuestra estima, las esperanzas de la Iglesia en el testimonio particular que los Institutos Seculares están llamados a dar en medio de los hombres de hoy.

No es necesario que nos detengamos a iluminar las características particulares que definen vuestra vocación, ya que, en sus líneas fundamentales, que son “una vida consagrada totalmente siguiendo los consejos evangélicos, y una presencia y una acción destinadas, con toda responsabilidad, a transformar el mundo desde dentro, estas características pueden ya ser consideradas como una adquisición cierta de vuestra conciencia institucional”. Todo esto os hemos recordado con ocasión del 25 aniversario de la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia (cfr. discurso del 2 de febrero de 1972).

Ahora, nuestro deseo es subrayar sobre todo el deber fundamental que deriva de la fisonomía que acabamos de evocar, es decir, el deber de ser fiel. Esta fidelidad, que no es inmovilismo, significa ante todo la atención al Espíritu Santo que hace nuevo todo el universo (cfr. Ap 21, 5). Efectivamente, los Institutos Seculares están vivos en la medida en que participan de la historia del hombre y testimonian ante los hombres de hoy el amor paternal de Dios revelado por Jesucristo en el Espíritu Santo (cfr. Evangelii nuntiandi 26).

Si permanecen fieles a su propia vocación, los Institutos Seculares serán como el “laboratorio experimental” en el que la Iglesia verifique las modalidades concretas de sus relaciones con el mundo. Por esta causa, los Institutos Seculares deben escuchar, como dirigida sobre todo a ellos, la llamada de la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi: «Su tarea primera… es el poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo. El campo propio de su actividad evangelizadora es el mundo vasto y complejo de la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación de masas».

Esto no significa, evidentemente, que los Institutos Seculares, en cuanto tales, deban encargarse de estas tareas. Normalmente esto corresponde a cada uno de sus miembros. El deber, por tanto, de los Institutos mismos es formar la conciencia de sus miembros en una madurez y en una apertura que les impulse a prepararse con un gran celo en la profesión elegida, con el fin de afrontar después con competencia y con espíritu de desprendimiento evangélico el peso y las alegrías de las responsabilidades sociales hacia las que la Providencia les oriente.

Esta fidelidad de los Institutos Seculares a su vocación específica debe expresarse sobre todo en la fidelidad a la oración, que es el fundamento de la solidez y de la fecundidad. Constituye por eso una gran alegría el que hayáis elegido como tema central de vuestra asamblea la  oración, en cuanto que es “expresión de una consagración secular” y “fuente de apostolado y clave de la formación”. Es decir, que vosotros estáis buscando una oración que sea expresión de vuestra situación concreta de personas “consagradas en el mundo”.

Os exhortamos a proseguir esa búsqueda esforzándoos en obrar de tal manera, que vuestra experiencia pueda servir de ejemplo a todo el laicado. En efecto, para el que se ha consagrado en un Instituto Secular, la vida espiritual consiste en saber asumir la profesión, las relaciones sociales, el medio de vida, etc. como formas particulares de colaboración al advenimiento del Reino de los Cielos, y en saber imponerse tiempos de descanso para entrar en contacto más directo con Dios, para darle gracias y para pedirle perdón, luz, energías y caridad inagotable para con los demás.

Cada uno de vosotros se beneficia ciertamente de la ayuda de un Instituto, por las orientaciones espirituales que él le da, pero sobre todo por la comunión entre los que comparten el mismo ideal bajo la dirección de los responsables. Y, sabiendo que Dios nos ha dado su palabra, el que está consagrado se pondrá más regularmente a la escucha de la Sagrada Escritura, estudiada con amor y acogida con espíritu purificado y disponible, para buscar en ella, como también en la enseñanza del Magisterio de la Iglesia, una interpretación exacta de su experiencia cotidiana que vive en el mundo. De modo especial, apoyándose en el hecho mismo de su consagración a Dios, él se sentirá comprometido a secundar los esfuerzos del Concilio a favor de una participación cada día más íntima en la sagrada liturgia, consciente de que la vida litúrgica bien ordenada, bien integrada en las conciencias y en las costumbres de los fieles, contribuirá a mantener vigilante y permanente el sentido religioso en nuestra época, y a procurar a la Iglesia una nueva primavera de la vida espiritual.

La oración se convertirá entonces en la expresión de una realidad misteriosa y sublime, es decir, en la expresión de nuestra realidad de hijos de Dios. Ella será una expresión que el Espíritu Santo purifica y asume como oración suya propia, impulsándonos a gritar con Él: Abba, es decir, Padre (Rom 8, 14; Gál 4, 4).

Una tal oración, si llega a ser consciente en el contexto mismo de las actividades seculares, se convierte entonces en una expresión auténtica de la consagración secular.

Tales son los pensamientos, queridos hijos e hijas, que hemos querido confiar a vuestra reflexión, a fin de ayudaros en vuestra búsqueda de una respuesta cada día más fiel a la voluntad de Dios, que os llama a vivir en el mundo, no para asumir su espíritu, sino para llevar a sus ambientes un testimonio susceptible de ayudar a vuestros hermanos a acoger la novedad del Espíritu de Cristo.
Con nuestra bendición apostólica.

S. S. PABLO VI, 25 DE AGOSTO DE 1976

A la Asamblea de Responsables Generales
Sentido eclesial y alegría propia de la consagración secular

1. Queridísimos hermanos y amigos: Quisiera saludaros con las mismas palabras del apóstol Pablo a los Romanos: “Que el Dios de la esperanza os llene en plenitud, en vuestro acto de fe, de alegría y de paz, a fin de que la esperanza abunde en vosotros por la virtud del Espíritu Santo” (Rm 15,13).

2. Es un sincero augurio, al comenzar vuestro encuentro en el Señor (Mc 6,30), las tres actitudes que el mundo contemporáneo – en el cual estáis plenamente insertados por especial vocación – espera de vosotros: una paz honda y serena, una alegría contagiosa, una esperanza inquebrantable y creadora.

3. Que la oración, que es el tema de vuestra Asamblea, os haga artífices de la paz, comunicadores de alegría y profetas de esperanza. Nos hacen falta a nosotros. Hacen falta a los hombres, nuestros hermanos, a quienes somos enviados por Cristo, en esta hora de la historia, para anunciarles la Buena Noticia de la salvación (Rm 1,16).

4. Al comenzar los trabajos de esta Asamblea quiero ofreceros unas reflexiones muy simples y sencillas. No es éste un discurso de apertura, sino una sincera comunicación de hermano y amigo. Quiero deciros, con toda sencillez, lo que me parece que tiene que ser vuestra Asamblea.

5. Ante todo, un acontecimiento eclesial. Es toda la Iglesia la que espera vuestra respuesta. Es toda la Iglesia la que os envía al mundo para transformarlo desde adentro “a modo de fermento” (LG 31). Representáis un modo nuevo de ser la Iglesia en el mundo “Sacramento universal de salvación”: sois laicos consagrados, plenamente incorporados a la historia de los hombres por vuestra profesión y vuestro común estilo de vida, radicalmente entregados a Cristo por los consejos evangélicos como testigos del Reino.

6. Vuestra existencia y vuestra misión, como laicos consagrados, no tienen sentido sino desde el interior de una Iglesia que se nos presenta como presencia cotidianamente renovada del Cristo de la Pascua, como signo e instrumento de comunión (LG 1), como sacramento universal de salvación. La Iglesia, en definitiva, es esto: “Cristo en medio de vosotros esperanza de la gloria” (Col 1,27). Ser signo y comunicación de Cristo para la salvación integral de todos los hombres: he ahí el sentido de vuestra misión en la Iglesia.

7. Vivir esta Asamblea como acontecimiento eclesial significa, por eso, dos cosas: gozar profundamente el misterio de la presencia de Cristo en ella y sentir serenamente la responsabilidad de responder a las expectativas de los hombres de hoy. Por lo mismo hace falta estar abiertos a la Palabra de Dios y, al mismo tiempo, atentos a las exigencias de la historia. Nos hace falta vivir con fidelidad y gozo el momento concreto de la Iglesia: en su actualidad de hoy y en su fisonomía específica de Iglesia particular, indisolublemente unida a la Iglesia universal.

8. Pero esta Asamblea es, al mismo tiempo y por ser acontecimiento de Iglesia, un acontecimiento familiar: es decir, es el encuentro de la familia de los Institutos Seculares, con su diversidad de carismas, pero siempre en la misma identidad de una secularidad consagrada. Se trata de un encuentro profundo y fraterno en Cristo de todos aquellos que han sido particularmente elegidos por el Señor para realizar su total consagración a Dios, mediante los consejos evangélicos, en el mundo, desde el mundo, para la transformación del mundo, ordenando según Dios todos los asuntos temporales.

9. Porque es un encuentro de familia -agrupados por el Espíritu Santo desde las diferentes partes del mundo- tiene que hacerse en un clima de extraordinaria sencillez, de profunda oración y de sincera fraternidad evangélica.

10. Clima de sencillez y pobreza: abiertos todos a la Palabra de Dios, como fuertemente necesitados de ella, y abiertos también a la fecunda y variada riqueza de los hermanos, dispuestos todos a compartir con humildad y generosidad los diferentes dones y carismas con que nos enriqueció el Espíritu para la edificación común (1 Co 12,4-7). Quien se siente seguro de sí mismo y en exclusiva posesión de la verdad completa, no es capaz de abrirse con docilidad a la Palabra de Dios, y por consiguiente es incapaz de un diálogo constructivo de Iglesia. La Palabra de Dios, como en María Santísima, exige mucha pobreza, mucho silencio, mucha disponibilidad.

11. Luego es necesario un clima de oración. Más todavía: esto es esencial en vuestro encuentro No os habéis reunido para reflexionar técnicamente sobre la oración, sino para pensar juntos, a la luz de la Palabra de Dios y partiendo de vuestra existencia cotidiana, cómo debe ser la oración de un laico consagrado hoy. No se trata, para vosotros, de discutir las diferentes formas de oración, sino de ver cómo en la práctica, viviendo a fondo vuestra profesión y vuestro compromiso temporal, podéis entrar en inmediata y constante comunión con Dios.

12. Por eso esta Asamblea – que trata de la oración como expresión de la consagración, como fuente de la misión y como clave de la formación – tiene que ser esencialmente una Asamblea de oración. Es decir, que nos hemos reunido particularmente para orar. Y Jesús está en medio de nosotros asegurándonos la eficacia infalible de nuestra oración porque nos hemos reunido en su Nombre (Mt 18,20).

13. Finalmente, es necesario un clima de fraternidad evangélica: se trata de un encuentro muy hondo de hermanos, congregados en Jesús por el Espíritu, conservando cada cual su identidad específica, siendo par¬ticularmente fieles al carisma de su propio Instituto, pero viviendo a fondo la misma experiencia de Iglesia, sintiéndose todos conciudadanos de un mismo Pueblo de Dios (Ef 2,19), miembros de un mismo Cuerpo de Cristo (1 Co 12,27) y piedras vivas de un mismo Templo del Espíritu (1 P 2,5; Ef 2,20-22). La Iglesia es eso: la convocación de todos en Cristo por el Espíritu para la gloria del Padre y la salvación de los hombres.

14. Esta fraternidad evangélica se expresa maravillosamente en la sencillez y alegría cotidiana. Fueron las características de la comunidad cristiana primitiva: “Partían el pan en sus casas y comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2,46). Cuando se complican demasiado las cosas y los rostros se vuelven dolorosamente tristes, es porque falta una auténtica y constructiva fraternidad evangélica.

15. Son las tres condiciones o exigencias para esta Asamblea de laicos consagrados: sencillez de pobres, profundidad de oración, sincera fraternidad en Cristo.

16. Quisiera ahora señalarles – simplemente señalarles, porque no quiero alargar demasiado esta introducción- tres puntos que me parecen esenciales para esta Asamblea que hoy comienza: la Iglesia, la Secularidad consagrada y la Oración.

17. Permitidme que lo haga – ya que la Asamblea trata sobre la oración a la luz de la Oración Sacerdotal o apostólica de Jesús: Escuchemos juntos algunos versículos de la hermosísima plegaria del Señor: “Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu hijo para que tu hijo te glorifique a ti… Padre, que sean uno, para que el mundo crea que Tú me has enviado… Yo los envío al mundo, así como Tú me enviaste al mundo… No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del maligno. Ellos no son del mundo, como Yo no soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad… Por ellos me consagro para que también ellos sean consagrados en la verdad” (Jn 17).

18. A partir de esta oración de Jesús, que ilumina siempre vuestra actitud fundamental de hombres que viven en el mundo y que oran, quisiera subrayar los tres puntos arriba indicados: sentido eclesial, exigencias de la secularidad consagrada, modo de oración.

19. 1° Sentido eclesial. Nuestra oración se realiza desde el interior de la Iglesia concebida como comunión fraterna de los hombres con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. “Yo en ellos y Tú en mí, para que sean perfectamente uno”: eso es la Iglesia. Por eso nuestra oración – aunque recemos solos o en pequeños grupos – tiene siempre una dimensión eclesial. Es toda la Iglesia la que ora en nosotros. En definitiva, es el mismo Cristo – misteriosamente presente en la Iglesia el que en nosotros y con nosotros ora al Padre. Por intermedio de su Espíritu, que habita en nosotros (Rm 8,9 y 11), grita “con gemidos inefables” (Rm 8,26): “Abba” es decir: “Padre” (Rm 8,15).

20. Este sentido eclesial hace que nuestra oración tenga una dimensión profundamente humana y cósmica, es decir, vuelta hacia los hombres y la historia. Es una oración que ilumina y asume el dolor y la alegría de los hombres para ofrecerlos, desde el interior de la historia, al Padre. Es una oración que tiende a transformar al mundo “salvado en esperanza” (Rm 8,24) y a acelerar la llegada definitiva del Reino (1 Co 15,24-28). Lo pedimos cotidianamente en el Padre nuestro: “Venga a nosotros tu Reino”.

21. ¡Sentido eclesial! Es esencial para nuestro ser cristiano. Es esencial para nuestro ser de consagrados. Es esencial para nuestra oración. Cuando uno se siente plenamente Iglesia – es decir, presencia salvadora del Cristo de la Pascua en el mundo – experimenta también la urgencia de orar, tal como lo hizo Jesús y a partir del corazón filial y redentor de Cristo, adorador del Padre y servidor de los hombres.

22. Esta Asamblea tendrá que reflejar constantemente este sentido eclesial. De un modo palpable tendrá que sentirse aquí la Iglesia: como presencia del Cristo Pascual, como sacramento de unidad, como signo e ins¬trumento universal de salvación. Vivid la Iglesia, expresad la Iglesia, comunicad la Iglesia, para orar con Cristo desde el interior de la Iglesia.

23. Pero es necesario, para ello, el don del espíritu Santo, que es en la Iglesia “el principio de unidad en la comunión” (LG 13). El Espíritu Santo está en el comienzo de nuestra oración: grita en nosotros con “gemidos inefables” Cm 8, 26) y “nadie puede decir Jesús es el Señor, si no es impulsado por el Espíritu Santo” (1 Co 12,3). Pero es, también, el fruto de nuestra oración, el contenido central de cuanto en la oración pedimos: “¡Cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará el Espíritu Santo a los que se lo piden!” (Lc 11,13).

24. Es el Espíritu el que hace la unidad en la Iglesia. Por eso la unidad eclesial, la verdadera comunión de todos en Cristo, es fruto de nuestra oración hecha con autenticidad en el Espíritu. Y esta unidad es urgente hoy en nuestra Iglesia tan dolorosamente sacudida y tensa, como es urgente también en el corazón de la historia de la humanidad que avanza hacia el encuentro definitivo, a través de una serie de contrastes, desencuentros profundos, insensibilidad y odio.

25. Pero esta Iglesia comunión – “pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (San Cipriano; LG 49) es enviada al mundo para ser “sacramento universal de salvación” (AG 1). Es una Iglesia esencialmente misionera y evangelizadora, insertada en el mundo como luz, sal y fermento de Dios, para la salvación de todos los hombres. “La Iglesia -dice el concilio- avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios” (GS 40).

26. Esta exigencia de la Iglesia – esencialmente Iglesia del testimonio y la profecía, de la encarnación y la presencia, de la misión y el servicio – presupone en todos los miembros de la Iglesia una irremplazable pro¬fundidad contemplativa. Ante las urgencias de la Iglesia de hoy y ante las expectativas de los hombres de hoy, no cabe más que esta postura simple y esencial: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1).

Para eso, precisamente, nos hemos reunido estos días.

27. 2° Secularidad consagrada. En esta fundamental relación Iglesia-mundo, en esta inserción misionera de la Iglesia en la historia de la humanidad, se sitúa precisamente, mis queridos amigos, vuestra vocación específica. Porque toda la Iglesia es misionera, pero no de la misma manera; toda la Iglesia es profética, pero no en el mismo nivel; toda la Iglesia se encarna en el mundo, pero no del mismo modo. El vuestro es un modo irremplazable, original y único, vivido con generosidad y gozo como don especial del Espíritu.

28. Se trata, en efecto, de vuestra secularidad consagrada. Sois plenamente consagrados, radicalmente entregados al “seguimiento de Cristo” por los consejos evangélicos, pero seguís siendo plenamente laicos, viviendo en Cristo vuestra profesión, vuestro compromiso temporal, vuestras obligaciones del mundo en las circunstancias ordinarias de la vida” (AA 4).

29. La consagración a Dios no os quita del mundo: os incorpora a él de un modo nuevo. Se ha dado interiormente plenitud a vuestra consagración bautismal, pero seguís viviendo en el mundo, en todas y cada una de las actividades y profesiones, así como en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social. Os pertenece plenamente por propia vocación buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales (LG 31). En vosotros adquiere un sentido especial la oración de Jesús: “No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del maligno… Yo me consagro (= me inmolo y sacrifico) por ellos, a fin de que ellos sean consagrados en la verdad” (Jn 17).

30. Es un modo nuevo de presencia de la Iglesia en el mundo. Nadie en la Iglesia (ni siquiera el contemplativo) deja de estar presente en el mundo y es ajeno a la historia. Nadie, tampoco, si ha sido “ungido por el consagrado” en el bautismo (1 Jn 2,20), deja de estar radicalmente entregado al Evangelio como testigo en el mundo de la Pascua de Jesús. Pero vuestra especial consagración a Dios por los consejos evangélicos os compromete a ser en el mundo testigos del Reino y os incorpora al misterio pascual de Jesús – su muerte y su resurrección – de un modo más hondo y radical, sin sacaros por eso de las responsabilidades normales de vuestra actividad familiar, social y política, que constituyen el ámbito propio de vuestra vocación y vuestra misión.

31. Son estos, queridos amigos, los dos aspectos de vuestra riquísima, maravillosa y providencial vocación en la Iglesia: la secularidad y la consagración. Hace falta vivirlos con igual intensidad y plenitud, inseparablemente unidos, como dos elementos esenciales de una única realidad: la secularidad consagrada. El único modo, para vosotros, de vivir vuestra consagración es entregándoos a la radicalidad del Evangelio desde el interior del mundo, a partir del mundo, siendo indisolublemente fieles a vuestras tareas temporales y a las exigencias interiores del Espíritu como testigos privilegiados del Reino (cfr. GS 43). Y el único modo de realizar en plenitud ahora vuestra vocación secular – porque el Señor ha entrado misteriosamente en vuestra vida y os ha llamado de un modo especial a su seguimiento radical – es vivir con alegría cotidianamente renovada vuestra fidelidad a Dios en la fecundidad de la contemplación, en la serenidad de la cruz, en la práctica generosa de los consejos evangélicos.

32. Hace falta transformar el mundo, santificarlo desde adentro, viviendo a fondo el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas y preparando así “los cielos nuevos y la tierra nueva donde habitará la justicia” (2 P 3,13).

33. La secularidad consagrada expresa y realiza, de un modo privilegiado, la armoniosa conjunción de la edificación del Reino de Dios y de la construcción de la ciudad temporal, el anuncio explícito de Jesús en la evangelización y las exigencias cristianas de la promoción humana integral.

34. Vivid la alegría de esta consagración secular, que en el mundo de hoy es más actual que nunca. Hacen falta los valientes testigos del Reino. Sed fieles a las exigencias del Evangelio y preparad desde adentro un mundo nuevo. Vivid con responsabilidad y fortaleza el riesgo de vuestra secularidad comprometida en una especial consagración a Cristo por el Espíritu. Sed fieles a vuestra hora, a vuestra profesión, a vuestro compromiso temporal, a las expectativas de los hombres de Dios, al hambre de Jesús y de su Reino.

35. Vivid vuestra consagración desde la secularidad plenamente realizada – con el corazón abierto al Reino, al Evangelio, a Jesús – y comprometeos a transformar el mundo desde el gozo de vuestra consagración y con el espíritu de las bienaventuranzas generosamente asumidas y expresadas. Sed fuertemente contemplativos para percibir el paso del Señor en las actuales circunstancias de la historia, a fin de colaborar en el plan de salvación de Dios que quiso “recapitular todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra” (Ef 1,10).

36. 3° Modo de oración. Esto nos introduce en el último punto de nuestra sencilla reflexión: la oración. Esta Asamblea vuestra está dedicada no solamente a pensar sobre la oración, sino y sobre todo a celebrarla. En el corazón inquieto de cada uno de nosotros existe un deseo ardiente y simple: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Es el grito esperanzado de los pobres que buscan en Jesús al maestro de la oración. Es en É1 donde también nosotros aprenderemos a orar, como hombres concretos de un tiempo nuevo. “Señor, en este momento atormentado de la historia, en este período difícil de la Iglesia, yo que vivo en el mundo, como consagrado radicalmente al Evangelio, para transformar el mundo según tu designio, Señor, yo que sufro y espero con la angustia y la esperanza de los hombres de hoy ¿cómo tengo que orar? ¿Cómo tengo que orar para no perder profundidad contemplativa, ni la permanente capacidad de servir a mis hermanos? ¿Cómo tengo que orar sin evadirme del problema de los hombres ni abandonar las exigencias de mi vida cotidiana, pero sin perder tampoco de vista que Tú eres el único Dios, que una sola cosa es necesaria (Lc 10,42) y que es urgente buscar primero el Reino de Dios y su justicia (Mt 6,33)? ¿Cómo tengo que orar en el mundo y desde el mundo? ¿Cómo puedo encontrar un momento de silencio y un espacio de desierto – para escucharte exclusivamente a Ti y entregarme gozosamente a tu Palabra – en medio de una ciudad tan aturdida por las palabras de los hombres y tan llena de actividades y problemas que me urgen? Señor, enséñanos a orar”.

37. Este es, mis queridos amigos, vuestro deseo. Esta es vuestra dolorosa preocupación y vuestra serena esperanza. En esta Asamblea -celebración comunitaria de la oración- el Señor os enseñará a orar. Sobre todo os dirá que no es difícil; mucho menos, imposible. Porque Él nos manda orar siempre y sin desanimarnos (Lc 18,1). Y Dios no manda cosas imposibles (San Agustín, De Natura et gratia 43,50).

38. No quiero entrar detalladamente en el tema de vuestra Asamblea. Solamente permitidme, como hermano y amigo, que os indique tres pistas para vuestros trabajos.

39. Ante todo, la persona misma de Cristo. Hace falta buscar en el Evangelio la figura del Cristo orante: en el desierto, en el monte, en el cenáculo, en la agonía del huerto, en la cruz. ¿Cuándo, cómo y por qué oró Cristo? Solamente quisiera recordaros que la oración de Jesús -tan hondamente filial y redentora iba siempre mezclada de una fuerte experiencia del Padre en la soledad, de una conciencia muy clara de que todos lo buscaban y de una incansable actividad misionera como profeta de la buena nueva del Reino a los humildes y como médico espiritual para la curación integral de los enfermos. San Lucas lo resume así en un texto que merecería ser detenidamente analizado: “Su fama se extendía cada vez más y acudían grandes multitudes para escucharlo y hacerse curar sus enfermedades. Pero Él se retiraba a lugares solitarios para orar” (Lc 5,15-16).

40. En segundo lugar, quisiera recordaros que el principio de vuestra oración es siempre el Espíritu Santo, pero que el modo específico – el único para vosotros – es orar desde vuestra secularidad consagrada Lo cual os obliga a buscar, muy particularmente, la unidad entre contemplación y acción, y a evitar “el divorcio entre la fe y la vida diaria”, que “debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (GS 43).

41. No sólo vuestra oración debe preceder y hacer fecunda vuestra tarea, sino que debe penetrarla integralmente y darle particular sentido de ofrenda y redención. No sólo vuestra profesión no puede impedir o suspender vuestra oración, sino que debe servir de fuente de inspiración, de vida y de realismo contemplativo. Esto, ciertamente, no es fácil; vosotros buscaréis los caminos; yo os indico simplemente dos: sed verdaderamente pobres y pedidlo intensamente al Espíritu Santo y a Nuestra Señora del silencio y la contemplación.

42. Finalmente, quisiera marcar tres condiciones evangélicas necesarias para todo tipo de oración: la pobreza, la autenticidad del silencio y la verdadera caridad.

43. La pobreza: tener conciencia de nuestros límites, de nuestra incapacidad de orar como conviene (Rm 8,26), de la necesidad del diálogo con los otros, sobre todo de nuestra hambre profunda de Dios. Sólo a los pobres se les revelan los secretos del Reino de Dios (Lc 10,21). Los pobres tienen un modo de orar muy simple y sereno, infaliblemente eficaz: “Señor, si quieres, puedes curarme… Lo quiero. Quedas curado” (Mt 8,2-3).

44. El silencio: no es fácil hacerlo en el mundo, pero no es más fácil hacerlo en el convento. Todo depende de un interior pacificado y centrado en Dios. Lo que se opone al verdadero silencio no es el ruido exterior, la actividad o la palabra; lo que se opone es el propio yo constituido como centro. Por eso, la primera condición para orar bien es olvidarse. Aveces ora mejor un laico comprometido que un monje exclusivamente centrado en su problema. Por eso hablamos de la “autenticidad del silencio”. Es, al menos en parte, el sentido de las palabras de Jesús: “Cuando ores, retírate a tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará” (Mt6, 6). Lo esencial no es entrar en la habitación; lo verdaderamente importante es que el Padre está allí y nos espera.

45. La verdadera caridad: me parece que es éste el secreto de una oración fecunda. Hay que entrar en la oración con corazón de “hermano universal”. Nadie puede abrir el corazón a Dios sin una elemental apertu¬ra a los hermanos. El término o fruto de una oración verdadera será luego una apertura más honda y gozosa a los demás. No se puede experimentar la presencia de Jesús en los hombres si no hay una fuerte y honda experiencia de Dios en la soledad fecunda del desierto. Pero este encuentro con el Señor, en la intimidad privilegiada de la contemplación, tiene que llevarnos al descubrimiento continuo de su presencia en los necesitados (cfr. Mt 25).

46. Lo que quiero decir es lo siguiente: que para orar bien hace falta vivir elementalmente en la caridad, pero que si se ora bien – entrando con sinceridad en comunión con el Padre por el Hijo en el Espíritu Santo – se sale de la oración con incansable capacidad de donación y de servicio a los hermanos. La caridad auténtica como inmolación a Dios y entrega a los hermanos está así en el comienzo. en el medio y en el término de una oración verdadera.

47. La oración de un laico consagrado – para que sea verdaderamente expresión de su gozosa entrega a Jesucristo, fuente fecunda de su misión y clave esencial de su formación – tiene que ser hecha “en el Nombre de Jesús” Jn 16,23-27), es decir, bajo la acción infaliblemente eficaz del Espíritu Santo. Es el Espíritu de laVerdad el que nos introduce en la verdad completa (Jn 16,13) y nos ayuda a dar simultáneamente testimonio de Cristo (Jn 15,26-27) en la realidad concreta y cotidiana de nuestra vida. Por una parte nos ayuda a entrar en Cristo más hondamente y a gustar su Palabra; por otra nos descubre su paso en la historia y nos hace escuchar con responsabilidad las interpelaciones y expectativas de los hombres.

48. En otras palabras: el Espíritu de Verdad habita en nosotros (Jn 14,17) y nos hace comprender adentro, en la unidad profunda de la vida consagrada en el mundo, que “Dios amó tanto al mundo que le dio a su hijo único… Porque Dios no envió a su hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,16-17).

49. La consagración secular es un testimonio de este amor íntimo y universal del Padre. La vida de un laico consagrado se convierte así, por la acción ininterrumpidamente recreadora de la oración, en una sencilla manifestación y comunicación de la incansable bondad del Padre. Porque el Espíritu Santo lo hace una nueva presencia de Cristo: “Vosostros sois una carta de Cristo, escrita no con tinta, si no con el Espíritu de Dios vivo, no en tablas de piedra, si no en las tablas de carne del corazón” (2 Co 3,3).

50. Que María Santísima, modelo y maestra de oración, os acompañe e ilumine en estos días; que os introduzca en su corazón contemplativo (Lc 2,19) y os enseñe a ser pobres. Que os prepare a la acción profunda del Espíritu y os haga fieles a la Palabra. Que os repita adentro estas dos sencillas frases del Evangelio, una de Ella y otra de su hijo: “Haced todo lo que El os diga” (Jn 2,5); “Felices, más bien, los que reciben la Palabra de Dios y la realizan” (Lc 11,27).

Roma, 23 de agosto de 1976

Discurso a los Responsables Generales de los Institutos Seculares
Un don específico para la Iglesia

Queridos hijos e hijas en el Señor:

Una vez más se nos ofrece ocasión de encontrarnos con vosotros, dirigentes de los Institutos Seculares, que sois y representáis una porción floreciente y frondosa de la Iglesia en este momento de la historia. La circunstancia que os ha traído de nuevo a nuestra presencia es, esta vez, el Congreso Internacional que habéis organizado y vais a terminar ya aquí, en Nemi, cerca de nuestra residencia veraniega de Castelgandolfo; durante el mismo habéis examinado los estatutos de la futura “Conferencia Mundial de los Institutos Seculares” (C.M.I.S.).

No queremos ocuparnos ahora de vuestros trabajos, realizados, ciertamente, con profundidad y ahínco bajo el vigilante desvelo y con la participación del sagrado dicasterio competente; os diremos sólo que deseamos a dichos trabajos copiosos frutos de cara al incremento de vuestras Instituciones. Queremos, sin embargo, detenernos en algunas reflexiones sobre lo que podría ser la función de los Institutos Seculares en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia.

Cuando os miramos, y pensamos en los miles y miles de hombres y mujeres, que componen los Institutos Seculares, no podemos por menos de sentirnos consolado, al mismo tiempo que nos invade hasta lo más íntimo un vivo sentimiento de gozo y de agradecimiento al Señor. ¡Qué pujante y floreciente aparece en vosotros la Iglesia de Cristo! ¡Esta nuestra venerable Madre, a la que hoy algunos, también entre sus hijos, hacen blanco de críticas ásperas y despiadadas hasta el punto de que alguno se goza describiendo  extravagantes síntomas de decrepitud y prediciendo su ruina! ¡Hela aquí, en cambio, convertirse en un brote ininterrumpido de gemas nuevas, en un florecimiento insospechado de iniciativas de santidad!

Nosotros sabemos que debe ser así, y no podría ser de otro modo distinto, porque Cristo es la divina fuente inagotable de la vitalidad de la Iglesia; vuestra presencia nos ofrece un ulterior testimonio de ello y resulta para todos nosotros ocasión para tomar nuevamente conciencia de las cosas.

Pero queremos mirar más de cerca vuestro rostro, en el ámbito de la familia del pueblo de Dios. También vosotros reflejáis un “modo propio” con que se puede revivir el misterio de Cristo en el mundo, y un “mundo propio” en que puede manifestarse el misterio de la Iglesia.

Cristo redentor es una plenitud tal que no podremos comprender jamás, ni expresar por completo. Él lo es todo para su Iglesia, y en ella, lo que somos, lo somos precisamente por Él, con Él y en Él. También para los Institutos Seculares es, pues, Él el modelo último, el inspirador, la fuente donde beber.

Basándoos en Cristo salvador y a ejemplo suyo, desempeñáis de un modo que os es propio y característico una misión importante de la Iglesia. Pero también la Iglesia, a su manera, es, como Cristo, una plenitud tal, es una riqueza tal, que nadie por sí solo, ninguna institución por sí misma, podrán nunca comprender ni expresar adecuadamente. Ni nos sería posible descubrir sus dimensiones, porque su vida es Cristo, que es Dios. Por tanto, también la realidad de la Iglesia y su misión pueden expresarse únicamente por completo en la pluralidad de los miembros. Es la doctrina del Cuerpo místico de Cristo, la doctrina de los dones y de los carismas del Espíritu Santo.

El tema nos lleva en este momento, os habéis dado cuenta de ello, a preguntarnos sobre vuestro modo propio de realizar la misión de la Iglesia. ¿Cuál es vuestro don específico, vuestra tarea característica, el “quid novum” aportado por vosotros a la Iglesia de hoy? O también: ¿de qué forma sois vosotros Iglesia de hoy? Ya lo sabéis; por lo demás os lo habéis aclarado a vosotros mismos y a la comunidad cristiana. Nosotros lo damos por supuesto.

Os halláis en una misteriosa confluencia entre dos poderosas corrientes de la vida cristiana, recogiendo riquezas de una y de otra. Sois laicos, consagrados como tales por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, pero habéis escogido el acentuar vuestra consagración a Dios con la profesión de los consejos evangélicos aceptados como obligaciones con un vínculo estable y reconocido. Permanecéis laicos, empeñados en el área de los valores seculares propios y peculiares del laicado (Lumen gentium 31), pero la vuestra es una “secularidad consagrada” (Pablo VI. Discurso a los dirigentes y miembros de los Institutos Seculares en el 25º aniversario de la Provida Mater Ecclesia – L’Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, 13 de febrero de 1972), vosotros sois “consagrados seculares” (Pablo VI. Discurso a los participantes en el Congreso Internacional de los Institutos Seculares, 26 de septiembre de 1970, Pablo VI, Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1970, p. 372).

A pesar de ser “secular”, vuestra posición difiere en cierto modo de la posición de los simples laicos en cuanto estáis empeñados en la zona de los valores del mundo, pero como consagrados: es decir, no tanto para afirmar la intrínseca validez de las cosas humanas en sí mismas, cuanto para orientarlas explícitamente en conformidad con las bienaventuranzas evangélicas; por otra parte, no sois religiosos, porque la consagración que habéis hecho os sitúa en el mundo como testimonio de la supremacía de los valores espirituales y escatológicos o, lo que es igual, del carácter absoluto de vuestra caridad cristiana, la cual, cuanto mayor es, más hace aparecer relativos los valores del mundo, mientras que al mismo tiempo ayuda a su recta actuación por parte vuestra y de los otros hermanos.

Ninguno de los dos aspectos de vuestra fisonomía espiritual puede ser supervalorado a costa del otro. Ambos son “coesenciales”.”Secularidad” indica vuestra inserción en el mundo. Significa no sólo una posición, una función que coincide con el vivir en el mundo ejerciendo un oficio, una profesión “secular”. Debe significar, ante todo, toma de conciencia de estar en el mundo como “lugar propio vuestro de responsabilidad cristiana”. Estar en el mundo, es decir, comprometidos con los valores seculares, es vuestro modo de ser Iglesia y de hacerla presente, de salvaros y de anunciar la salvación. Vuestra condición existencial y sociológica deviene vuestra realidad teológica y vuestro camino para realizar y atestiguar la salvación. De esta manera sois un ala avanzada de la Iglesia “en el mundo”; expresáis la voluntad de la Iglesia de estar en el mundo para plasmarlo y santificarlo «como desde el interior, a guisa de fermento» (Lumen gentium 31), quehacer, éste, confiado principalmente al laicado. Sois una manifestación muy concreta y eficaz de aquéllo que la Iglesia quiere hacer para construir el mundo descrito y presagiado por la Gaudium et spes.

“Consagración” indica, en cambio, la íntima y secreta estructura portadora de vuestro ser y vuestro obrar. Aquí está vuestra riqueza profunda y escondida que los hombres, en medio de los cuales vivís, no saben explicarse y, a menudo, no pueden ni siquiera sospechar.

La consagración bautismal ha sido ulteriormente radicalizada como consecuencia de una crecida exigencia de amor suscitada en vosotros por el Espíritu Santo; no es la misma forma de consagración propia de los religiosos, pero, ciertamente, es de tal índole que os empuja a una opción fundamental por una vida según las bienaventuranzas evangélicas. De modo que estáis realmente consagrados y realmente en el mundo. «Estáis en el mundo y no sois del mundo, pero sí sois para el mundo», como os hemos explicado en otra ocasión (Pablo VI. Discurso a los participantes en el Congreso de Institutos Seculares, 26 de Septiembre de 1970, Pablo VI, Enseñanza al Pueblo de Dios, p. 371).

Vivir una verdadera y propia consagración según los consejos evangélicos, pero sin la plenitud de “visibilidad” propia de la consagración religiosa. Esta visibilidad, la constituyen, además de los votos públicos, una vida comunitaria más estrecha y el “signo” del hábito religioso. La vuestra es una forma de consagración nueva y original, sugerida por el Espíritu Santo para ser vivida en medio de las realidades temporales y para inocular la fuerza de los consejos evangélicos -los valores divinos y eternos- en medio de los valores humanos y temporales.

Vuestras opciones de pobreza, castidad y obediencia son modos de participar en la cruz de Cristo, porque a Él os asocian en la privación de bienes, por otro lado verdaderamente lícitos y legítimos; pero son también modos de participación en la victoria de Cristo resucitado, en cuanto os liberan
de la fácil ventaja que dichos valores podrían tener sobre la plena disponibilidad de vuestro espíritu.

Vuestra pobreza dice al mundo que se puede vivir en medio de los bienes temporales y se pueden usar los medios de la civilización y del progreso sin convertirse en esclavo de ninguno de ellos; vuestra castidad dice al mundo que se puede amar con el desinterés y la hondura ilimitada propios del Corazón de Dios y que se puede uno dedicar gozosamente a todos sin ligarse a nadie, cuidando sobre todo a los más abandonados; vuestra obediencia dice al mundo que se puede ser feliz sin pararse en una cómoda opción personal, pero quedando disponible del todo a la voluntad de Dios, tal como se manifiesta en la vida cotidiana, a través de los signos de los tiempos y de las exigencias del mundo actual.

Así, también vuestra actividad en el mundo -sea personal, sea colectiva, en los sectores profesionales en que estáis individual o colectivamente comprometidos- recibe de la vida consagrada una orientación más relevante hacia Dios, quedando también la misma actividad como arrollada y transportada dentro de vuestra misma consagración. Y con esta singular y providencial configuración enriquecéis la Iglesia de hoy con una ejemplaridad particular en el sector de su vida “secular”, viviéndola como consagrados, y de una ejemplaridad particular en el sector de su “vida consagrada”, viviéndola como seculares.

En este momento quisiéramos detenernos en un aspecto especial de fecundidad de vuestras instituciones. Queremos aludir al nutrido grupo de aquéllos que, consagrados a Cristo en el sacerdocio ministerial y deseando unirse a Él con ulterior vínculo de donación, abrazan la profesión de los consejos evangélicos, confluyendo, a su vez, en los Institutos Seculares.

Pensamos en estos hermanos nuestros en el sacerdocio de Cristo, y queremos animarlos, al mismo tiempo que admiramos en ellos, una vez más, la acción del Espíritu, incansable en suscitar el anhelo de siempre mayor perfección. Cuanto se ha dicho hasta aquí, vale ciertamente para ellos, pero sería necesario profundizar y precisar más las cosas.

Los sacerdotes de los Institutos Seculares, en efecto, llegan a la consagración mediante los consejos evangélicos y al compromiso con los valores “seculares”, no ya como laicos, sino como clérigos, es decir, como portadores de una mediación sagrada en el pueblo de Dios. Además del Bautismo y de la Confirmación, que constituyen la consagración base del laicado en la Iglesia, han recibido, después, otra especificación sacramental en el Orden Sagrado que los ha constituido titulares de determinadas funciones ministeriales en relación con la Eucaristía y el Cuerpo místico de Cristo. Esto ha dejado intacta la índole “secular” de la vocación cristiana, y pueden, por tanto, enriquecerla viviéndola como “consagrados” en los Institutos Seculares: sin embargo, son muy diversas las exigencias de su espiritualidad, no menos que ciertas implicaciones exteriores en su práctica de los consejos evangélicos y en su compromiso secular.

Queremos terminar ya, dirigiendo a todos una apremiante y paternal invitación: la de cultivar e incrementar, la de estimar, siempre y sobre todo, la comunidad eclesial. Sois articulaciones vitales de esta comunión, porque también vosotros sois Iglesia; por favor, no atentéis nunca contra su eficiencia. No se podría concebir ni comprender un fenómeno eclesial al margen de la Iglesia. No os dejéis sorprender nunca, ni siquiera rozar por la tentación, hoy demasiado fácil, de que es posible una auténtica comunión con Cristo sin una real armonía con la comunidad eclesial regida por los legítimos pastores. Sería un engaño, una ilusión. ¿Qué podría contar un individuo o un grupo, pese a sus intenciones subjetivamente más altas y perfectas, sin esta comunión? Cristo nos la ha pedido como garantía para admitirnos a la comunión con Él, del mismo modo que nos ha pedido amar al prójimo, como prueba de nuestro amor a Él.

Vosotros sois, pues, de Cristo; y por Cristo estáis en su Iglesia; Iglesia es vuestra comunidad local, vuestro instituto, vuestra parroquia, pero siempre en la comunión de fe, de Eucaristía, de disciplina, y de fiel y leal colaboración con vuestro Obispo y con la jerarquía. Vuestras estructuras y vuestras actividades no deberán conducirnos nunca -tanto si sois sacerdotes, como si sois laicos- a una “bipolaridad” de posiciones, ni a un “alibi” de postura interior y exterior, ni mucho menos a posiciones antitéticas con vuestros pastores.

A esto os invitamos: esto os deseamos a fin de que podáis ser en medio del mundo agentes auténticos de la única misión salvífica de la Iglesia, de la manera que os es propia, a la cual fuisteis llamados e invitados.

Que así os ayude el Señor a prosperar y dar más fruto, con nuestra bendición apostólica.

S. S. PABLO VI, 20 DE SEPTIEMBRE DE 1972

Discurso a los Responsables Generales

y miembros de los Institutos Seculares
En El XXV Aniversario de la Provida Mater Ecclesia
Estar en el mundo transformándolo desde dentro

Queridísimos miembros de los Institutos Seculares:

En este día dedicado a la conmemoración litúrgica de la Presentación de Jesús en el templo, nos encontramos a gusto con vosotros para recordar juntos el XXV aniversario de la promulgación de la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, que tuvo lugar precisamente el 2 de febrero de 1947 (cfr. AAS XXXIX, pp. 114-124).

Este documento constituyó un acontecimiento importantísimo para la vida de la Iglesia de hoy, porque nuestro predecesor Pío XII, de venerada memoria, acogía con él, sancionaba y aprobaba los
Institutos Seculares, precisando su fisonomía espiritual y jurídica. Fecha grata para vosotros, fecha significativa en la cual, a imitación de Cristo que viniendo al mundo se ofreció al Padre para hacer su voluntad (cfr. Sal. 39, 9; Heb. 10, 9), también vosotros fuisteis presentados a Dios para brillar delante de toda la Iglesia y para consagrar vuestras vidas a la gloria del Padre y a la elevación del mundo.

También nosotros estamos muy contentos por este encuentro, pues recordamos perfectamente las circunstancias en que maduró el histórico documento, verdadera carta magna de los Institutos Seculares, los cuales, preparados ya poco a poco con antelación por el Espíritu que suscita los secretos impulsos de las almas, vieron en él su acogida oficial por parte de la suprema autoridad -por obra especialmente del venerado cardenal Larraona-, su partida de nacimiento, y el principio de un nuevo y decidido camino hacia el futuro.

Veinticinco años son un período de tiempo relativamente breve: pero han sido, en cambio, años de particular intensidad, comparables a los de la juventud. Se ha verificado una floración magnífica, como lo confirma vuestra presencia aquí, hoy, y la reunión de los responsables generales de todos los Institutos Seculares programada para el próximo septiembre en Roma. Deseamos, por tanto, dirigiros nuestra palabra de aliento, de confianza, de exhortación a fin de que el aniversario que celebramos hoy sea de veras fecundo en resultados para vosotros y para el entero pueblo de Dios.

Los Institutos Seculares han de ser encuadrados en la perspectiva en que el Concilio Vaticano II ha presentado la Iglesia, como una realidad viva, visible y espiritual al mismo tiempo (cfr. Lumen gentium 8), que vive y se desarrolla en la historia (cfr. ibid. 3, 5, 6, 8), compuesta de muchos miembros y de órganos diferentes, pero íntimamente unidos y comunicándose entre sí (cfr. ibid. 7), partícipes de la misma fe, de la misma vida, de la misma misión, de la misma responsabilidad de la Iglesia y, sin embargo, diferenciados por un don, por un carisma particular del Espíritu vivificante (cfr. ibid. 7, 12), concedido no sólo en beneficio personal, sino también de toda la comunidad. El aniversario de la Provida Mater Ecclesia que quiso expresar y aprobar vuestro particular carisma os invita, pues, según la indicación del Concilio, al «retorno a las fuentes de toda vida cristiana y a la primitiva inspiración de los Institutos» (Perfectae caritatis, 2), a comprobar vuestra fidelidad al carisma originario y propio de cada uno.

Si nos preguntamos cuál ha sido el alma de cada Instituto Secular que ha inspirado su nacimiento y su desarrollo, debemos responder: el anhelo profundo de una síntesis; el deseo ardiente de la afirmación simultánea de dos características: 1) la total consagración de la vida según los consejos evangélicos, y 2) la plena responsabilidad de una presencia y de una acción transformadora desde dentro del mundo para plasmarlo, perfeccionarlo y santificarlo.
Por un lado, la profesión de los consejos evangélicos -forma especial de vida que sirve -para alimentar y testimoniar aquella santidad a que todos los fieles están llamados- es signo de la perfecta identificación con la Iglesia, mejor, con su Señor y Maestro y con la finalidad que Él le ha confiado. Por otro lado, permanecer en el mundo es señal de la responsabilidad cristiana del hombre salvado por Cristo y, por tanto, empeñado en «iluminar y ordenar todas las realidades temporales…, a fin de que se realicen y prosperen según el espíritu de Cristo, y sean para alabanza del Creador y Redentor» (Lumen gentium, 31).

En este marco, no puede menos de verse la profunda y providencial coincidencia entre el carisma de los Institutos Seculares y una de las líneas más importantes y más claras del Concilio: la presencia de la Iglesia en el mundo. Efectivamente, la Iglesia ha acentuado vigorosamente los diferentes aspectos de sus relaciones con el mundo: ha recalcado que forma parte del mundo, que está destinada a servirlo, que debe ser su alma y su fermento, porque está llamada a santificarlo, a consagrarlo y a reflejar en él los valores supremos de la justicia, del amor y de la paz.

La Iglesia tiene conciencia del hecho de que ella existe en el mundo, «que camina junto con toda la humanidad y experimenta junto con el mundo la misma suerte terrena, y viene a ser como el fermento y casi el alma de la sociedad humana» (Gaudium et spes, 40); Ella, por tanto,
posee una auténtica dimensión secular inherente a su naturaleza íntima y a su misión, cuya raíz se hinca en el misterio del Verbo encarnado, y que se ha realizado de modo distinto en sus miembros- sacerdotes y laicos- según el carisma propio de cada uno.

El magisterio pontificio no se ha cansado de hacer un llamamiento a los cristianos, especialmente en los últimos años, a que asuman eficaz y lealmente las propias responsabilidades ante el mundo.

Esto es tanto más necesario hoy, cuando la humanidad se encuentra en una encrucijada de su historia. Está surgiendo un mundo nuevo; los hombres andan a la búsqueda de nuevas formas de pensamiento y de acción que determinarán su vida en los siglos venideros. El mundo cree que se basta a sí mismo, que no necesita ni la gracia divina, ni la Iglesia para construirse y para expandirse; se ha formado un trágico divorcio entre la fe y la vida, entre progreso técnico-científico y crecimiento de la fe en Dios vivo. No sin razón se afirma que el problema más grave del desarrollo presente es el de la relación entre orden natural y orden sobrenatural. La Iglesia del Vaticano II ha escuchado esta “vox temporis” y ha respondido con la clara conciencia de su misión ante el mundo y la sociedad; sabe que es “sacramento universal de salvación”, sabe que no puede haber plenitud humana sin la gracia, es decir, sin el Verbo de Dios que «es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones» (Gaudium et spes 45).

En un momento como éste, los Institutos Seculares, en virtud del propio carisma de secularidad consagrada (cfr. Perfectae caritatis, 11), aparecen como instrumentos providenciales para encarnar este espíritu y transmitirlo a la Iglesia entera. Si los Institutos Seculares, ya antes del Concilio, anticiparon existencialmente, en cierto sentido, este aspecto, con mayor razón deben hoy ser testigos especiales, típicos, de la postura y de la misión de la Iglesia en el mundo.

Para la renovación de la Iglesia no bastan hoy directrices claras o abundancia de documentos: hacen falta personalidades y comunidades, responsablemente capaces de encarnar y transmitir el espíritu que el Concilio quería. A vosotros se os confía esa estupenda misión: ser modelo de arrojo incansable en las nuevas relaciones que la Iglesia trata de encarnar con el mundo y al servicio del mismo.

¿De qué modo? Con la doble realidad de vuestra configuración. Antes que nada, vuestra vida consagrada, según el espíritu de los consejos evangélicos, es expresión de vuestra indivisa pertenencia a Cristo y a la Iglesia, de la tensión permanente y radical hacia la santidad, y de la conciencia de que, en último análisis, es sólo Cristo quien con su gracia realiza la obra e redención y de transformación del mundo. Es en lo íntimo de vuestros corazones donde el mundo es consagrado a Dios (cfr. Lumen gentium, 34). Vuestra vida garantiza, así, que la intensa y directa relación con el mundo no se convierta en mundanidad o naturalismo, sino que sea expresión del amor y de la misión de Cristo. Vuestra consagración es la raíz de la esperanza que os debe sostener siempre; sin que los frutos exteriores escaseen o falten del todo. Vuestra vida es fecunda para el mundo, más que por las obras externas, sobre todo por el amor a Cristo que os ha impulsado al don total de vosotros mismos: don del que da testimonio en las circunstancias ordinarias de la vida.

Con esta luz, los consejos evangélicos -aun siendo comunes a otras formas de vida consagrada-
adquieren un significado nuevo, de especial actualidad en el tiempo presente: la castidad se convierte en ejercicio y ejemplo vivo de dominio de sí mismo y de vida en el espíritu, orientada a las realidades celestiales, en un mundo que se repliega sobre sí mismo y deja a rienda suelta sus propios instintos; la pobreza se hace modelo de la relación que se debe tener con los bienes creados y con su recto uso, mediante una actitud que es válida tanto en los países desarrollados donde el ansia de poseer amenaza seriamente los valores evangélicos, como en los países menos dotados en que vuestra pobreza es signo de solidaridad y de presencia con los hermanos que sufren; la obediencia se convierte en testimonio de la humilde aceptación de la meditación de la Iglesia y, más en general, de la sabiduría de Dios que gobierna el mundo a través de las causas segundas: y en este momento de crisis de autoridad, vuestra obediencia se transforma en testimonio de lo que es el orden cristiano del universo.

En segundo lugar, vuestra secularidad os impulsa a acentuar de modo especial -a diferencia de los religiosos- la relación con el mundo. No sólo representa una condición sociológica, un hecho externo, sino también una actitud: estar en el mundo, saberse responsables para servirlo, para configurarlo según el designio divino en un orden más justo y más humano con el fin de santificarlo desde dentro. La primera actitud que ha de adoptarse frente al mundo es la de respeto a su legítima autonomía, a sus valores y a sus leyes (cfr. Gaudium et spes, 36). Tal autonomía, como sabemos, no significa independencia absoluta de Dios, creador y fin último del universo. Tomar en serio el orden natural, trabajando por su perfeccionamiento y por su santificación, a fin de que sus exigencias se integren en la espiritualidad, en la pedagogía, en la ascética, en la estructura, en las formas externas y en las actividades de vuestros Institutos, es una de las dimensiones importantes de esta especial característica de vuestra secularidad.

De este modo, será posible, como lo requiere el Primo feliciter, que «vuestro carácter propio y peculiar, el secular, se refleje en todas las cosas» (II).

Siendo variadísimas las necesidades del mundo y las posibilidades de acción en el mundo y con los instrumentos del mundo, es natural que surjan diversas formas de actuación de este ideal, individuales y asociadas, ocultas y públicas, de acuerdo con las indicaciones del Concilio (cfr. Apostolicam Actuositatem, 15-22). Todas estas formas son igualmente posibles para los Institutos Seculares y para sus miembros. La pluralidad de vuestras formas de vida (cfr. Voto sobre el pluralismo, Congreso Mundial de los Institutos Seculares, Roma. 1970) os permite constituir diversos tipos de comunidad, y de dar vida a vuestro ideal en diferentes ambientes con distintos medios, incluso allí donde se puede dar testimonio de la Iglesia únicamente de forma individual, ocultamente y en silencio.

Una palabra ahora para los sacerdotes que se asocian en Institutos Seculares. El hecho está expresamente previsto por la doctrina de la Iglesia a partir del Motu propio Primo feliciter y del Decreto conciliar Perfectae caritatis. De por sí, el sacerdote en cuanto tal, tiene él también, lo mismo que el laico cristiano, una relación esencial con el mundo, que debe realizar ejemplarmente en la propia vida para responder a la propia vocación, en virtud de la cual es enviado al mundo como Cristo lo fue por el Padre (cfr. Jn 20, 21). Pero, en cuanto sacerdote asume una responsabilidad específicamente sacerdotal en orden a la justa conformación del orden temporal. A diferencia del laico -salvo en casos excepcionales como ha previsto un voto del reciente Sínodo Episcopal- el sacerdote no ejerce esta responsabilidad con una acción directa e inmediata en el orden temporal, sino con su acción ministerial y mediante su “rol” de educador en la fe (cfr. Presbyterorum ordinis): y es el medio más elevado para contribuir de continuo a la perfección del mundo conforme al orden y al significado de la creación.

El sacerdote que se asocia a un Instituto Secular, precisamente en cuanto secular, permanece ligado en íntima unión de obediencia y de colaboración con el Obispo; y, junto con los miembros del presbiterio, ayuda a los hermanos en la gran misión de ser “cooperadores de la verdad”, cuidando los «particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad» (Presbyterorum ordinis, 8) que deben distinguir a tal organismo diocesano.

Por razón de su pertenencia a un Instituto Secular, el sacerdote halla, además, una ayuda para cultivar los consejos evangélicos. Sabemos muy bien que esta pertenencia de sacerdotes a Institutos Seculares es un problema sentido, hondo, que debe resolverse con pleno respeto al “sensus Ecclesiae”. Sabemos que, por lo que hace a este problema, vosotros estáis a la búsqueda de soluciones adecuadas; y estimulamos tal esfuerzo que ha de considerarse válido en un sector sumamente delicado.

Efectivamente, existe un problema que se plantea en términos de tres exigencias, todas ellas importantísimas: está la exigencia representada por la “secularidad” del sacerdote miembro de un Instituto Secular; la exigencia, por otro lado, de que tal sacerdote mantenga un íntimo contacto con el propio Instituto del cual espera un alimento espiritual, un recobro de las fuerzas y un sostén para la propia vida interior; por último, la exigencia de mantenerse en estrecha dependencia del Obispo diocesano.

Sabemos, como ya hemos dicho, que estáis realizando estudios a este respecto con el fin de conciliar esas exigencias aparentemente en contraste. Investigad libremente en esa línea poniendo al servicio de tal profundización los talentos de vuestra preparación, de vuestra sensibilidad, de vuestra experiencia. Nos permitimos, tan sólo, llamar vuestra atención sobre los siguientes puntos que nos parecen dignos de especial consideración:

a) Cualquier solución que se adopte, no debe mellar en lo más mínimo la autoridad del Obispo, quien por derecho divino es el único y directo responsable de la grey, de la porción de la Iglesia de Dios (cfr. Hech. 20, 28).

b) En vuestro estudio del tema, tened presente, además, una realidad: que el hombre es una unidad personal, psicológica, activa. Sólo conceptualmente se distinguen en él la dimensión espiritual y la pastoral.

Con esto no queremos -y nos permitimos subrayarlo- condicionar, ni mucho menos poner fin al estudio que estáis efectuando, indicándoos una solución. Hemos querido sólo invitaros a que tengáis especialmente presente dos puntos que se nos antojan de capital importancia en vuestro estudio.

Bien. Hemos llegado al término de nuestras consideraciones: ¡aunque todavía quedaba mucho que decir!. Permanecen abiertos muchos interrogantes. Mas, con profundo gozo, os expresamos nuestro deseo y nuestra esperanza; que vuestros Institutos sean cada vez más modelo y ejemplo del espíritu que el Concilio ha pretendido infundir en la Iglesia; a fin de que sea superada la amenaza devastadora del secularismo que exalta únicamente los valores humanos desgajándolos de Aquél que es su origen y de quien reciben su significado y finalidad definitiva, y a fin de que la Iglesia sea de veras el fermento y al alma del mundo.

La Iglesia necesita vuestro testimonio, la humanidad aguarda que la Iglesia encarne cada vez más esta nueva actitud de cara al mundo que en vosotros, gracias a vuestra secularidad consagrada, debe brillar de modo singularísimo.

A ello os alienta nuestra bendición apostólica que de corazón impartimos a vosotros, aquí presentes, y a todos los miembros de los queridos y beneméritos Institutos Seculares.

S. S. PABLO VI, 2 DE FEBRERO DE 1972

Discurso a los Responsables Generales de los Institutos Seculares

Un don específico para la Iglesia

Queridos hijos e hijas en el Señor:

Una vez más se nos ofrece ocasión de encontrarnos con vosotros, dirigentes de los Institutos Seculares, que sois y representáis una porción floreciente y frondosa de la Iglesia en este momento de la historia. La circunstancia que os ha traído de nuevo a nuestra presencia es, esta vez, el Congreso Internacional que habéis organizado y vais a terminar ya aquí, en Nemi, cerca de nuestra residencia veraniega de Castelgandolfo; durante el mismo habéis examinado los estatutos de la futura “Conferencia Mundial de los Institutos Seculares” (C.M.I.S.).

No queremos ocuparnos ahora de vuestros trabajos, realizados, ciertamente, con profundidad y ahínco bajo el vigilante desvelo y con la participación del sagrado dicasterio competente; os diremos sólo que deseamos a dichos trabajos copiosos frutos de cara al incremento de vuestras Instituciones. Queremos, sin embargo, detenernos en algunas reflexiones sobre lo que podría ser la función de los Institutos Seculares en el misterio de Cristo y en el misterio de la Iglesia.

Cuando os miramos, y pensamos en los miles y miles de hombres y mujeres, que componen los Institutos Seculares, no podemos por menos de sentirnos consolado, al mismo tiempo que nos invade hasta lo más íntimo un vivo sentimiento de gozo y de agradecimiento al Señor. ¡Qué pujante y floreciente aparece en vosotros la Iglesia de Cristo! ¡Esta nuestra venerable Madre, a la que hoy algunos, también entre sus hijos, hacen blanco de críticas ásperas y despiadadas hasta el punto de que alguno se goza describiendo  extravagantes síntomas de decrepitud y prediciendo su ruina! ¡Hela aquí, en cambio, convertirse en un brote ininterrumpido de gemas nuevas, en un florecimiento insospechado de iniciativas de santidad!

Nosotros sabemos que debe ser así, y no podría ser de otro modo distinto, porque Cristo es la divina fuente inagotable de la vitalidad de la Iglesia; vuestra presencia nos ofrece un ulterior testimonio de ello y resulta para todos nosotros ocasión para tomar nuevamente conciencia de las cosas.

Pero queremos mirar más de cerca vuestro rostro, en el ámbito de la familia del pueblo de Dios. También vosotros reflejáis un “modo propio” con que se puede revivir el misterio de Cristo en el mundo, y un “mundo propio” en que puede manifestarse el misterio de la Iglesia.

Cristo redentor es una plenitud tal que no podremos comprender jamás, ni expresar por completo. Él lo es todo para su Iglesia, y en ella, lo que somos, lo somos precisamente por Él, con Él y en Él. También para los Institutos Seculares es, pues, Él el modelo último, el inspirador, la fuente donde beber.

Basándoos en Cristo salvador y a ejemplo suyo, desempeñáis de un modo que os es propio y característico una misión importante de la Iglesia. Pero también la Iglesia, a su manera, es, como Cristo, una plenitud tal, es una riqueza tal, que nadie por sí solo, ninguna institución por sí misma, podrán nunca comprender ni expresar adecuadamente. Ni nos sería posible descubrir sus dimensiones, porque su vida es Cristo, que es Dios. Por tanto, también la realidad de la Iglesia y su misión pueden expresarse únicamente por completo en la pluralidad de los miembros. Es la doctrina del Cuerpo místico de Cristo, la doctrina de los dones y de los carismas del Espíritu Santo.

El tema nos lleva en este momento, os habéis dado cuenta de ello, a preguntarnos sobre vuestro modo propio de realizar la misión de la Iglesia. ¿Cuál es vuestro don específico, vuestra tarea característica, el “quid novum” aportado por vosotros a la Iglesia de hoy? O también: ¿de qué forma sois vosotros Iglesia de hoy? Ya lo sabéis; por lo demás os lo habéis aclarado a vosotros mismos y a la comunidad cristiana. Nosotros lo damos por supuesto.

Os halláis en una misteriosa confluencia entre dos poderosas corrientes de la vida cristiana, recogiendo riquezas de una y de otra. Sois laicos, consagrados como tales por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación, pero habéis escogido el acentuar vuestra consagración a Dios con la profesión de los consejos evangélicos aceptados como obligaciones con un vínculo estable y reconocido. Permanecéis laicos, empeñados en el área de los valores seculares propios y peculiares del laicado (Lumen gentium 31), pero la vuestra es una “secularidad consagrada” (Pablo VI. Discurso a los dirigentes y miembros de los Institutos Seculares en el 25º aniversario de la Provida Mater Ecclesia – L’Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, 13 de febrero de 1972), vosotros sois “consagrados seculares” (Pablo VI. Discurso a los participantes en el Congreso Internacional de los Institutos Seculares, 26 de septiembre de 1970, Pablo VI, Enseñanzas al Pueblo de Dios, 1970, p. 372).

A pesar de ser “secular”, vuestra posición difiere en cierto modo de la posición de los simples laicos en cuanto estáis empeñados en la zona de los valores del mundo, pero como consagrados: es decir, no tanto para afirmar la intrínseca validez de las cosas humanas en sí mismas, cuanto para orientarlas explícitamente en conformidad con las bienaventuranzas evangélicas; por otra parte, no sois religiosos, porque la consagración que habéis hecho os sitúa en el mundo como testimonio de la supremacía de los valores espirituales y escatológicos o, lo que es igual, del carácter absoluto de vuestra caridad cristiana, la cual, cuanto mayor es, más hace aparecer relativos los valores del mundo, mientras que al mismo tiempo ayuda a su recta actuación por parte vuestra y de los otros hermanos.

Ninguno de los dos aspectos de vuestra fisonomía espiritual puede ser supervalorado a costa del otro. Ambos son “coesenciales”.”Secularidad” indica vuestra inserción en el mundo. Significa no sólo una posición, una función que coincide con el vivir en el mundo ejerciendo un oficio, una profesión “secular”. Debe significar, ante todo, toma de conciencia de estar en el mundo como “lugar propio vuestro de responsabilidad cristiana”. Estar en el mundo, es decir, comprometidos con los valores seculares, es vuestro modo de ser Iglesia y de hacerla presente, de salvaros y de anunciar la salvación. Vuestra condición existencial y sociológica deviene vuestra realidad teológica y vuestro camino para realizar y atestiguar la salvación. De esta manera sois un ala avanzada de la Iglesia “en el mundo”; expresáis la voluntad de la Iglesia de estar en el mundo para plasmarlo y santificarlo «como desde el interior, a guisa de fermento» (Lumen gentium 31), quehacer, éste, confiado principalmente al laicado. Sois una manifestación muy concreta y eficaz de aquéllo que la Iglesia quiere hacer para construir el mundo descrito y presagiado por la Gaudium et spes.

“Consagración” indica, en cambio, la íntima y secreta estructura portadora de vuestro ser y vuestro obrar. Aquí está vuestra riqueza profunda y escondida que los hombres, en medio de los cuales vivís, no saben explicarse y, a menudo, no pueden ni siquiera sospechar.

La consagración bautismal ha sido ulteriormente radicalizada como consecuencia de una crecida exigencia de amor suscitada en vosotros por el Espíritu Santo; no es la misma forma de consagración propia de los religiosos, pero, ciertamente, es de tal índole que os empuja a una opción fundamental por una vida según las bienaventuranzas evangélicas. De modo que estáis realmente consagrados y realmente en el mundo. «Estáis en el mundo y no sois del mundo, pero sí sois para el mundo», como os hemos explicado en otra ocasión (Pablo VI. Discurso a los participantes en el Congreso de Institutos Seculares, 26 de Septiembre de 1970, Pablo VI, Enseñanza al Pueblo de Dios, p. 371).

Vivir una verdadera y propia consagración según los consejos evangélicos, pero sin la plenitud de “visibilidad” propia de la consagración religiosa. Esta visibilidad, la constituyen, además de los votos públicos, una vida comunitaria más estrecha y el “signo” del hábito religioso. La vuestra es una forma de consagración nueva y original, sugerida por el Espíritu Santo para ser vivida en medio de las realidades temporales y para inocular la fuerza de los consejos evangélicos -los valores divinos y eternos- en medio de los valores humanos y temporales.

Vuestras opciones de pobreza, castidad y obediencia son modos de participar en la cruz de Cristo, porque a Él os asocian en la privación de bienes, por otro lado verdaderamente lícitos y legítimos; pero son también modos de participación en la victoria de Cristo resucitado, en cuanto os liberan
de la fácil ventaja que dichos valores podrían tener sobre la plena disponibilidad de vuestro espíritu.

Vuestra pobreza dice al mundo que se puede vivir en medio de los bienes temporales y se pueden usar los medios de la civilización y del progreso sin convertirse en esclavo de ninguno de ellos; vuestra castidad dice al mundo que se puede amar con el desinterés y la hondura ilimitada propios del Corazón de Dios y que se puede uno dedicar gozosamente a todos sin ligarse a nadie, cuidando sobre todo a los más abandonados; vuestra obediencia dice al mundo que se puede ser feliz sin pararse en una cómoda opción personal, pero quedando disponible del todo a la voluntad de Dios, tal como se manifiesta en la vida cotidiana, a través de los signos de los tiempos y de las exigencias del mundo actual.

Así, también vuestra actividad en el mundo -sea personal, sea colectiva, en los sectores profesionales en que estáis individual o colectivamente comprometidos- recibe de la vida consagrada una orientación más relevante hacia Dios, quedando también la misma actividad como arrollada y transportada dentro de vuestra misma consagración. Y con esta singular y providencial configuración enriquecéis la Iglesia de hoy con una ejemplaridad particular en el sector de su vida “secular”, viviéndola como consagrados, y de una ejemplaridad particular en el sector de su “vida consagrada”, viviéndola como seculares.

En este momento quisiéramos detenernos en un aspecto especial de fecundidad de vuestras instituciones. Queremos aludir al nutrido grupo de aquéllos que, consagrados a Cristo en el sacerdocio ministerial y deseando unirse a Él con ulterior vínculo de donación, abrazan la profesión de los consejos evangélicos, confluyendo, a su vez, en los Institutos Seculares.

Pensamos en estos hermanos nuestros en el sacerdocio de Cristo, y queremos animarlos, al mismo tiempo que admiramos en ellos, una vez más, la acción del Espíritu, incansable en suscitar el anhelo de siempre mayor perfección. Cuanto se ha dicho hasta aquí, vale ciertamente para ellos, pero sería necesario profundizar y precisar más las cosas.

Los sacerdotes de los Institutos Seculares, en efecto, llegan a la consagración mediante los consejos evangélicos y al compromiso con los valores “seculares”, no ya como laicos, sino como clérigos, es decir, como portadores de una mediación sagrada en el pueblo de Dios. Además del Bautismo y de la Confirmación, que constituyen la consagración base del laicado en la Iglesia, han recibido, después, otra especificación sacramental en el Orden Sagrado que los ha constituido titulares de determinadas funciones ministeriales en relación con la Eucaristía y el Cuerpo místico de Cristo. Esto ha dejado intacta la índole “secular” de la vocación cristiana, y pueden, por tanto, enriquecerla viviéndola como “consagrados” en los Institutos Seculares: sin embargo, son muy diversas las exigencias de su espiritualidad, no menos que ciertas implicaciones exteriores en su práctica de los consejos evangélicos y en su compromiso secular.

Queremos terminar ya, dirigiendo a todos una apremiante y paternal invitación: la de cultivar e incrementar, la de estimar, siempre y sobre todo, la comunidad eclesial. Sois articulaciones vitales de esta comunión, porque también vosotros sois Iglesia; por favor, no atentéis nunca contra su eficiencia. No se podría concebir ni comprender un fenómeno eclesial al margen de la Iglesia. No os dejéis sorprender nunca, ni siquiera rozar por la tentación, hoy demasiado fácil, de que es posible una auténtica comunión con Cristo sin una real armonía con la comunidad eclesial regida por los legítimos pastores. Sería un engaño, una ilusión. ¿Qué podría contar un individuo o un grupo, pese a sus intenciones subjetivamente más altas y perfectas, sin esta comunión? Cristo nos la ha pedido como garantía para admitirnos a la comunión con Él, del mismo modo que nos ha pedido amar al prójimo, como prueba de nuestro amor a Él.

Vosotros sois, pues, de Cristo; y por Cristo estáis en su Iglesia; Iglesia es vuestra comunidad local, vuestro instituto, vuestra parroquia, pero siempre en la comunión de fe, de Eucaristía, de disciplina, y de fiel y leal colaboración con vuestro Obispo y con la jerarquía. Vuestras estructuras y vuestras actividades no deberán conducirnos nunca -tanto si sois sacerdotes, como si sois laicos- a una “bipolaridad” de posiciones, ni a un “alibi” de postura interior y exterior, ni mucho menos a posiciones antitéticas con vuestros pastores.

A esto os invitamos: esto os deseamos a fin de que podáis ser en medio del mundo agentes auténticos de la única misión salvífica de la Iglesia, de la manera que os es propia, a la cual fuisteis llamados e invitados.

Que así os ayude el Señor a prosperar y dar más fruto, con nuestra bendición apostólica.

S. S. PABLO VI, 20 DE SEPTIEMBRE DE 1972

Discurso a los Responsables Generales
y miembros de los Institutos Seculares
En El XXV Aniversario de la Provida Mater Ecclesia
Estar en el mundo transformándolo desde dentro

Queridísimos miembros de los Institutos Seculares:

En este día dedicado a la conmemoración litúrgica de la Presentación de Jesús en el templo, nos encontramos a gusto con vosotros para recordar juntos el XXV aniversario de la promulgación de la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia, que tuvo lugar precisamente el 2 de febrero de 1947 (cfr. AAS XXXIX, pp. 114-124).

Este documento constituyó un acontecimiento importantísimo para la vida de la Iglesia de hoy, porque nuestro predecesor Pío XII, de venerada memoria, acogía con él, sancionaba y aprobaba los
Institutos Seculares, precisando su fisonomía espiritual y jurídica. Fecha grata para vosotros, fecha significativa en la cual, a imitación de Cristo que viniendo al mundo se ofreció al Padre para hacer su voluntad (cfr. Sal. 39, 9; Heb. 10, 9), también vosotros fuisteis presentados a Dios para brillar delante de toda la Iglesia y para consagrar vuestras vidas a la gloria del Padre y a la elevación del mundo.

También nosotros estamos muy contentos por este encuentro, pues recordamos perfectamente las circunstancias en que maduró el histórico documento, verdadera carta magna de los Institutos Seculares, los cuales, preparados ya poco a poco con antelación por el Espíritu que suscita los secretos impulsos de las almas, vieron en él su acogida oficial por parte de la suprema autoridad -por obra especialmente del venerado cardenal Larraona-, su partida de nacimiento, y el principio de un nuevo y decidido camino hacia el futuro.

Veinticinco años son un período de tiempo relativamente breve: pero han sido, en cambio, años de particular intensidad, comparables a los de la juventud. Se ha verificado una floración magnífica, como lo confirma vuestra presencia aquí, hoy, y la reunión de los responsables generales de todos los Institutos Seculares programada para el próximo septiembre en Roma. Deseamos, por tanto, dirigiros nuestra palabra de aliento, de confianza, de exhortación a fin de que el aniversario que celebramos hoy sea de veras fecundo en resultados para vosotros y para el entero pueblo de Dios.

Los Institutos Seculares han de ser encuadrados en la perspectiva en que el Concilio Vaticano II ha presentado la Iglesia, como una realidad viva, visible y espiritual al mismo tiempo (cfr. Lumen gentium 8), que vive y se desarrolla en la historia (cfr. ibid. 3, 5, 6, 8), compuesta de muchos miembros y de órganos diferentes, pero íntimamente unidos y comunicándose entre sí (cfr. ibid. 7), partícipes de la misma fe, de la misma vida, de la misma misión, de la misma responsabilidad de la Iglesia y, sin embargo, diferenciados por un don, por un carisma particular del Espíritu vivificante (cfr. ibid. 7, 12), concedido no sólo en beneficio personal, sino también de toda la comunidad. El aniversario de la Provida Mater Ecclesia que quiso expresar y aprobar vuestro particular carisma os invita, pues, según la indicación del Concilio, al «retorno a las fuentes de toda vida cristiana y a la primitiva inspiración de los Institutos» (Perfectae caritatis, 2), a comprobar vuestra fidelidad al carisma originario y propio de cada uno.

Si nos preguntamos cuál ha sido el alma de cada Instituto Secular que ha inspirado su nacimiento y su desarrollo, debemos responder: el anhelo profundo de una síntesis; el deseo ardiente de la afirmación simultánea de dos características: 1) la total consagración de la vida según los consejos evangélicos, y 2) la plena responsabilidad de una presencia y de una acción transformadora desde dentro del mundo para plasmarlo, perfeccionarlo y santificarlo.
Por un lado, la profesión de los consejos evangélicos -forma especial de vida que sirve -para alimentar y testimoniar aquella santidad a que todos los fieles están llamados- es signo de la perfecta identificación con la Iglesia, mejor, con su Señor y Maestro y con la finalidad que Él le ha confiado. Por otro lado, permanecer en el mundo es señal de la responsabilidad cristiana del hombre salvado por Cristo y, por tanto, empeñado en «iluminar y ordenar todas las realidades temporales…, a fin de que se realicen y prosperen según el espíritu de Cristo, y sean para alabanza del Creador y Redentor» (Lumen gentium, 31).

En este marco, no puede menos de verse la profunda y providencial coincidencia entre el carisma de los Institutos Seculares y una de las líneas más importantes y más claras del Concilio: la presencia de la Iglesia en el mundo. Efectivamente, la Iglesia ha acentuado vigorosamente los diferentes aspectos de sus relaciones con el mundo: ha recalcado que forma parte del mundo, que está destinada a servirlo, que debe ser su alma y su fermento, porque está llamada a santificarlo, a consagrarlo y a reflejar en él los valores supremos de la justicia, del amor y de la paz.

La Iglesia tiene conciencia del hecho de que ella existe en el mundo, «que camina junto con toda la humanidad y experimenta junto con el mundo la misma suerte terrena, y viene a ser como el fermento y casi el alma de la sociedad humana» (Gaudium et spes, 40); Ella, por tanto,
posee una auténtica dimensión secular inherente a su naturaleza íntima y a su misión, cuya raíz se hinca en el misterio del Verbo encarnado, y que se ha realizado de modo distinto en sus miembros- sacerdotes y laicos- según el carisma propio de cada uno.

El magisterio pontificio no se ha cansado de hacer un llamamiento a los cristianos, especialmente en los últimos años, a que asuman eficaz y lealmente las propias responsabilidades ante el mundo.

Esto es tanto más necesario hoy, cuando la humanidad se encuentra en una encrucijada de su historia. Está surgiendo un mundo nuevo; los hombres andan a la búsqueda de nuevas formas de pensamiento y de acción que determinarán su vida en los siglos venideros. El mundo cree que se basta a sí mismo, que no necesita ni la gracia divina, ni la Iglesia para construirse y para expandirse; se ha formado un trágico divorcio entre la fe y la vida, entre progreso técnico-científico y crecimiento de la fe en Dios vivo. No sin razón se afirma que el problema más grave del desarrollo presente es el de la relación entre orden natural y orden sobrenatural. La Iglesia del Vaticano II ha escuchado esta “vox temporis” y ha respondido con la clara conciencia de su misión ante el mundo y la sociedad; sabe que es “sacramento universal de salvación”, sabe que no puede haber plenitud humana sin la gracia, es decir, sin el Verbo de Dios que «es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones» (Gaudium et spes 45).

En un momento como éste, los Institutos Seculares, en virtud del propio carisma de secularidad consagrada (cfr. Perfectae caritatis, 11), aparecen como instrumentos providenciales para encarnar este espíritu y transmitirlo a la Iglesia entera. Si los Institutos Seculares, ya antes del Concilio, anticiparon existencialmente, en cierto sentido, este aspecto, con mayor razón deben hoy ser testigos especiales, típicos, de la postura y de la misión de la Iglesia en el mundo.

Para la renovación de la Iglesia no bastan hoy directrices claras o abundancia de documentos: hacen falta personalidades y comunidades, responsablemente capaces de encarnar y transmitir el espíritu que el Concilio quería. A vosotros se os confía esa estupenda misión: ser modelo de arrojo incansable en las nuevas relaciones que la Iglesia trata de encarnar con el mundo y al servicio del mismo.

¿De qué modo? Con la doble realidad de vuestra configuración. Antes que nada, vuestra vida consagrada, según el espíritu de los consejos evangélicos, es expresión de vuestra indivisa pertenencia a Cristo y a la Iglesia, de la tensión permanente y radical hacia la santidad, y de la conciencia de que, en último análisis, es sólo Cristo quien con su gracia realiza la obra e redención y de transformación del mundo. Es en lo íntimo de vuestros corazones donde el mundo es consagrado a Dios (cfr. Lumen gentium, 34). Vuestra vida garantiza, así, que la intensa y directa relación con el mundo no se convierta en mundanidad o naturalismo, sino que sea expresión del amor y de la misión de Cristo. Vuestra consagración es la raíz de la esperanza que os debe sostener siempre; sin que los frutos exteriores escaseen o falten del todo. Vuestra vida es fecunda para el mundo, más que por las obras externas, sobre todo por el amor a Cristo que os ha impulsado al don total de vosotros mismos: don del que da testimonio en las circunstancias ordinarias de la vida.

Con esta luz, los consejos evangélicos -aun siendo comunes a otras formas de vida consagrada-
adquieren un significado nuevo, de especial actualidad en el tiempo presente: la castidad se convierte en ejercicio y ejemplo vivo de dominio de sí mismo y de vida en el espíritu, orientada a las realidades celestiales, en un mundo que se repliega sobre sí mismo y deja a rienda suelta sus propios instintos; la pobreza se hace modelo de la relación que se debe tener con los bienes creados y con su recto uso, mediante una actitud que es válida tanto en los países desarrollados donde el ansia de poseer amenaza seriamente los valores evangélicos, como en los países menos dotados en que vuestra pobreza es signo de solidaridad y de presencia con los hermanos que sufren; la obediencia se convierte en testimonio de la humilde aceptación de la meditación de la Iglesia y, más en general, de la sabiduría de Dios que gobierna el mundo a través de las causas segundas: y en este momento de crisis de autoridad, vuestra obediencia se transforma en testimonio de lo que es el orden cristiano del universo.

En segundo lugar, vuestra secularidad os impulsa a acentuar de modo especial -a diferencia de los religiosos- la relación con el mundo. No sólo representa una condición sociológica, un hecho externo, sino también una actitud: estar en el mundo, saberse responsables para servirlo, para configurarlo según el designio divino en un orden más justo y más humano con el fin de santificarlo desde dentro. La primera actitud que ha de adoptarse frente al mundo es la de respeto a su legítima autonomía, a sus valores y a sus leyes (cfr. Gaudium et spes, 36). Tal autonomía, como sabemos, no significa independencia absoluta de Dios, creador y fin último del universo. Tomar en serio el orden natural, trabajando por su perfeccionamiento y por su santificación, a fin de que sus exigencias se integren en la espiritualidad, en la pedagogía, en la ascética, en la estructura, en las formas externas y en las actividades de vuestros Institutos, es una de las dimensiones importantes de esta especial característica de vuestra secularidad.

De este modo, será posible, como lo requiere el Primo feliciter, que «vuestro carácter propio y peculiar, el secular, se refleje en todas las cosas» (II).

Siendo variadísimas las necesidades del mundo y las posibilidades de acción en el mundo y con los instrumentos del mundo, es natural que surjan diversas formas de actuación de este ideal, individuales y asociadas, ocultas y públicas, de acuerdo con las indicaciones del Concilio (cfr. Apostolicam Actuositatem, 15-22). Todas estas formas son igualmente posibles para los Institutos Seculares y para sus miembros. La pluralidad de vuestras formas de vida (cfr. Voto sobre el pluralismo, Congreso Mundial de los Institutos Seculares, Roma. 1970) os permite constituir diversos tipos de comunidad, y de dar vida a vuestro ideal en diferentes ambientes con distintos medios, incluso allí donde se puede dar testimonio de la Iglesia únicamente de forma individual, ocultamente y en silencio.

Una palabra ahora para los sacerdotes que se asocian en Institutos Seculares. El hecho está expresamente previsto por la doctrina de la Iglesia a partir del Motu propio Primo feliciter y del Decreto conciliar Perfectae caritatis. De por sí, el sacerdote en cuanto tal, tiene él también, lo mismo que el laico cristiano, una relación esencial con el mundo, que debe realizar ejemplarmente en la propia vida para responder a la propia vocación, en virtud de la cual es enviado al mundo como Cristo lo fue por el Padre (cfr. Jn 20, 21). Pero, en cuanto sacerdote asume una responsabilidad específicamente sacerdotal en orden a la justa conformación del orden temporal. A diferencia del laico -salvo en casos excepcionales como ha previsto un voto del reciente Sínodo Episcopal- el sacerdote no ejerce esta responsabilidad con una acción directa e inmediata en el orden temporal, sino con su acción ministerial y mediante su “rol” de educador en la fe (cfr. Presbyterorum ordinis): y es el medio más elevado para contribuir de continuo a la perfección del mundo conforme al orden y al significado de la creación.

El sacerdote que se asocia a un Instituto Secular, precisamente en cuanto secular, permanece ligado en íntima unión de obediencia y de colaboración con el Obispo; y, junto con los miembros del presbiterio, ayuda a los hermanos en la gran misión de ser “cooperadores de la verdad”, cuidando los «particulares vínculos de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad» (Presbyterorum ordinis, 8) que deben distinguir a tal organismo diocesano.

Por razón de su pertenencia a un Instituto Secular, el sacerdote halla, además, una ayuda para cultivar los consejos evangélicos. Sabemos muy bien que esta pertenencia de sacerdotes a Institutos Seculares es un problema sentido, hondo, que debe resolverse con pleno respeto al “sensus Ecclesiae”. Sabemos que, por lo que hace a este problema, vosotros estáis a la búsqueda de soluciones adecuadas; y estimulamos tal esfuerzo que ha de considerarse válido en un sector sumamente delicado.

Efectivamente, existe un problema que se plantea en términos de tres exigencias, todas ellas importantísimas: está la exigencia representada por la “secularidad” del sacerdote miembro de un Instituto Secular; la exigencia, por otro lado, de que tal sacerdote mantenga un íntimo contacto con el propio Instituto del cual espera un alimento espiritual, un recobro de las fuerzas y un sostén para la propia vida interior; por último, la exigencia de mantenerse en estrecha dependencia del Obispo diocesano.

Sabemos, como ya hemos dicho, que estáis realizando estudios a este respecto con el fin de conciliar esas exigencias aparentemente en contraste. Investigad libremente en esa línea poniendo al servicio de tal profundización los talentos de vuestra preparación, de vuestra sensibilidad, de vuestra experiencia. Nos permitimos, tan sólo, llamar vuestra atención sobre los siguientes puntos que nos parecen dignos de especial consideración:

a) Cualquier solución que se adopte, no debe mellar en lo más mínimo la autoridad del Obispo, quien por derecho divino es el único y directo responsable de la grey, de la porción de la Iglesia de Dios (cfr. Hech. 20, 28).

b) En vuestro estudio del tema, tened presente, además, una realidad: que el hombre es una unidad personal, psicológica, activa. Sólo conceptualmente se distinguen en él la dimensión espiritual y la pastoral.

Con esto no queremos -y nos permitimos subrayarlo- condicionar, ni mucho menos poner fin al estudio que estáis efectuando, indicándoos una solución. Hemos querido sólo invitaros a que tengáis especialmente presente dos puntos que se nos antojan de capital importancia en vuestro estudio.

Bien. Hemos llegado al término de nuestras consideraciones: ¡aunque todavía quedaba mucho que decir!. Permanecen abiertos muchos interrogantes. Mas, con profundo gozo, os expresamos nuestro deseo y nuestra esperanza; que vuestros Institutos sean cada vez más modelo y ejemplo del espíritu que el Concilio ha pretendido infundir en la Iglesia; a fin de que sea superada la amenaza devastadora del secularismo que exalta únicamente los valores humanos desgajándolos de Aquél que es su origen y de quien reciben su significado y finalidad definitiva, y a fin de que la Iglesia sea de veras el fermento y al alma del mundo.

La Iglesia necesita vuestro testimonio, la humanidad aguarda que la Iglesia encarne cada vez más esta nueva actitud de cara al mundo que en vosotros, gracias a vuestra secularidad consagrada, debe brillar de modo singularísimo.

A ello os alienta nuestra bendición apostólica que de corazón impartimos a vosotros, aquí presentes, y a todos los miembros de los queridos y beneméritos Institutos Seculares.

S. S. PABLO VI, 2 DE FEBRERO DE 1972

Discurso de apertura en el
Encuentro Internacional de Institutos Seculares

Deseo ante todo agradecer profundamente a los beneméritos organizadores de este Congreso, los cuales, acogiendo las indicaciones del Sagrado Dicasterio que tiene la alta dirección de los Institutos Seculares, lo han preparado con tenaz paciencia y lo ven hoy realizado con legítima satisfacción. Al Ilmo. Prof. Giuseppe Lazzati que ocupa la presidencia, que nos ha acogido tan amablemente y con confiada esperanza, nuestra sincera gratitud. Asimismo, nuestro vivo reconocimiento al querido doctor Oberti, el cual, en calidad de secretario del Comité Organizador, ha dedicado tiempo, energías y habilidad para la celebración de esta reunión que corona hoy su larga y generosa fatiga.

Queridos congresistas, me siento dichoso y honrado de acogeros en Roma junto a las distintas personalidades que os acompañan, y de dirigiros un saludo particularmente cordial. Este saludo se dirige no sólo a vosotros, aquí presentes, sino a todos los miembros de los Institutos Seculares, a los asociados a vuestras obras y a todos los amigos que os apoyan y os admiran. Vosotros, en efecto, representáis un gran número de hombres y de mujeres de diversas naciones, que, hermanados por el ideal de santificar el mundo, en el ejercicio ejemplar de su apostolado, son hoy un factor importante en la misión de hacer más cristiana, más humana y más justa la sociedad.

Saludo, también, a los sacerdotes miembros de los Institutos Seculares que llevan en sus respectivas diócesis una preciosa contribución al trabajo pastoral que se completa por la elevación del pueblo de Dios, gracias a su consagración personal y a su generosa entrega, en pleno acuerdo con los propios Obispos, de los que son fieles y devotos colaboradores.

Antes de tratar el argumento de los Institutos Seculares, creo oportuno exponer algunas consideraciones de carácter general.

Los Institutos Seculares son reconocidos en la Iglesia actual como una hermosa primavera rica de promesas y de esperanzas.

Sin querer aludir a una serie de edificantes Asociaciones que siempre han caracterizado el desarrollo y la expansión de la Iglesia, recordamos esta última floración de los Institutos Seculares como son concebidos, formados y estructurados, por la legislación contemporánea de la Constitución Apostólica “Provida Mater Ecclesia”, por el Motu proprio “Primo Feliciter” y por la Instrucción “Cum Sanctissimus”. Debemos reconocer inmediatamente que se trata de tres documentos que se integran recíprocamente y ofrecen una orientación segura para la santificación de los individuos y para el ejercicio del apostolado.

En cuanto a los documentos del Concilio Vaticano II, se ha dicho que son más bien parcos en relación a los Institutos Seculares. Debemos, sin embargo, reconocer que, cuanto se ha afirmado sobre ellos en los textos conciliares, sintetiza o compendia las precedentes disposiciones pontificias y constituye un claro, positivo y solemne reconocimiento, no sólo de su existencia y personalidad jurídica, sino también de los fines apostólicos que les animan y orientan.

Un pionero de los Institutos Seculares, el llorado padre Agostino Gemelli, después de haber expuesto en una estupenda síntesis la obra de los estados de perfección a través de los siglos, subraya que los tiempos actuales tienen una exigencia propia, intelectual y moral, y que es preciso llevar la buena nueva a todas las clases sociales.

La “Provida Mater Ecclesia” que es obra, sobre todo, del alma apostólica y de inteligente previsión del P. Larraona, hoy Cardenal, expone claramente cómo de la historia resulta que la Iglesia ha dado origen a organismos que testimonian «(…) que también en el siglo, con el favor de la llamada de Dios y de la gracia divina, se puede obtener una consagración bastante estrecha y eficaz, no sólo interna, sino también externa (…) teniendo así un instrumento muy oportuno de penetración y apostolado» (“Provida Mater Ecclesia”).

Se puede, por tanto, afirmar que la historia de los Institutos Seculares es tan antigua como la Iglesia. Si hoy son canónicamente reconocidos y tienen una forma jurídica, esto no ha hecho más que consagrar su existencia.

Alguno, en efecto, se complace en encontrar en los Institutos Seculares los auténticos herederos de las fervientes comunidades de fieles que surgieron desde el período apostólico y florecieron en todos los tiempos y en formas diversas, bajo el impulso de la misma gracia invisible y operante, formando una inagotable fraternidad en la Familia cristiana.

No se puede tampoco olvidar que la historia de la Iglesia nos habla de cristianos que viviendo en el mundo, ya desde los primeros siglos, se consagraban a Dios, reconociendo en la consagración el medio para vivir más intensamente el bautismo. La vida de muchos santos es la prueba evidente de este neto reconocimiento de que también en el mundo se puede y se debe dar testimonio del Evangelio. Las Órdenes Terciarias de la Edad Media, prueban la santidad vivida y practicada fuera de la vida religiosa. Desdichadamente, con el tiempo se ha introducido alguna confusión en este campo. Y por esto santa Ángela Merici quiso proveer a la necesidad de asegurar en el mundo la presencia activa de almas consagradas dedicadas al apostolado.

Todos conocemos la clásica definición que de los Institutos Seculares ha dado la “Provida Mater Ecclesia”: «Las Asociaciones de clérigos y de laicos, cuyos miembros, para adquirir la perfección cristiana y ejercer plenamente el apostolado, profesan en el mundo los consejos evangélicos, son designadas bajo el nombre de Institutos Seculares …». La Iglesia, por tanto, reconoce como miembros de los Institutos Seculares aquellos que viven su consagración en el mundo, para irradiar a Cristo y sus enseñanzas en la sociedad.

El Espíritu Santo, como ha proclamado Pío XII en el Motu proprio “Primo Feliciter”, por grande y particular gracia, ha llamado a Sí a muchos dilectísimos hijos e hijas a fin de que, reunidos y ordenados en los Institutos Seculares, fueran sal, luz y eficaz fermento en el mundo en el cual, por divina disposición, deben permanecer. Las palabras de Pío XII encuentran confirmación también en los documentos conciliares, los cuales han reafirmado la naturaleza, han precisado las exigencias y han ratificado el carácter propio y específico de los Institutos Seculares; es decir, la secularidad. Ésta, en efecto, es la nota distintiva y la razón de ser de los Institutos Seculares.

Mientras los clérigos y los laicos que se hacer religiosos cambian su naturaleza jurídica, sus relaciones públicas y sociales en la Iglesia, y se someten a las leyes propias del estado religioso con los correspondientes derechos y deberes, los clérigos y los laicos que se incorporan a un Instituto Secular, permanecen como antes; el laico permanece laico en el mundo, y el clérigo, que antes estaba sometido a su Ordinario diocesano, permanece doblemente sujeto a él, ligado por un nuevo vínculo de sujeción, y en ningún caso podrán ser llamados o considerados religiosos.

La vida espiritual de los miembros de un Instituto Secular se desarrolla en el mundo y con el mundo y, por tanto, con una cierta agilidad o independencia de formas y esquemas propios de los religiosos. Su vida exterior no se diferencia de la de los demás seglares célibes, porque sus obligaciones y sus obras están en el mundo donde ellos pueden ocupar empleos y cargos que los religiosos no pueden ejercer. Por propia voluntad y según los Estatutos pueden vivir en familia (y la mayor parte, efectivamente, viven en familia) o también en común (“Provida Mater Ecclesia”, art. III, 4) y ejercer cualquier actividad profesional lícita. Deben santificar lo profano y lo temporal, santificarse y llevar a Cristo al mundo. Son colaboradores de Dios en el mundo de la ciencia, del arte, del pensamiento, del progreso, de las estructuras sociales y técnicas, económicas y culturales, en los empeños civiles de todo orden: en la casa, en la escuela, en las fábricas, en los campos, en los hospitales, en los cuarteles, en los cargos públicos, en las obras asistenciales, en todo el inmenso y comprometedor panorama del mundo. Están, finalmente, llamados a ver y a reconocer en sí mismos y en todo cuanto les circunda, un algo de misterioso y de divino que les eleve a Dios a través de los elementos de la naturaleza, como dice la “Gaudium et Spes” (nº 38). Son muchos los aspectos del mundo que reciben luz de este principio.

Los miembros de los Institutos Seculares sienten que Cristo virgen, pobre y obediente, ha anunciado su mensaje de castidad, de pobreza y de obediencia a hombres como ellos que viven en el mundo. Este mensaje, todavía lleno de actualidad, se repite a los hombres del mundo presente con la simplicidad y con el candor de la Palabra divina como brotó del corazón del Redentor. Y si viene recogido solamente por una pequeña parte, ésta constituye la levadura providencial que conserva y multiplica el don de Dios.

La aparición de los Institutos Seculares es, en efecto, un fenómeno que denota la fuerza y la vitalidad de la Iglesia, la cual se renueva en su perpetua juventud y se robustece con nuevas energías. La Iglesia ha acogido favorablemente esta nueva manifestación de almas deseosas de santificarse en el mundo profesando en un modo estable los consejos evangélicos y la ha confirmado, con fuerza de ley, dando valor jurídico al ansia de asegurarse la perfección cristiana y de ejercer el apostolado. Así, a los dos estados de perfección ya reconocidos -Religiones y Sociedades de vida común- se une la tercera forma de los Institutos Seculares.

El propósito de que el nuevo estado de perfección fuese bien definido y precisado, se manifiesta en toda la legislación de la Santa Sede.

En la Lex peculiaris (“Provida Mater Ecclesia”) viene claramente determinada la diferencia con los Religiosos y las Sociedades de vida común, mientras se exponen una serie de elementos, como la consagración, el carácter del vínculo, etc., que especifican e ilustran el tipo de nueva sociedad creada por la “Provida Mater Ecclesia”. Estas normas, fundamentales para constituir y ordenar sólidamente los Institutos Seculares ya desde sus comienzos, son claramente compiladas en la Instrucción “Cum Sanctissimus”.

La intervención normativa y ejecutiva con que el Magisterio de la Iglesia aprueba una determinada sociedad como Instituto de perfección, comporta también un juicio sobre la concordancia de la misma sociedad con el derecho que debe regular la vida y las funciones. La Iglesia, en efecto, al organizar una nueva forma de estado de perfección, quiere que todas las Asociaciones en posesión de los caracteres esenciales del nuevo estado sean estructuradas en conformidad con las normas dadas. Y cuando tales Asociaciones resulten dotadas de los requisitos pedidos, solamente entonces son reconocidas como Institutos Seculares.

La competente Sagrada Congregación ha querido siempre evitar una posible adulteración de estos Institutos insistiendo sobre la esencial importancia del carácter específico de los mismos: estado de plena consagración a Dios “en el siglo” mientras exige que todos los elementos requeridos en los Institutos Seculares sean observados escrupulosamente, comenzando precisamente por la secularidad que especifica este estado de perfección. Secularidad, quiero insistir, que se identifica con el contenido positivo y sustancial de quien vive “hombre entre los hombres”, “cristiano entre los cristianos del mundo” que tiene “la conciencia de ser uno entre los otros” y a la vez “tiene la certeza de una llamada y una consagración total y estable a Dios y a las almas” confirmada por la Iglesia.

Mientras el Instituto Secular consagra sus miembros como seguidores de Cristo, les pone también en la condición de que sus actividades personales ejercidas en el mundo estén orientadas hacia Dios y sean ellas mismas en cierto modo consagradas participando de la completa oblación a Dios. De este modo se cumple para los miembros de los Institutos Seculares aquella característica forma de apostolado “ex saeculo”, del cual habla el “Primo Feliciter”.

El Decreto “Perfectae Caritatis” resume admirablemente esta doctrina cuando afirma que «(…) la profesión de los Institutos Seculares lleva consigo una verdadera y completa profesión de los consejos evangélicos en el mundo», añadiendo seguidamente: «Los Institutos mismos conserven su índole propia y peculiar, es decir, secular». Esta consagración enriquece la vida de los fieles, la personalidad eclesial y la consistencia misma de los Institutos con la sustancia teológica propia de los consejos evangélicos.

Reconociendo en los Institutos Seculares los elementos esenciales de los Institutos de vida consagrada, el Concilio Vaticano II recuerda, en consonancia con el “Primo Feliciter”, las específicas características de estos Institutos, que se distinguen por tres elementos constitutivos:

a) La profesión de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia.

b) La conversión de los mencionados consejos en obligaciones, mediante un vínculo estable (voto-promesa-juramento) reconocido y regulado por el derecho de la Iglesia.

c) La secularidad, que se manifiesta en toda la vida del asociado y caracteriza sus actividades apostólicas.

Estos tres elementos son complementarios e igualmente necesarios e imprescindibles. Si faltaran uno u otro en cualquier Instituto, éste no podría ser secular. En efecto, el carisma fundacional sería diverso y por esto debería encontrar en la ordenación canónica una configuración adecuada. Los tres citados elementos pueden, por tanto, resumirse en la fórmula: «firme empeño (o vínculo) de la profesión de los consejos evangélicos, en el ámbito de la secularidad, reconocido por la Iglesia».

Los tres elementos esenciales, de naturaleza teológico-jurídica, mientras delimitan y precisan la fisonomía propia de estos Institutos, sirven también para distinguirles, bien sea de los Institutos Religiosos, o de las numerosas y diversas formas asociativas que existen en la Iglesia, en la cual es bien notorio y providencial el creciente y progresivo desarrollo de las mismas.

Ha sido consecuente, por tanto, la Constitución Apostólica “Regimini Ecclesiae Universae” (15-8-1967) que dio al Sagrado Dicasterio propuesto a los Institutos de perfección la denominación de “Sagrada Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares”, para marcar de modo inequívoco la intrínseca diferencia existente entre las Religiones (y símiles Sociedades) y las nuevas formas de vida consagrada en el siglo.

Los Institutos Seculares están todavía en sus comienzos y no parecerían obligados a aquel “aggiornamento” o renovación decretada por el Concilio, a la cual han sido llamadas todas las comunidades para volver a los orígenes y hacer revivir el espíritu de sus fundadores.

Por cuanto concierne a los Institutos Seculares, debemos reafirmar que solamente aquellos que responden a los requisitos fijados en los documentos pontificios, pueden ser reconocidos como tales. Si, por lo tanto, alguno de los Institutos Seculares, bajo el influjo, quizás, del ambiente a veces impregnado de la tradicional estructura de la vida religiosa, se hubiera alejado de las claras indicaciones de la “Provida Mater Ecclesia”, del “Primo Feliciter” o de la “Cum Sanctissimus”, debería examinar su posición y volver a los orígenes de la legislación de los tres documentos pontificios. Naturalmente, la eventual revisión deberá ser hecha de acuerdo con la autoridad competente que por sí sola puede ser juez en materia tan importante.

De cualquier modo, es evidente que los Institutos Seculares, no pudiendo ser religiosos (cf. Decreto “Perfectae Caritatis” nº 11), su legislación debe ser formulada en tal forma que excluya cualquier confusión con aquella de los religiosos y debe ser precisada en una terminología que no dé lugar a erróneas interpretaciones.

La diferencia entre los Institutos Religiosos y los Institutos Seculares es tan clara y precisa y, como se ha dicho más arriba, intrínseca, que difícilmente se puede comprender cómo la renovación de los Institutos Religiosos pueda consistir en el paso, llamémoslo así, de un Instituto Religioso a un Instituto Secular. En realidad, los Institutos Religiosos, según el Decreto “Perfectae Caritatis”, se renuevan en el retorno al espíritu de los fundadores, en el equilibrio meditado de una vida que debe ser modificada, es decir, mejorada, pero no cambiada. Cuando un Instituto Religioso demuestra no saber vivir según el carisma de su fundación, difícilmente puede creerse capaz de asimilar el espíritu de un Instituto Secular, porque no se trata de simples estructuras canónicas, sino más bien de una vocación que ha sido dada por Dios y confirmada por la Iglesia.

Una falsa renovación de los Institutos Religiosos que llevase a alguno a querer asumir la modalidad de la vida consagrada “in saeculo” oscurecería la figura eclesial propia de los Institutos Seculares, pero sería, sobre todo, muy dañoso para los mismos Institutos Religiosos. En efecto, tal modo de proceder originaría aquella uniformidad y empobrecimiento de la vida religiosa de que hablaba el Santo Padre Pablo VI en su discurso a las Superioras Generales, en noviembre de 1969, y, en un último análisis, provocaría la secularización global del estado religioso, quitándole aquello que lo caracteriza y lo especifica en el seno de los Institutos de perfección de la Iglesia.

Un Instituto Religioso que se seculariza pierde el propio se, la propia fisonomía, para dar vida a un organismo de dudosa consistencia. Y me sea permitido añadir que en algún Instituto existe un estado de dificultad y de incomodidad que debe ser superado con una mejor comprensión de los aspectos esenciales de la vida religiosa.

A su vez, los Institutos Seculares sepan que su futuro está asegurado por su misma fidelidad a la vocación que les constituye fermento de actividad apostólica en el mundo con un carisma propio y específico o diverso.

Llegados a este punto, conviene añadir que los Institutos Seculares no han sido siempre debidamente comprendidos y valorados. Toda novedad en la Iglesia, si por un lado crea esperanza y entusiasmo, por el otro suscita alguna reserva y desconfianza. Esto ha sucedido con los mismos Institutos Religiosos, muchos de los cuales han pasado a través del crisol de la crítica y de la oposición para ser después reconocidos y admitidos como artífices de auténtica espiritualidad y de vigoroso apostolado.

No hay, por tanto, que sorprenderse si los Institutos Seculares, que llevan un soplo de vida nueva en la Iglesia, encuentran a veces incomprensión, dificultades y quizá también oposición. Son incomprendidos los Institutos Seculares por aquellos que querrían encuadrarlos en la antigua disciplina y revestirlos de las formas consagradas por la vida religiosa. Ni comprenden tampoco los Institutos Seculares aquellos que vacilan ante movimientos que abren el camino a una más larga comprensión de las exigencias de los tiempos y a una práctica más ágil del Evangelio.

Hombres y mujeres que quieran consagrarse a Cristo sin salir del mundo, pueden hoy escoger los Institutos Seculares como medio seguro de santificación y como instrumento eficaz de apostolado fecundo y activo. Ellos no sólo tienen derecho, sino que sienten la necesidad de ser comprendidos y de ser apoyados.

Ahora bien, alguno podría tal vez pensar que habiéndome extendido demasiado sobre el carácter peculiar de la secularidad de los Institutos Seculares, hubiera dejado en segundo término la consagración, es decir, la profesión de los consejos evangélicos. Si después de haber recalcado, repetidas veces, la fuerza intrínseca de la consagración, he insistido sobre la secularidad, lo he hecho porque, especialmente en ciertos sectores, debe ser precisado el valor de esta característica de los Institutos Seculares para evitar la confusión y las polémicas estériles que podrían derivarse.

Para algunos -no pertenecientes ciertamente a Institutos Seculares- la secularidad sería en realidad una apariencia, un aspecto puramente fenoménico que escondería una bien diversa realidad: lo cual no es verdadero en absoluto. La secularidad se debe entender en su aspecto o contenido lógico, que es el más simple, el más normal, el más completo y el más comúnmente entendido. Como el Bautismo, la Confirmación y el Orden dejan intacta la específica secularidad de los fieles, así la consagración de los Institutos Seculares deja intacta la secularidad de sus miembros.

Pero es también verdad, y por esto es importante saberlo, que la necesaria distinción entre los Institutos Seculares y los Institutos Religiosos, motivada por la secularidad de los primeros, no debe en ningún modo devaluar la consagración, patrimonio de los unos y de los otros, porque ésta es el alma de la nueva realidad asociativa de los Institutos Seculares promovida por la Iglesia.

Y con la consagración no debe olvidarse el aspecto formativo de los miembros de los diversos Institutos Seculares, ni tampoco los distintos matices o los diferentes tipos de Institutos Seculares, los cuales me permito aludir solamente, pero estoy seguro de que como no se dejarán de tratar en este Congreso, se presentarán ciertamente ocasiones de hablar de ellos con la debida amplitud y la necesaria profundidad.

Antes de terminar no puedo, sin embargo, dejar de manifestar algunas consideraciones sobre los Institutos Seculares sacerdotales y, más propiamente, sobre los sacerdotes que para mejor responder a la vocación de consagración a Dios y de servicio a las almas, entran en los Institutos Seculares para enriquecerse de una espiritualidad que les une cada vez más a Cristo y les vincula más íntimamente a su Obispo para ser sus fieles y eficaces cooperadores.

En el “Presbyterorum Ordinis” nº 8 el Concilio afirma que van «diligentemente promovidas las Asociaciones que, con Estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, fomentan, gracias a un modo de vida convenientemente ordenado y aprobado, y a la ayuda fraterna, la santidad de los sacerdotes en el ejercicio de su ministerio y pretenden de tal manera servir a todo el Orden de los presbíteros».

Se observa que el Concilio ha fundado este principio en favor de las Asociaciones de sacerdotes, también sobre el derecho natural de asociación, que compete, “servatis servandis”, a todos los fieles y a todos los hombres. Cuando en el Concilio se discutió del derecho de asociación de los sacerdotes, la competente Comisión Conciliar dio la siguiente respuesta, aprobada por la Congregación General el 2 de diciembre de 1965: «No se puede negar a los presbíteros aquello que el Concilio, teniendo en cuenta la dignidad de la naturaleza humana, declaró propio de los laicos, ya que responde al derecho natural».

También los sacerdotes, por tanto, gozan del derecho de formar Asociaciones que respondan a las necesidades del clero, para vivir más intensamente su vida espiritual, para trabajar más eficazmente en el campo apostólico, para conservar una íntima comunión con sus hermanos, para servir a su Obispo con una entrega cada vez más fiel y generosa.

Uno de los puntos sobre el que gira la vida de los sacerdotes inscritos en Institutos Seculares es el derecho a servirse de los medios espirituales más favorables para vivir los compromisos de sacerdotes diocesanos, y así satisfacer en la mejor manera las exigencias de la diocesanidad. La Jerarquía debe vigilar, asistir y orientar al sacerdote, pero no puede negarle ni hacerle difícil el desarrollo de su elevación espiritual cuando ésta naturalmente se realiza en el ámbito de doctrinas aprobadas por la Iglesia.

No se pueden confundir los sacerdotes diocesanos inscritos en los Institutos Seculares con aquellos que forman parte de otras Asociaciones, porque los primeros están empeñados en vivir en forma estable los consejos evangélicos en una sociedad reconocida por la Iglesia para este fin, mientras que esto no se verifica para los segundos. Por lo cual, los Institutos Seculares han sido puestos bajo la vigilancia de la Sagrada Congregación de Religiosos, que tutela la santidad de los vínculos de perfección y favorece su incremento.

Los sacerdotes diocesanos de los Institutos Seculares, que están difundidos en casi todos los países del mundo, deben distinguirse por la integridad y la pobreza de la vida, por la obediencia a su Obispo y la entrega al trabajo, llevando a la Iglesia la contribución de un auténtico apostolado evangélico para la difusión del Reino de Dios. La presencia de estos sacerdotes por su fidelidad a la Iglesia es un baluarte en medio del clero diocesano contra los crecientes peligros que impiden su ministerio.

Conviene, además, notar que las Constituciones de los Institutos Seculares sacerdotales son explícitas y elocuentes a este respecto. Los sacerdotes que forman parte, no sólo quedan vinculados a su Obispo en virtud de la promesa hecha en la ordenación, sino que le están sometidos además, exactamente porque son miembros de los Institutos. Los Estatutos, de hecho, ponen la explícita cláusula que, por cuanto respecta a la actividad pastoral, dichos sacerdotes diocesanos dependen exclusiva y totalmente del Obispo, el cual puede enviarles donde mejor crea y confiarles cualquier trabajo, obligándose ellos a estar dispuestos para los cargos más ingratos y para el apostolado más difícil.

Una de las exigencias más fuertes pedida en los Institutos Seculares sacerdotales es el espíritu de pobreza y de desprendimiento de los bienes de la tierra. Cuando tanto se habla de la Iglesia de los pobres, debemos reconocer que ningún apostolado es verdaderamente eficaz sobre las almas si el sacerdote no es pobre, generoso y amigo de los más desheredados. Ahora bien, los Institutos Seculares de sacerdotes les facilitan la práctica de la pobreza, para cuya observancia se obligan con voto, con juramento o con una promesa especial. Las Constituciones de los Institutos Seculares sacerdotales, inspiradas en las normas de la “Provida Mater Ecclesia”, establecen aquello que convierte a un sacerdote pobre en el sentido más hermoso, más práctico, y expresivo.

Está probado que los Institutos Seculares aseguran a los sacerdotes una vida espiritual intensa en medio de los peligros que asaltan en modo particular al sacerdocio. El Obispo francés de Nantes así escribía a la Sagrada Congregación de Religiosos: «Si queremos mantener en nuestro clero una profunda vida interior, el medio más seguro es el de hacerlo pertenecer a una sociedad que dirija a sus miembros a la perfección con la práctica de los votos».

Los Institutos Seculares, en fin, proveen a la formación de sus sacerdotes con especiales prácticas de piedad, con reuniones, con círculos de estudio donde se enseña una ascética segura, se explican las encíclicas papales, se ilustran los decretos conciliares, se preparan las instrucciones para los fieles, etc.

De cuanto se ha dicho se puede deducir que es providencial para un Obispo tener sacerdotes sobre cuya piedad y ciencia teológica, fidelidad y valiosa cooperación, puede contar siempre sin reservas. Sería de desear, entonces, que los sacerdotes diocesanos fueran también miembros de cualquier Instituto Secular de perfección, o al menos de cualquier Asociación, para que puedan vivir intensamente el sacerdocio de Cristo e imitar sus virtudes.

Me agrada recordar a este propósito las palabras que Su Santidad Pablo VI dirigía, todavía en 1965, a los sacerdotes de la F.A.C.I. (AAS 1965, p. 648): «Es cosa reconocida, desgraciadamente, que uno de los peligros más graves a que está expuesto el clero en general, y especialmente el que tiene cura de almas, puede ser el aislamiento, la soledad, la pérdida de contacto con sus hermanos y tal vez con la misma población. Frente a esta dolorosa eventualidad, la F.A.C.I. alimenta en el clero el programa, la necesidad, diremos la conciencia de la unión, no ciertamente de carácter sindical y organizativo, sino fraterna y operante de todos los sacerdotes entre sí…».

Estas palabras reflejan el espíritu fraterno de los sacerdotes inscritos en los Institutos Seculares, que no quieren sino la más estrecha colaboración con el Obispo que veneran y aman, la recíproca comprensión entre los miembros del presbiterio diocesano y el bien del pueblo a ellos confiado.

Abriendo el Congreso he deseado exponer algunos postulados que considero fundamentales a los fines de vuestro encuentro y a los cuales se enlaza, en definitiva, todo cuanto os expondrán los eximios oradores que hablarán sobre los diversos temas propuestos.

En el desarrollo del programa de esta semana y en las discusiones que seguirán, los representantes de los Institutos aquí presentes aportarán la propia experiencia y podrán manifestar su propio pensamiento, exponiendo su propia opinión con perfecta libertad. Es necesario que cada uno diga aquello que siente ser, aquello que estima útil hacer, aquello que desea se haga en el cuadro de la doctrina y de los citados documentos emanados del Sumo Pontífice y, últimamente, del Concilio.

Siento, en fin, el grato deber de dirigir una palabra de alabanza a los Institutos Seculares que en esta hora atormentada y confusa se han entregado al apostolado con un admirable espíritu de disciplina ajenos a ciertas extravagantes contestaciones que han llegado a veces hasta los umbrales del Santuario. Y esto, me parece, es un hecho positivo que reviste un alto y elocuente significado.

Los Institutos Seculares, no obstante estén sujetos a las necesarias evoluciones y a las oportunas adaptaciones sugeridas por las circunstancias, tienen una forma propia, sólida y consistente, que no ha provocado manifestaciones externas disidentes o contrastantes con aquello que constituye su patrimonio. Se trata de un patrimonio que tiene por base el Evangelio y se desenvuelve sobre un binario rectilíneo: la vida de perfección y el ejercicio del apostolado en el mundo, en aquella sana libertad espiritual que es propia de los hijos de Dios.

Con esta razonada constatación os ofrezco mi augurio y el de mis colaboradores en la Sagrada Congregación para que con la ayuda de Dios, “a Quo bona cuncta procedunt”, podáis realizar una labor provechosa, podáis compenetraros cada vez más profundamente y colaborar fraternalmente por vuestra personal santificación y por el bien de la sociedad en la cual estáis destinados a vivir y en la que la Iglesia os ha llamado a difundir la luz y el calor del Evangelio de Cristo.

Roma, 20 de septiembre de 1970

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