33 Domingo TO. Ciclo C
Por: Teodoro Nieto. Burgos.
Una lectura meramente literal de los textos bíblicos de este domingo puede inducirnos a error y confusión. ¿No es un lenguaje terrorífico y amenazante que solo puede infundir temor y temblor en nuestros corazones? Y ¿es precisamente pánico lo que quiere inyectarnos Aquel que en su Evangelio no se cansa de repetirnos: “No tengáis miedo”? Entonces, ¿cómo interpretar esas lecturas?
Uno de los géneros literarios que encontramos en la Biblia es el así llamado “apocalíptico”, palabra derivada de “apocalipsis”, que en griego significa “tirar del velo”, “revelar”, aunque cuando oímos esta palabra nos imaginemos un cataclismo. La literatura apocalíptica fue fruto de todo un movimiento de resistencia que nació en Israel contra el yugo del imperio griego que trituraba al pueblo.
Esta literatura nació en tiempos difíciles de opresión política, económica e ideológica. Y su intención era estimular al pueblo judío a luchar por preservar su libertad; ayudarle a mantener inquebrantable su fe en la victoria final de Dios, timonel de la historia humana, e impulsarlo a descubrir que, incluso los acontecimientos aparentemente más críticos, dolorosos y desconcertantes pueden ser oportunidad saludable para un cambio profundo en nuestras vidas.
El que fue obispo de Crateús en Brasil, Antonio Fragoso, dijo en cierta ocasión: “Donde unos ojos superficiales descubren fracaso y frustración, los ojos de la fe ven una semilla de esperanza”.
Pareciera que en nuestros días repuntara esta mentalidad apocalíptica. ¿Cómo interpretar fenómenos naturales tan recurrentes: terremotos, inundaciones, sequías, huracanes, incendios, con su dramática secuela de tragedias humanas: mortandad, desigualdad, precariedad, migrantes sepultados en el mar. Según algunas estadísticas, hay 40 conflictos bélicos en el mundo en los que participan 300.000 niños soldados. Y 821 millones de seres humanos pasan hambre. ¿No cabría interpretar todos estos fenómenos a partir de una mentalidad apocalíptica, dejando únicamente en manos de Dios el rumbo de la historia?
Tengamos muy presente que también la teología apocalíptica tiene sus riesgos y limitaciones. Porque según ella todo parece estar determinado por Dios. En este sentido podemos quedarnos cruzados de brazos esperando que todo nos lo solucione Él. Pero la historia no depende solamente del timonel divino. Mujeres y hombres somos sujetos históricos con responsabilidades ineludibles e intransferibles. De los seres humanos depende en buena medida que no acabemos con nuestra especie en este mismo siglo.
Creer en la ayuda de Dios no significa esperar una mágica intervención suya en el palco de este mundo. El hecho de poner tan pasivamente por nuestra parte el futuro de la humanidad en manos de Dios, puede ser huida y evasión de nuestras responsabilidades históricas personales y colectivas.
Otro tema que aparece en la lectura del evangelio es el del templo, al que dedican un espacio relevante las páginas del Antiguo y Nuevo Testamento. El texto de Lucas tiene también tinte apocalíptico: “Llegará día en que del templo no quedará piedra sobre piedra”. Se está refiriendo a los acontecimientos ocurridos en Jerusalén el año 70. Los romanos invaden la ciudad santa y destruyen su santuario. Hay que notar que cuando el evangelista escribe su evangelio, ya había tenido lugar la toma de Jerusalén, de donde podemos deducir su intención de desvincular este hecho de la llegada del fin del mundo que narra a continuación.
Merece la pena prestar atención a los sentimientos encontrados de Jesús y sus discípulos: estos se quedan extasiados contemplando la belleza y solidez de la fábrica del templo. Jesús, de manera contundente afirma su fragilidad e impermanencia: “No quedará de él piedra sobre piedra”.
Una lectura atenta de los dos Testamentos puede, tal vez, ayudarnos a percibir lo relativo que el templo es para Dios, y hacernos caer en la cuenta del peligro que acecha a las y los creyentes de convertirlo en un ídolo.
El Dios del Éxodo no necesita “una casa de cedro para morar” (2Sam 7, 5-8). Es un Dios itinerante. Su templo es el camino. Es inútil empeñarse en construirle una casa o un lugar para que viva en él (Is 66, 1). Es de hipócritas ensalzar el templo y confiar en él si no se practica la justicia (Jer 7 4-6). Para el profeta Ezequiel, el templo es casi una idea fija, e insiste en que el mismo Yavé es santuario de su pueblo en el exilio (Ez 11, 16).
En el Libro de los Hechos de los Apóstoles, que también de las Apóstolas, Esteban, crítico acérrimo del Templo de Jerusalén, es apedreado hasta la muerte por proclamar que “el Altísimo no habita en casas construidas por el hombre” (7, 48).
Jesús escandalizó a sus coetáneos cuando le oyeron decir: “Yo derribaré este templo hecho por hombres y en tres días construiré otro no edificado por hombres” (Mc 14, 58), “Pero el templo del que hablaba Jesús era su propio cuerpo” (Jn 2, 21) y, por extensión, todos los seres humanos: “el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros” (1Cor 3, 16). “Somos templos de Dios vivo” (2Cor 6, 16).
“Ha llegado la hora”, dice Jesús a la samaritana, que “ni en Garizim ni en Jerusalén daréis culto al Padre”. Es como si dijere: el tiempo de los templos para ofrecer el culto ha tocado ya su fin. El verdadero culto es la vida vivida en la práctica diaria del amor y la justicia, porque si éstas fallan, todo lo demás no es más que pura idolatría. Y sin olvidar que también es templo de Dios la creación entera, como cantamos tantas veces: “El cielo y la tierra están llenos de tu gloria”, es decir, en todo resplandece y todo lo habita tu Misterio. Porque Dios es la PRESENCIA amorosa que late en todas las presencias.